Ni las personas ni los grupos humanos
pueden soportar por mucho tiempo el vacío existencial. En un primer momento,
quizás se eche mano de la compensación y de la "distracción", pero la
insatisfacción creciente desencadenará una actitud de búsqueda de la plenitud
presentida: es la búsqueda espiritual. Algo así parece estar sucediendo entre
nosotros. A ojos de muchos analistas, resulta innegable que, en nuestro medio
sociocultural, nos hallamos frente a un creciente resurgir de la
espiritualidad. Y que dicho resurgir corre paralelo a un no menos evidente
declive de la religión institucional. Hasta el punto de que, según ellos, nos
encontraríamos ante el umbral de una etapa transreligiosa, transconfesional y
postcristiana. ¿Es así en realidad? Por Enrique Martínez Lozano y María Dolores
Prieto Santana.
En diversos artículos recientes de
Tendencias21 de las Religiones se ha abundado en la tendencia emergente en el
siglo XXI hacia la espiritualidad. Un mundo dominado por la modernidad líquida
necesita interiorizarse. La sociedad efímera necesita recuperar consistencia,
solidificar la columna vertebral con valores que la reconstruya con solidez.
Este proceso no es monopolio de las religiones establecidas. Está siendo
asumido por movimientos sociales muy diferentes.
En el presente trabajo Enrique
Martínez Lozano (tomando como referencia temas aparecidos en la Revista
Aragonesa de Teología y en www.feadulta.com, ofrece unas claves que permitan
facilitar la comprensión de lo que nos toca vivir en este campo, así como las
perspectivas que se abren ante nuestros ojos.
En un reciente escrito inédito,
expone que “me parece oportuno empezar por aproximarnos al concepto mismo de
"espiritualidad", para saber a qué nos referimos exactamente. Habrá
que delimitar luego las relaciones entre religión y espiritualidad, así como el
lugar de esta en el diálogo con la ciencia. Trataremos de comprender qué se
quiere significar cuando se habla de "postcristianismo" y
terminaremos reivindicando la importancia de cuidar –ya desde la infancia- la
inteligencia espiritual, si queremos avanzar hacia una vida de mayor plenitud”.
Qué es espiritualidad
Para Martínez Lozano, cuando se habla
de "espiritualidad" desde una opción religiosa o confesional, parece
inevitable que aquella sea comprendida y explicada a partir de la perspectiva
de la propia religión, a la que se le asignará un estatus superior.
En efecto, al dar por sentada la
verdad "mayor" de la propia creencia, se entenderá la espiritualidad
como la práctica por medio de la cual se busca ahondar en la vivencia de la fe
que se ha asumido. Como consecuencia de este modo de hacer, se adopta un
concepto reductor y estrecho de espiritualidad, a la que, intencionadamente o
no, se le ha sobreimpuesto el corsé de la religión.
Más adelante, nos detendremos
expresamente en la relación que se da entre ambas. Por ahora, solo quiero
llamar la atención sobre la importancia de empezar hablando de la
espiritualidad, sin someterla a los cánones rígidos de una u otra religión.
Para Martínez Lozano, “la llamada
dimensión espiritual constituye una dimensión absolutamente básica de la
persona y de la realidad. Sobre ella precisamente se asientan las diferentes
"formas" religiosas o religiones, como soporte y vehículo a la vez de
aquella dimensión que empuja por vivirse”.
Por eso le parece importante iniciar
esta reflexión acercándonos a la espiritualidad, como una realidad previa a las
religiones en cuanto tales. Pero antes aún, hay que aludir a lo que esa misma
palabra suele despertar en nuestros contemporáneos.
El contexto social
Nuestra sociedad tiene borroso y
deformado el concepto de “espiritualidad”. Tal vez porque las jerarquías
religiosas teman que van a perder poder si los creyentes empiezan a sentir y
gustar por su cuenta.
"Espiritualidad" ha llegado
a ser una palabra desafortunada. Para muchos significa algo alejado de la vida
real, algo inútil que no se sabe exactamente para qué puede servir o, como
mucho, un "añadido", superfluo o poco significativo, a lo que es la
vida ordinaria.
Frente a eso llamado
"espiritual", de lo que se podría fácilmente prescindir, lo que
interesa es lo concreto, lo práctico, lo tangible.
Pero "espiritualidad" es,
además, una palabra gastada. Gastada y estropeada, porque ha sido víctima de
una doble confusión: el pensamiento dualista que contraponía espíritu a
materia, alma a cuerpo, y la reducción de la espiritualidad a la religión.
Como consecuencia de estas
concepciones, se produjo un rechazo más y más generalizado hacia ella en la
cultura moderna. Por una parte, la modernidad, celosa de la racionalidad y de
la autonomía, arremetía contra una religión (institución religiosa) poderosa,
autoritaria y dogmática, que parecía desconfiar de lo humano. Por otra, cegada
en su propio espejismo adolescente, la misma modernidad cayó en un
reduccionismo tan estrecho que no aceptaba sino aquello que fuera materialmente
mensurable.
“Ambos factores –el rechazo de la
religión y el encierro en un materialismo cientificista condujeron al olvido de
la dimensión más básica de lo real, promoviendo con ello una cultura chata y
empobrecedora de lo humano, que todavía sigue estando mayoritariamente
vigente”, afirma Martínez Lozano.
