CUANDO SE CORREN LOS VELOS



En estos días tuvimos que cambiar nuestras ajetreadas rutinas por otras más sencillas y comenzamos a mirar al mundo con ojos nuevos. ¿Qué podemos aprender del estado de simpleza que esta etapa nos regala?
Amigas que nunca cocinaron intercambian fascinadas recetas de pan. Amigos ultra-citadinos que nunca pisaron su balcón se asoman por las noches a cruzar miradas con la luna. Vecinos que andaban por la vida casi sin respirar practican saludos al sol.

Los pelos crecen. Los jeans ceden su lugar a joggings, calzas, pantalones de pijama. Los zapatos se vuelven una prenda opcional. El espejo pierde su uso; apenas nos peinamos al vernos en las pantallas.

En los cuartos y en los comedores conviven las reuniones de trabajo con los juegos de mesa, los bloques en el piso, el baile, la meditación, las clases de dibujo.

Para muchos, reaparecen duelos olvidados, penas que creíamos superadas, deseos de enmendar heridas de antaño. Florecen las vulnerabilidades como retoños; tiernos, vacilantes, pujando por salir.

Los regalos de la cuarentena son mixtos y agridulces, pero hay uno que es puro asombro. En este parate obligado, donde los roles y las identidades perdieron de golpe toda vigencia, empiezan a crecer, de raíz, intereses e impulsos más primarios y ancestrales. Bailar, cantar, amasar, dormir, descansar, habitar nuestros cuerpos y emociones más generosamente. Extrañarnos unos a otros; veremos las caras en la pantalla, pero añoramos las voces, los besos y los abrazos, las inflexiones únicas de un encuentro en el que nos oímos respirar.

En la convivencia intensiva, los vínculos se resignifican. Donde hubo un trabajo previo, una inversión mutua en afectos y complicidades, el tiempo compartido es un festín. Donde el vacío o la discordia se agazapaba en los rincones, la ausencia de distracciones fuerza una definición.

Desde el encierro, la naturaleza vuelve a ser una necesidad vital. Ver llover, sacar un brazo afuera y sentir la tibieza del sol, percibir una ráfaga de viento y querer remontarla, cual barrilete. Sentir el extraño deseo de salir a abrazar al mundo, ahí donde sigue latiendo, entre soles y lunas, erguido como un roble, etéreo como una nube, breve como un colibrí. Sin nosotros, pero en perfecta compañía de sí mismo.

¿Qué son estos impulsos que amanecen de golpe? ¿Será osado pensar que es nuestra verdadera naturaleza la que asoma, al fin? ¿La naturaleza interior, que es mero espejo de la exterior?

Dice el herbalista Stephen Harrod Buhner, en relación a comer plantas silvestres: “Si comemos de lo salvaje, empieza a trabajar en nuestro interior, alterándonos, cambiándonos. Pronto, si comemos demasiado, ya no entraremos en los trajes que han diseñado para nosotros. Nuestro pelo comenzará a crecer y a verse raído. Nuestra forma de caminar, y la forma en que acomodamos nuestro cuerpo cambiará. Un destello salvaje comenzará a brillar en nuestros ojos. Nuestras palabras empezarán a sonar raras, no lineales, emotivas. Poco prácticas. Poéticas.”

Hoy casi no gastamos, ni hacemos salidas ni programas superfluos; nuestras vidas se encauzaron de pronto en senderos más sencillos. Quizás no comamos lo silvestre, pero ingerimos, para muchos por vez primera, grandes cuotas de quietud, silencio y soledad. Aun para los que pasamos la cuarentena acompañados, el aislamiento de nuestras rutinas y obligaciones usuales permite que afloren emociones olvidadas, anhelos desconocidos, posibilidades insospechadas.

Imposible decir qué quedará de todo esto. ¿Prenderá lo silvestre en nuestras vidas como gajo trasplantado? ¿Haremos lugar para silencios a solas, con otros, en buenas compañías? ¿Nos acordaremos más seguido de mirarnos a los ojos? ¿Pasaremos más tiempo con las nubes? ¿Cumpliremos la promesa de bailar más y mirar menos cómo lo hacen otros? ¿Plantaremos en buena tierra los nuevos ritos? Respirar hondo el aire de la mañana, priorizar lo esencial (los vínculos, y ese pedacito de uno que cada cual vino a ofrendar); imaginar nuevas y mejores formas de amar. ¿Cómo saberlo?

En este momento, por mi ventana, las hojas de los álamos aplauden en el viento. Quiera que tengan razón.

Fabiana Fondevilla
Fuente: Sophia Online




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