LO INESPERADO, LO IMPREVISTO, LO INEVITABLE.




Muchas veces nuestras actitudes contemplativas hacia el pasado parecen de sumisión, o de enganchamiento: nos mostramos como seres humanos subyugados o ligados a los sucesos y personas que fueron parte de las tramas en que nos vinculamos transitoriamente –siempre transitoriamente porque la vida es un río que avanza, a veces impetuosamente y a veces calladamente, sin detenerse aunque nuestra confusión y nuestros apegos pretendan estancarla.
La visión que hayamos formado sobre nuestras vivencias y la interpretación que hayamos concebido nos ubican en alguno de los extremos de la dualidad –la aceptación o la negación; la comprensión y la asimilación que nos liberan de lo pasado o o la incomprensión y el empecinamiento que nos mantienen atrapados en los asuntos que ya sucedieron.
Muchas veces nos quedamos pasmados, como actores perplejos, en la representación exaltada del personaje que encarnamos, con nuestros egos alborotados y vehementes; perdemos el impulso para seguir participando fluidamente en las funciones de la vida y nos rezagamos mientras los otros asumen la iniciativa y se van acomodando a sus papeles cambiantes.
Tal vez nos comportamos como niños caprichosos que exigen a gritos el juguete predilecto para sus juegos en el momento en que sus padres han decidido que deben irse a dormir; y quizá como niños frustrados, reaccionamos con rabia y con llanto porque la vida y los demás no satisfacen nuestros deseos o nuestras demandas.
Sin embargo, la vida tiene sus propias leyes y procesos: somos demasiados protagonistas interactuando en nuestros papeles en escenarios incontables y todos nuestros actos ejercen algún efecto sobre el conjunto humano –es posible que nuestros pares en el juego no logren atrapar la pelota que les lanzamos y que siguiendo la inercia de su movimiento vaya a estrellase contra una ventana quebrando un vidrio y creando un conflicto con el dueño de la casa, lo que no era nuestro propósito.
Nuestras acciones, y las acciones de nuestros predecesores  han propiciado potenciales de acción que se manifiestan en relaciones y acontecimientos inevitables y obligatorios que nos envuelven aunque no los hayamos previsto –la roca que empujamos y soltamos en lo alto de la montaña rueda arrolladoramente hasta que agota su ímpetu o hasta que un obstáculo mayor la detiene, y puede causar destrucción o daños a su paso que nosotros no consideramos cuando la removimos de su sitio de reposo.
En los ritmos de la vida, la expansión y la contracción son fenómenos alternados: todos los seres vivos y  la naturaleza participamos en su ejecución y somos afectados por su ocurrencia.
Consideramos que algunas situaciones suceden en un momento que nos parece oportuno y que otras suceden intempestivamente. Las primeras nos parecen gratas o benévolas y las segundas nos parecen adversas o perjudiciales.
Hay un momentum, un ahora, en que las circunstancias propician lo que puede acontecer -y lo precipitan, a veces.
Todo está preparado y no podemos controlar el conjunto porque somos sólo piezas del engranaje en movimiento, ocupando nuestros sitios y realizando nuestras pantomimas o nuestros dramas según nuestros atributos y condicionados por las limitaciones y realizaciones de los otros.
Nos resistimos a que las situaciones prosigan hacia sus desenlaces y se pierdan en la bruma de nuestras historias particulares  y nos quedamos lelos en la estación dejando que el tren de la vida siga su trayecto mientras nos quedamos paralizados juzgando duramente y reprobando a quienes no nos agradaron o a quienes desde su ego alboratador nos afectaron –y ese y no otro era el guión que ellos y nosotros podíamos representar.
A veces las circunstancias experimentadas nos llevan a reaccionar con ríos de lágrimas, o con quejas que pueden ocupar muchos horas de grabación en medios magnéticos –la recopilación sonora de nuestros lamentos, nuestras protestas y nuestros reproches-, o con largas noches de insomnio, o con años enteros de malestar y autocompasión, o con resentimiento y odio que nos consumen. Todo eso es sólo nuestro drama personal, o la tragedia que armamos a nuestro modo con nuestras creencias y nuestras percepciones. La vida, incontenible, sigue su curso. Nuestro llanto y nuestros reclamos no deshacen lo sucedido; lo que murío, lo que pasó, va quedando atrás y como viajeros nos corresponde acogernos a los ritmos de la vida y seguir nuestros trayectos sin desfallecer.
Nuestros relatos son nuestra elección y nuestro propio retrato. Si escogemos como asunto cotidiano la negatividad, lo triste, lo luctuoso, lo que consideramos nuestras heridas, entonces nos empeñamos en protagonizar nuestros papeles de héroes dudosos o de sobrevivientes  lisiados y tambaleantes. Asumimos rostros dolidos y gestos pesimistas y los demás pueden vernos como actores patéticos queriendo impresionarlos con las adversidades que hemos adoptado.
Si no logramos cambiar ese panorama psicológico lúgubre, alcanzamos la cima en esos roles exagerados y podemos crear enfermedades tan extremas como la película que hemos concebido.
Aquello a lo que más valor le damos es lo que mantenemos presente en nuestras vidas.
El resultado de nuestras representaciones: ¿nos produce satisfacción, alegría, bienestar? ¿o nos produce frustración, tristeza, malestar?
Muchas situaciones de la vida que nos negamos a asimilar son obligatorias e inevitables y nos sorprenden porque no las habíamos previsto; sin embargo, ocurren con toda su trascendencia y su vigor, y son siempre pasajeras, aunque no las entendamos, aunque las rechacemos reiteradamente. Están presentes en nuestras mentes y como observadores podemos comprenderlas y dejarlas ir, o podemos cargarlas como una rutina pesada y desapacible. A fin de cuentas, cada actor decide si se acomoda a su papel o si entra en pugna consigo mismo y con el libreto que le toca interpretar.


Hugo Betancur (Colombia)




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