Pero el contraste continúa. En medio
de esta cultura heredera de la que desechó la religión y, con ella, la
espiritualidad, estamos asistiendo a un emerger notable del anhelo espiritual.
Y, como en cualquier moda, no es infrecuente que aparezcan sucedáneos, a los
que se coloca la etiqueta de "espiritual", pero que no encajan en lo
que es una espiritualidad auténtica. Los riesgos de engaño o reducción vienen
de dos direcciones.
Por un lado, en ciertos círculos de
la Nueva Era o influidos por ella, suele presentarse la espiritualidad como la
búsqueda de un bienestar que, por más que se designe como "integral",
no parece superar los límites del narcisismo y de la charlatanería. Frente a la
"dureza" de la situación cotidiana, es tentadora la huida a
"paraísos narcisistas", refugios de un ensimismamiento adolescente,
que nuestra propia cultura promueve.
Por otro lado, en los grupos
religiosos más estrictos, probablemente por un instintivo mecanismo de defensa,
se promueve una "espiritualidad" rígida y exclusiva, con notables
tintes dogmáticos y autoritarios.
En el primer caso, parece imperar la
ley del "todo vale", con tal de que favorezca el bienestar:
representaría al postmodernismo extremo. En el segundo, el criterio parece ser
la creencia mental de estar en posesión de la verdad: sería la voz del
integrismo mítico.
Hacia una definición de espiritualidad
Pues bien, con todo este trasfondo,
queremos hacer luz a partir de la pregunta primera: ¿qué es la espiritualidad?
Para Martínez Lozano, “en una aproximación suficientemente amplia e inclusiva,
puede entenderse la espiritualidad como la dimensión de Profundidad de lo real.
Bajo mi punto de vista, de este modo,
se hace justicia a la dimensión espiritual como parte constitutiva de toda la
realidad. Ello significa reconocer que no existe absolutamente nada al margen
de esta dimensión. Más aún, todo lo que podemos percibir, como
"formas" infinitamente variadas, no son sino "expresión" de
aquella Profundidad de la que todo emerge”.
Con esto, no se afirma ningún
dualismo entre aquella dimensión última y las manifestaciones que percibimos.
Al contrario, en admirable sintonía con lo que vamos percibiendo desde
diferentes ámbitos del saber –desde la física cuántica hasta la psicología
transpersonal, desde la mística hasta recientes estudios en el campo de las
neurociencias -, lo que se nos muestra es una admirable y elegante no-dualidad,
en la que nada se halla separado de nada, siendo solo la mente la que nos hace
creer en una realidad fraccionada y separada en partes, tal como ella misma la
ve.
De entrada, el término
"espiritualidad" –de acuerdo con Martínez Lozano- nombra una
cualidad, una capacidad o incluso un ámbito del saber que tiene como referencia
directa e inmediata al "espíritu". Por tanto, solo lo podremos
entender si previamente desciframos el sentido de este otro. Pero no es una tarea
fácil. Basta intentarlo para que se ponga de manifiesto la incapacidad de la
mente para referirse adecuadamente a todo lo que no es objetivable.
Si rastreamos esa palabra en la
tradición judeocristiana, hallamos algún dato significativo. En la Biblia
hebrea, el espíritu presenta forma femenina: es "la Ruaj", la brisa,
"aleteo" de Dios sobre las aguas, soplo impetuoso que genera vida.
Aliento, soplo, viento, respiración, fuerza, fuego..., con nombre femenino que
habla de maternidad y de ternura, de vitalidad y de caricia. Si Ruaj es
femenino, su traducción griega lo convierte en el neutro "lo Pneuma".
Como si en su intrínseca dificultad para imaginarlo, el mismo término nos
estuviera diciendo que se trata de una Realidad que, no solo trasciende el
género (está más allá de la distinción sexual), sino también el concepto de
"individuo" y hasta de "persona" (por definición, lo neutro
no puede ser "personal"; en todo caso, transpersonal).
Con la traducción latina (Spiritus),
el Espíritu se hizo masculino, y así ha llegado hasta nuestras lenguas
modernas. Pareciera como si, con este cambio, volviéramos a sentirnos cómodos:
finalmente, podríamos dirigirnos a él como una persona y en masculino. Eso
casaba bien con nuestra conciencia egoica y patriarcal. Si algo tienen en común
todos esos nombres es que remiten a la intuición de un "principio
vital" o "latido" (hálito, respiración), que se encontraría en
el origen de todo lo que es. No es extraño que "Espíritu" haya sido
uno de los términos más comunes para nombrar a la Divinidad, en cuanto
Dinamismo de Vida.
Fuente de todo lo que es, principio
vital, dinamismo de vida, el espíritu constituye, por tanto, el núcleo más
hondo, la identidad última de todo lo que es, la Mismidad de lo Real. Pero no
como una "entidad" separada, sino como "constituyente" de
todas las formas, en un abrazo no-dual. En razón de esa misma no-dualidad,
podemos ver, palpar y saborear al Espíritu en todas las formas de la realidad:
todas lo expresan y en todas se manifiesta, sin negarlas ni anular las diferencias.
Una vez más, es necesario decir que
no hay ningún tipo de dualismo, como si, además del espíritu, hubiera
"otra" realidad al margen de él; pero tampoco se trata de un
panteísmo indiferenciado. Es todo más sutil y, en cierto modo, más simple: el
Uno expresado en lo Múltiple, como dos caras de la única Realidad.
Si entendemos por
"espíritu" el principio vital y constitutivo de todo lo que es,
habremos de concluir que "espiritualidad" es la capacidad de
"ver" esa dimensión profunda y última de lo real y vivir en
coherencia con ello.
Despertar la inteligencia espiritual
En esta acepción primera y genuina
del término, no hay todavía conceptos ni creencias. Hay, sencillamente, un
reconocimiento y una capacidad. Una percepción intuitiva –preconceptual- del
misterio mismo del existir. A esta capacidad podemos designarla, por tanto,
como "inteligencia espiritual". Es ella la que nos permite intuir el
Misterio y, simultáneamente, reconocer nuestra identidad más profunda.
Se suele decir que el "despertar
espiritual" consiste en la capacidad de separar la conciencia de los
pensamientos. De eso se trata exactamente. Caer en la cuenta de la
identificación con la mente, de la que provenimos, y reconocer que ahí no está
nuestra verdadera identidad. La espiritualidad o inteligencia espiritual, al
hacernos crecer en comprensión de nuestra verdad, nos pone en camino de
desapropiación. Por eso, a más espiritualidad, menos ego y menos egocentración.
Es fácil advertir que el criterio
decisivo de una existencia espiritual no puede ser otro que la
desegocentración, la bondad y la compasión, unidos a la ecuanimidad de quien ya
ha descubierto que su verdadera identidad trasciende todo vaivén y toda
impermanencia.
Lo expresa con nitidez Xavier
Melloni, cuando escribe que "la dirección que no ha de variar, aunque se
cambien los vehículos y los caminos, es el progresivo descentramiento del yo,
tanto personal como comunitariamente... Esta es la única certeza, el único
discernimiento: ir convirtiendo nuestra existencia en receptividad y
donación". Porque, ¿cuál es la meta? Y responde el propio Melloni de una
manera sabia y hermosa: "La tierra pura de un yo descentrado de sí mismo
que se hace capaz de acoger y de entregarse sin devorar, porque sabe que
proviene de un Fondo al que todo vuelve sin haberse separado nunca de él".
A partir de este concepto de
espiritualidad, se desprenden dos primeras conclusiones: por un lado, la
percepción de que el cuidado de la espiritualidad y el cultivo de la
inteligencia espiritual son decisivos si se quiere acceder a una vida plena;
por otro, la constatación de que, así entendida, la espiritualidad es previa a
cualquier religión, de modo que las diferentes confesiones religiosas no serán
sino "modulaciones" o formas (mentales) específicas de aquella
intuición original.
Religión y espiritualidad
Para Martínez Lozano, hay dos
imágenes que se suelen utilizar habitualmente para hablar de la relación entre
ambas: la del vaso y el agua, o la del mapa y el territorio. La espiritualidad
es el agua que necesitamos si queremos vivir y crecer; la religión es el vaso
que contiene el agua. La espiritualidad es el territorio último que anhelamos,
porque constituye nuestra identidad más profunda; la religión es el mapa que
quiere orientar hacia él. Cuando se vive al servicio de aquella, la religión
constituye un medio valioso o una "cinta transportadora" –en palabras
de Ken Wilber- que facilita la conexión con la dimensión espiritual: es el vaso
que proporciona el acceso al agua; el mapa que baliza el camino hacia el
territorio.
Sin embargo, cuando la religión se
absolutiza, todo se desencaja. Lo que no es sino un medio, se arroga cualidad
de fin último, haciendo que todo gire en torno a ella. Se hacen presentes el
dogmatismo y la exclusión. En esa misma medida, la persona religiosa proyecta
en la religión la seguridad con la que sueña. Quizás no esté de más señalar que
esa tendencia a la absolutización constituye una característica del modo de
funcionar de nuestra mente. Es consecuencia de la propia limitación de la misma
y va de la mano de la necesidad psicológica de seguridad.
Con todo, sin embargo, -según
Martínez Lozano - parece claro que entre religión y espiritualidad no tiene por
qué haber enfrentamiento, así como tampoco identificación. Esta afirmación
conlleva dos conclusiones inmediatas: por un lado, una religión conscientemente
alentada por la espiritualidad resulta beneficiosa y eficaz. Por otro, la
afirmación de la no-identificación entre ambas permite reconocer la existencia
de una espiritualidad laica o incluso atea.
Porque el Territorio de la espiritualidad
es siempre compartido: ahí nos encontramos con todo lo que es, con el Misterio
que se expresa en toda la realidad, y del que las religiones –hijas de su
tiempo- han querido dar una explicación. Por eso creo que, valorando la riqueza
propia de cada religión, tenemos que dar un paso más... hacia el Horizonte o
Territorio al que las religiones (mapas) apuntan: ese es el camino de la
espiritualidad.
La construcción social de las
religiones
Las religiones son una construcción
social, a través de la cual los humanos han tratado de canalizar, expresar y
sostener –consciente o inconscientemente- el Anhelo espiritual que reconocen
como dimensión constitutiva de su mismo ser. En ese sentido, puede decirse que
las religiones son interpretaciones o lecturas del misterio mismo del existir.
Presentándose en complejas configuraciones, ofrecen caminos y propuestas de
sentido. Como dice Xavier Melloni, cada religión es un camino hacia el
desvelamiento de lo Real.
Eso explica que la religión afecte a
los grandes enigmas de la vida. En ellas, el ser humano pretende encontrar la
luz que necesita para desvelar el misterio que envuelve su origen y su destino,
para interpretar el sentido y el propósito de la existencia, para descubrir las
causas del dolor que lo aqueja y, en fin, para encontrar un poco de alivio a
sus incontables males.
Sin embargo, todas ellas se ven
acechadas por dos graves peligros: aliarse con el poder y confundir su creencia
con la verdad. Cuando eso ocurre –y ha ocurrido históricamente en todas ellas-,
se produce la absolutización de la religión. Lo que era solo una construcción
humana y un medio para facilitar la percepción y vivencia del Misterio, se
convierte en un fin en sí mismo. En ese preciso momento, la religión se torna
peligrosa.
“Del mismo proceso de construcción de
la religión forma parte la presunción de ser revelada por la Divinidad. A
partir de ahí, el paso siguiente es sencillo: si nuestras creencias han sido
reveladas, eso significa que son verdaderas; poseemos la verdad. De ahí que el
innegable conflicto que supone el hecho de que religiones diferentes tengan la
misma pretensión –el conflicto de "verdades" enfrentadas- se haya de
resolver forzosamente declarando cada una que todas las demás están
equivocadas”, concluye Martínez Lozano.
En un nivel de conciencia mítica, en
el que aparecen las religiones, era inevitable que, en las configuraciones
teístas, se concibiese a Dios como un "ser separado", y que se
entendiese la así llamada revelación como un "dictado divino". ¿Cómo
no iba a producirse el paso siguiente que llevaba a creer al propio pueblo como
el "elegido", y al propio libro sagrado como "la verdad"
dada a conocer por Dios? En cuanto tomamos conciencia de aquel nivel de conciencia
y, simultáneamente, trascendemos el modelo mental (dual) de conocer, el
concepto mismo de "revelación" se modifica radicalmente.
En ese momento, también, reconocemos
con facilidad la distinción entre la religión, en cuanto forma histórica concreta,
y la espiritualidad, como dimensión constitutiva del ser humano y de toda la
realidad. Con esta toma de conciencia, la religión queda desnudada de cualquier
pretensión absolutizadora. Más aún, el objetivo mismo se reorienta: ya no se
trata de propagar la religión y lograr que tenga cada vez más fuerza, sino de
potenciar la dimensión espiritual, es decir, la consciencia de nuestra
identidad más profunda.
En esa tarea nos encontramos con
todos los seres humanos, más allá de las referencias, religiosas o no, de cada
cual. Podremos seguir valorando las religiones –los "mapas"- en toda
la riqueza que han vehiculado y las capacidades espirituales que despiertan,
pero sin olvidar que son solo medios relativos. Pueden, por tanto, ser
trascendidas. Y, de hecho, podemos encontrarnos con todas las personas, sean
religiosas o no, en el cuidado y cultivo de aquella dimensión espiritual
irrenunciable.
Hay vida más allá de la ciencia
De acuerdo con el texto de Martínez
Lozano, “el trato que ha recibido la espiritualidad explica, en gran medida, no
pocas características del modo de comprendernos, percibirnos y vivirnos en
nuestro contexto sociocultural. Consumismo, economicismo, egocentrismo, vacío
existencial... son manifestaciones de un mundo en el que se ha olvidado la
dimensión genuinamente espiritual del ser humano.
Al alejarnos de nuestra identidad
profunda, han de aparecer necesariamente la ignorancia, la confusión y el
sufrimiento. Hemos logrado increíbles avances en el campo científico, técnico y
tecnológico pero, al desconectar de quienes realmente somos, apenas hemos
crecido en sabiduría ni en plenitud. Y venimos a constatar que tanto el poderío
material como el mismo pensamiento filosófico no han logrado liberarnos del
sufrimiento inútil y estéril”.
En el origen de esa
"desconexión" de nuestra verdadera identidad, han jugado papeles
diferentes la religión y la ciencia. Como decía en el parágrafo anterior, la
religión, al tiempo que se absolutizaba, ha manejado un concepto reductor y
empobrecedor de la espiritualidad.
En consecuencia, la atención se
desviaba hacia las prácticas religiosas, las creencias y los rituales, en lugar
de ofrecer prácticas espirituales que hubieran permitido a las personas vivirse
conectadas con su raíz última. Además, y debido a aquella
"reducción", fue la misma religión la que, aun inadvertidamente,
provocó entre sus adversarios un rechazo de la propia espiritualidad.
Los reduccionismos de las ciencias
Las ciencias modernas, por su parte,
cayeron en otro reduccionismo no menos empobrecedor, al arrojarse, de un modo
totalmente acrítico, en los brazos de lo que conocemos como materialismo,
positivismo o cientificismo. El origen de la trampa, sin embargo, fue el mismo
en ambos casos.Tanto la religión como la ciencia se absolutizaron, como si no
existiera otra cosa más allá de ellas, tal como ha desarrollado Leandro
Sequeiros. Hemos tenido que padecer las consecuencias de tales posturas
reductoras para empezar a despertar y venir a reconocer que, tanto más allá de
la religión como más allá de la ciencia, sigue habiendo vida...
Para empezar, hoy nadie duda de que
los postulados básicos del materialismo (y del cientificismo) son creencias
metafísicas absolutamente indemostrables y peligrosamente reductoras. ¿En
nombre de qué se puede sostener que no existe sino lo que puede ser comprobado
"científicamente"? ¿Quién decide los límites de lo real? ¿Qué
fundamento tiene la afirmación de que la razón es el modo supremo de
conocimiento? ¿Dónde se apoya la arrogancia de que fuera de la ciencia no hay
verdad?...
No es que se rechace la ciencia, sino
únicamente sus pretensiones absolutistas. La ciencia es una herramienta
extraordinaria para operar en el mundo de los objetos. Y la razón crítica
constituye un logro irrenunciable de la humanidad. Los llamados "maestros
de la sospecha" (Nietzsche, Marx, Freud) nos abrieron los ojos para ver
que las cosas no son lo que parecen y que haremos bien en someter a crítica
todo tipo de creencias.
Y eso mismo vale también para la
ciencia..., a no ser que se arrogue un estatus "religioso" de
intocabilidad (intangibilidad), con el que ha aparecido con demasiada
frecuencia. Es entonces, al aproximarnos a ella desde una actitud crítica, cuando
caemos en la cuenta de la trampa del cientificismo: ha olvidado que existe otro
modo de conocer superior y previo a la razón.
Es un modo de conocer al que tenemos
acceso justamente cuando somos capaces de acallar el pensamiento y
"conectar", de una manera directa, inmediata y experiencial, con la
verdad que somos. El modo racional (mental, dual, cartesiano) funciona
admirablemente en el mundo de los objetos, pero es incapaz de ir más allá;
cuando lo intenta, no hace sino objetivar toda la realidad, reduciendo y empobreciendo
nuestra percepción.
Reconociendo la validez de ese
acceso, es innegable que existe otro, anterior a la razón, que nos pone
directamente en contacto con aquella dimensión de lo real que escapa a la razón
y la ciencia. Este es el terreno de la espiritualidad; y a la capacidad para
adentrarse en él se le está empezando a llamar "inteligencia
espiritual".
Cuando esta dimensión se olvida, se
produce una amputación grave del ser humano, con consecuencias sumamente
empobrecedoras para la vida de las personas, que son condenadas a una sensación
de vacío y nihilismo. Es lo que ha ocurrido, en parte, en nuestro ámbito
cultural: la ciencia ha propiciado un desarrollo material inimaginable, pero el
cientificismo ha empobrecido la experiencia humana hasta límites insostenibles.
Por eso me parece, a la vez,
profundamente revelador y esperanzador el hecho de que sea, dentro mismo de la
ciencia, donde se haya producido un cuestionamiento radical de los postulados
materialistas y de las pretensiones cientificistas.
La aportación de la física cuántica
A pesar de que las implicaciones de
sus resultados no se hayan plasmado todavía en el imaginario cultural
colectivo, la física cuántica ha revolucionado los presupuestos sobre los que
se asentaba la física clásica o newtoniana. En sus escasos cien años de vida,
ha supuesto un cambio radical de paradigma, de consecuencias enriquecedoras.
Efectivamente, a tenor de sus descubrimientos incontestables, las cosas no son
lo que parecen: la mente –y el llamado "sentido común"- nos engañan
con mucha facilidad.
Curiosamente, la principal intuición
procedente del nuevo paradigma científico no es tecnológica. La física cuántica
viene a confirmar algo para lo que no se hallaba explicación racional: la
estrecha relación entre nosotros y con todo el cosmos. Experimentos
contrastados en el mundo de las partículas elementales han superado las viejas
concepciones atomistas, para afirmar que la realidad a la que denominamos
universo es un todo integrado, sin fisuras.
Y, curiosamente, esa es la
experiencia espiritual genuina. A partir de ahí, parece que la actitud sabia
consiste en abrirnos a esa nueva visión que está emergiendo, ya que –como decía
Krishnamurti- "de esta crisis solo podremos salir mediante una transformación
radical de la mente".
El denominador común de esta nueva
cultura emergente es el holismo: Como ha escrito Ervin Laszlo, "entre
nosotros se extiende una nueva epidemia: cada vez son más las personas
infectadas por el reconocimiento de su unidad". Es así: crece por doquier
la conciencia de la interrelación de todo, de la no-separación, de la
no-dualidad radical. Y esa nueva conciencia, que va conformando una nueva
cultura, afecta también a todas las dimensiones de nuestra experiencia: a la
economía, a la ecología, a la política, a las relaciones, a la religión...
Por eso, tanto en las discusiones en
torno a la ciencia, como las que ocurren en el ámbito de la religión, sería
bueno partir del reconocimiento expreso de lo que realmente se halla en juego.
De otro modo, parece inevitable que se sucedan los enfrentamientos y
controversias estériles en torno a "mapas" y "etiquetas",
que nos lleven a confundir nuestras creencias con la verdad.
Y lo que se halla en juego no es algo
baladí. Se trata, nada menos, que de un cambio en el modelo de cognición.
Probablemente, el giro más revolucionario de esto que llamamos
"postmodernidad".
Venimos de un modelo mental, dual,
egoico o cartesiano. Tal modelo, basado en la dualidad inicial sujeto/objeto,
perceptor/percibido, se revela adecuadamente operativo en el mundo de los
objetos. Sin embargo, ese es también su límite. Dado que pensar es sinónimo de
objetivar, cuando desde ese modelo queremos aproximarnos a realidades que no
son "objetos", el modelo se colapsa y nos engaña. Naturaleza, seres
humanos, vida, verdad, realidad, "lo que es", Dios... Se trata de
realidades inobjetivables: cuando las pensamos, las convertimos en objetos, al
tiempo que toda la realidad queda separada, fraccionada y, de ese modo, distorsionada.
Basta salir del estrecho cerco del
modelo mental para captar su engaño y su trampa. Podemos recurrir a la imagen
(metáfora) del océano y las olas. El modelo mental se detendría exclusivamente
en la singularidad de cada ola, absolutizando la separación entre ellas y
olvidando la naturaleza común de agua, que comparten.
Sin embargo, hay otro modo de ver,
desde la no-dualidad. Y ahí las cosas cambian por completo. Esa nueva visión
nace de otro modo de conocer, el modelo no-dual, que se basa en la aproximación
no-mental a lo real. Se trata de una aproximación respetuosa a "lo que
es" en la que, silenciada la mente, acogemos el Misterio que se muestra,
nos reconocemos y descansamos en él.
Volviendo a la metáfora antes
aludida, desde el modelo no-dual se advierte, antes que nada, el agua que
constituye, conforma y se expresa en cada una de las olas. La perspectiva
cambia radicalmente. Sin forzar demasiado la imagen, puede afirmarse también
que el referente natural de la religión es la "ola", mientras que el
de la espiritualidad es el "agua". El paso del modelo mental al no-dual
es coherente con aquel que va de la religión a la espiritualidad. ¿Significa
esto el final de la religión?
¿Hacia un horizonte postcristiano?
En un reciente artículo en
Tendencias21 se alude a la quiebra de las religiones neolíticas. A veces se
escucha decir que, cuando pase esta generación, "las iglesias se quedarán
vacías". Con esa frase se estaría expresando el innegable y acelerado
declive que está experimentando, en nuestro medio, la religión institucional y,
concretamente, el cristianismo.
Sin entrar ahora en las
circunstancias históricas que, durante siglos, han podido ir acumulando, en la
memoria colectiva, un rechazo visceral hacia la religión, concretamente en
nuestro país –por ejemplificarlo en una sola frase: el anticlericalismo encuentra
su caldo de cultivo en el clericalismo-, me parece indudable que, debido
sencillamente al nivel de conciencia en el que históricamente aparecen, las
religiones traen con ellas algunos elementos que, si se toman literalmente,
chocan frontalmente con los nuevos paradigmas culturales.
“Me refiero, en concreto, a cuatro de
sus características más destacadas: el carácter mítico, la visión heterónoma,
la insistencia en la creencia (mental) o credo y la idea de un dios separado e
intervencionista. Es fácil apreciar cómo cada uno de esos rasgos
característicos de la religión entra en franca contradicción con la nueva
sensibilidad que nace con la modernidad y que se acentúa con el paso al nivel
transpersonal de conciencia”.
No es extraño que la religión haya entrado
en una crisis que alcanza a sus propios cimientos. Por eso, parece inútil, a la
par que engañoso, tratar de sortearla, eludiendo la confrontación con la
modernidad y con la más reciente perspectiva transpersonal. A mi modo de ver,
esa crisis únicamente podrá resolverse en la medida en que la religión
renuncie, consciente y radicalmente, a cualquier absolutización y asuma vivirse
al servicio de la espiritualidad, es decir, al servicio del ser humano que
anhela vivir en toda su verdad.
Ello le exigirá la humildad de
reconocer abiertamente que su credo no puede ser nunca la verdad, sino un
"mapa", entre otros, que apunta hacia el Territorio inefable y la
Verdad inaprensible. Así, relativizando las creencias, podrá dedicar sus
esfuerzos a una doble práctica: la práctica de la transformación individual –en
la línea de trascender la mente y favorecer la desapropiación del ego- y la
práctica de la justicia, como expresión de la Unidad que somos. Es decir, podrá
pasarse del particularismo religioso a la espiritualidad inclusiva.
“¿Significa esto el fin del
cristianismo? ¿Será cierto que caminamos hacia una espiritualidad postcristiana
? Lo que importa, a mi modo de ver, no son las respuestas, más o menos
acertadas, a esas cuestiones, sino las implicaciones que la misma pregunta
encierra. Personalmente, no me parecería extraño que las religiones, tal como
hoy las conocemos, llegaran a desaparecer. En cuanto configuraciones
históricas, deudoras del momento en el que nacieron, son formas transitorias y
perecederas”- apunta Martínez Lozano.
Otra cosa es la intuición de la que
son portadoras, y en la que los humanos nos "re-conocemos: el mismo Anhelo
vital, el núcleo de la genuina espiritualidad. En concreto, en el caso
cristiano, aquella intuición es la que pivota en torno a la figura y el mensaje
de Jesús. Y lo que vengo diciendo todavía cobra más relevancia cuando tenemos
en cuenta que el Maestro de Nazaret no pertenecía a la clase religiosa ni fundó
ninguna religión. El suyo es un mensaje de sabiduría dirigido al corazón
humano, que fácilmente resuena en nosotros. Por tanto, ese mensaje puede
vivirse en clave religiosa, pero también en otra clave laica o, simplemente,
no-religiosa.
Recuperar la amplitud y hondura
Al reconocer la no-identificación de
la espiritualidad con la religión, aquella vuelve a recuperar la
"amplitud" y la "hondura" que la caracteriza, así como su
capacidad de poder ser vivida en cualquier paradigma cultural, porque lleva en
sí misma las claves de la imprescindible "traducción" a los nuevos
"idiomas" que van apareciendo a lo largo de la historia de la
humanidad.
En la "amplitud" que
caracteriza a la espiritualidad, se trasciende el estrecho marco de las
creencias y de las formas históricas y somos conducidos al territorio sin
límites de la Vida, que experimentamos de un modo inmediato y autoevidente y
que percibimos compartido por todos. La espiritualidad es amplia e inclusiva:
puede ser religiosa, pero puede ser también no-religiosa, laica, agnóstica o
atea. Se trata solo de "mapas" diferentes que no impiden el
reconocimiento del territorio vital compartido.
Y también, más allá de las formas
religiosas, la espiritualidad manifiesta la "hondura" que la define:
la misma hondura que nos constituye. De ahí que la espiritualidad no viene a
ofrecer nada "añadido", sino sencillamente a desvelar la profundidad
de lo que somos. Todo lo demás –credos, no-credos, ritos, normas...- son solo
parte de aquellos "mapas", que dejan de absolutizarse, porque el
interés está puesto en el territorio cuya voz nos reclama. Un territorio que ya
no situamos en un "Paraíso lejano", ni tampoco en un "Dios
separado", sino que constituye el Fondo de todo lo real, en la no-dualidad
que todo lo abraza y que en todo se manifiesta.
Pero, para sortear las trampas reductoras
de las que venimos –tanto religiosas como científicas-, necesitamos impulsar el
cuidado de la inteligencia espiritual.
Una cuestión decisiva: el cuidado de
la inteligencia espiritual
Frente a un concepto reduccionista,
que limitaba la inteligencia a la capacidad de resolver problemas mediante un
razonamiento lógico, en los últimos treinta años estamos asistiendo al
reconocimiento de las diferentes "líneas" o dimensiones que implica.
Entre ellas, H. Gardner, el primero en hablar de las "inteligencias
múltiples", señala las siguientes: lingüística, musical,
lógico-matemática, corporal o kinestésica, espacial o visual, intrapersonal,
interpersonal y naturista.
Por su parte, K. Wilber se refiere a
las distintas "líneas de desarrollo" que puede recorrer la
inteligencia: cognitiva, interpersonal, psicosexual, emocional, moral...
En concreto, en los últimos años se
está prestando una atención especial al cuidado de la "inteligencia
emocional", con todas sus repercusiones, y más recientemente aún, a la
"inteligencia espiritual". Si la primera se refiere a la capacidad de
nombrar y gestionar las propias emociones, y de relacionarnos con los otros
constructivamente, la segunda puede definirse como la capacidad de trascender
el yo, separando la conciencia de los pensamientos.
La inteligencia espiritual dotaría a
las personas de las siguientes capacidades:
• capacidad de reconocer, nombrar y
dar respuesta a las necesidades espirituales;
• capacidad de trascender la mente y
el yo: somos más que la mente;
• capacidad de separar la conciencia
de los pensamientos;
• capacidad de percibir la dimensión
profunda de lo real;
• capacidad de percibir y vivir la
Unidad (No-dualidad) que somos.
De un modo sencillo, podría decirse
que la inteligencia espiritual es la capacidad de leer la realidad desde su
dimensión más profunda y vivir en coherencia con ello. Pero más allá, incluso,
de las definiciones que podamos dar, lo que parece innegable es que –como ha
escrito Francesc Torralba- el ser humano, independientemente de su credo
religioso o adscripción confesional, sea religioso o no, "padece unas
necesidades de orden espiritual que no puede satisfacer ni desarrollar si no es
cultivando la inteligencia espiritual".
La inteligencia espiritual abre ante
nosotros un horizonte ilimitado, que nos permite ubicar todo lo que ocurre en
su verdadero contexto. Nos capacita para ver en profundidad, superando la
visión estrecha de una mente absolutizada. Es el cuidado de esta capacidad que
llamamos inteligencia espiritual lo que nos va a permitir crecer en conciencia
de lo que somos. Sin ella, no lograremos salir de la confusión ni del
sufrimiento.
Esto nos hace ver también la
importancia de cuidar esta capacidad en el proceso educativo de niños y
adolescentes. De otro modo, les estaremos privando de una de las mayores
riquezas con las que puede contar el ser humano. Afortunadamente, cada vez es
mayor el interés de padres y educadores por ayudar a los niños y jóvenes a
entrar en contacto con esa dimensión. De formas distintas, se está buscando el
modo y las "herramientas" para que los más jóvenes puedan
experimentar la dimensión profunda de la realidad, empezar a vivirse desde ella
y comprobar que es "desde dentro" como se operan los cambios eficaces
y donde se encuentra la felicidad.
En cierto sentido, esa demanda podría
sintetizarse diciendo que, así como desde hace unos años se ha empezado a tener
en cuenta la llamada "inteligencia emocional", quizás sea hora de
abrirnos a la riqueza que aporta la "inteligencia espiritual".
No hace mucho tiempo, un profesor de
primaria me decía: "Cada vez tengo más claro que uno de los mejores
servicios que podemos hacerles a los chicos es ayudarles a observar su
mente". Lo que planteaba con esas palabras es claro: hay que trabajar el
desarrollo de la mente, pero tienen que descubrir que son más que la mente.
Hablar de "inteligencia
espiritual" no significa hablar de religión, sino de
"interioridad", "profundidad", de "conciencia
transpersonal, transmental o transegoica", de "no-dualidad".
Significa experimentar que somos más que nuestros pensamientos y emociones y
que, cuando accedemos a esa dimensión, todo es percibido de un modo
radicalmente nuevo.
Cualquiera que entra por ese camino
puede comprobar por sí mismo cómo la llamada "inteligencia
espiritual" potencia capacidades como la serenidad, la observación
desapegada de lo que ocurre, la ecuanimidad, la libertad interior, la
compasión...
De hecho, en aquellos centros
educativos en los que se ha empezado a trabajar la "educación de la
interioridad", hasta los profesores más escépticos han terminado reconociendo
que, tanto la vivencia personal de los muchachos como las relaciones entre
ellos, se han enriquecido notablemente. Y que, para sorpresa de muchos,
terminan siendo los propios alumnos quienes reclaman la práctica de la
meditación, como modo de acallar la mente y aprender a vivir en el presente.
Educación de la interioridad
Como decía al inicio, el interés de
los educadores por esta cuestión es cada vez más claro. Y, paralelamente, son
más los colegios que se hallan embarcados en esta tarea, como una inquietud que
se contagia. Genéricamente, se suele hablar de "Educación de la
interioridad", debido a que, para muchos de nuestros contemporáneos, la
palabra "espiritualidad" viene cargada de connotaciones negativas.
Porque se asocia a algo anacrónico, obsoleto, doctrinario, confesional... Sin
embargo, al mismo tiempo, se está empezando a revalorizar aquello a lo que la
espiritualidad genuina se refiere: la dimensión profunda, sin la que todo lo
humano se empobrece, abriéndose camino el vacío existencial.
Debido precisamente a esta nueva
consciencia que está emergiendo, y superados los arcaicos y reductores
prejuicios materialistas de donde veníamos, son cada vez más las personas que
están "saliendo del armario espiritual". Quizás nos estamos haciendo
más conscientes de que el olvido de esa dimensión profunda conduce a una
"anemia espiritual" insoportable (Mónica Cavallé), cuya consecuencia
es la egocentración y el vacío.
Por el contrario, el trabajo con los
niños en este campo, puede realizar un gran sueño: que, traspasando el
reduccionismo del "mundo chato" (Ken Wilber), que ha caracterizado a
gran parte de nuestra cultura –anclada en una visión obsoleta de la realidad,
que depende del modelo materialista de la física clásica, hoy ya superado-,
seamos capaces de acompañar a los niños en el encuentro con su interioridad.
Para que, a la vez que construyen y
afirman su identidad psicológica (el "yo"), aprendan que son
infinitamente más que él y, gracias a la práctica de la atención, sean capaces
de vivir en el presente y de reconocer su Identidad más profunda, aquella
identidad "compartida", en la que experimentamos, simultáneamente, la
Plenitud de ser y la Unidad con todos y con todo.
Conclusión
El sueño es que, en el siglo XXI, se
reconozca la dimensión espiritual (transpersonal) de la vida humana, con todo
lo que ello implica a todos los niveles. Porque negar o no tener en cuenta la
dimensión espiritual es reducir al ser humano, olvidando precisamente aquello
que lo constituye en su verdad última. El cultivo de la auténtica
espiritualidad no es una huida del mundo real; no es tampoco la adhesión a una
confesión religiosa, a unas creencias o dogmas.
Es la práctica que conduce nada menos
que a experimentar y vivir lo que realmente somos. Por eso, solo esta
experiencia nos garantiza encontrar "nuestra casa", hallarnos a
nosotros mismos en aquel "lugar", donde hacemos la experiencia de
Unidad con todos y con todo, donde "todo está bien".
Únicamente ahí nos encontramos -más
allá de nuestro "pequeño yo"- con nuestro verdadero Ser. Y eso lo
cambia todo... ¿Cómo privar a los niños del descubrimiento y vivencia de esta
dimensión (interior, profunda, espiritual, transpersonal...) en la que, frente
al vacío nihilista, propio del yo, se juega la plenitud de la vida?
Enrique Martínez Lozano es teólogo y
escritor, María Dolores Prieto Santana es Educadora y Antropóloga, ambos
colaboradores de la Cátedra CTR.
Fuente: Tendencias 21
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