Tenemos la ilusión de
que apurándonos ganaremos tiempo. Tiempo que, nos dicen, no debemos
"perder". Eso nos lleva a desconectarnos de nosotros mismos y de
nuestro entorno. Por eso, Sergio Sinay nos propone formarnos en el magnífico
arte de estar quietos, para dejar atrás la urgencia, la insatisfacción y la
ansiedad.
En 1995, a los 61 años,
el extraordinario cantante, músico y poeta canadiense Leonard Cohen, se internó
en un monasterio zen en Los Ángeles, California, para vivir allí el tramo final
de su vida. Cohen murió en 2016 y su existencia atravesó variadas vicisitudes y
altibajos emocionales, durante los cuales nunca dejó de explorar respuestas a
las cuestiones trascendentes de la vida. El amor, el tiempo, la muerte, el
sentido. Los grandes misterios, como los llama en su canción The Tower of
Songs.
En ese monasterio lo
encontró el periodista y ensayista Pico Iyer, que trabajaba entonces en un
libro titulado El arte de la quietud. Iyer era un hiperactivo al que la
escritura de su propio libro le ayudaría a transformarse en alguien paciente y
contemplativo. El título del ensayo le fue inspirado por Cohen, que llevaba en
aquella época una vida minimalista y practicaba lo que denominó precisamente
como “el arte de estar quieto”. Vivía en silencio, participaba en las tareas
cotidianas del monasterio (como cocinar, lavar, cortar el pasto, cuidar la
huerta) y dedicaba buena parte del día a caminar lentamente, sentarse, meditar.
Es decir, a experimentar el fluir del tiempo, a disolverse en él como las gotas
de lluvia se disuelven en el agua de un arroyo.
El arte de estar quieto
consiste sencillamente en despejar la mente y acallar las emociones. En
encontrar la calma que nos es secuestrada día a día por las urgencias y la
velocidad de un modo de vida que exige cada vez mayor velocidad, impone mayores
urgencias y nos empuja a correr, aunque no sepamos hacia dónde ni para qué.
Dejar el apuro atrás
El periodista y
escritor también canadiense Carl Honoré, autor de Elogio de la lentitud, es
terminante: “La velocidad es una manera de no enfrentarse a lo que le pasa a tu
cuerpo y a tu mente, de evitar las preguntas importantes. Viajamos
constantemente por el carril rápido, cargados de emociones, de adrenalina, de
estímulos, y eso hace que no tengamos nunca el tiempo y la tranquilidad que
necesitamos para reflexionar y preguntarnos qué es lo realmente importante.
Creo que vivir deprisa no es vivir, es sobrevivir”.
El arte de estar quieto
es una propuesta anacrónica y hasta subversiva en plena era de la aceleración,
la fugacidad, la ansiedad y lo instantáneo. Nos angustia la sensación de que el
tiempo no alcanza, de que jamás llegaremos a hacer todo lo que deseamos o lo
que se nos exige. Y en tanto el deseo y la exigencia son insaciables por
naturaleza, parecemos condenados a más urgencia, más velocidad, más ansiedad,
más insatisfacción.
El fenómeno se acentúa
cuando confundimos deseo con necesidad. Podemos tener miles de deseos sucesiva
y simultáneamente, pero las necesidades son pocas y esenciales. Primero, las de
supervivencia (alimento, agua, techo, abrigo), luego las sociales (relación con
otros, pertenencia), las afectivas (amor, amistad) y finalmente la necesidad de
realización, de poder manifestar nuestras potencialidades y ponerlas en el
mundo. Esta es la clásica pirámide de las necesidades humanas descrita por el
psicoterapeuta humanista Abraham Maslow en los años 50.
Una necesidad no
atendida genera inquietud, desasosiego, angustia. Y una necesidad atendida
provee calma, equilibrio, discernimiento. A menudo las necesidades que no son
de supervivencia, es decir laspsíquicas, afectivas, emocionales y espirituales,
quedan postergadas por la tiranía de los deseos. Saciar un deseo nos calma por
unos pocos segundos, hasta que aparece el próximo, porque la función del deseo
es desear, de modo que nunca se sosiega. Y su imperiosidad nos roba tiempo, nos
acelera y nos aliena.
La exigencia, a su vez,
no da tiempo, demanda resultados y generalmente los reclama para ayer.
Donde reina la
exigencia no importan los procesos, los caminos que tomaremos para viajar, la
calidad del viaje, las alternativas del trayecto, las particularidades del
paisaje. Solo importa llegar. Y pronto. Otra vez a correr, nuevamente en el
carril rápido. Como señala el sociólogo alemán Hartmut Rosa en su ensayo
Alienación y aceleración, nos encontramos con la paradoja de que a mayor
velocidad contamos con menos tiempo.
Tiempo de parar
Los adelantos
tecnológicos que nos prometían liberarnos de tareas que nos llevarían mucho
tiempo cumplieron la promesa, pero solo para empujarnos a correr detrás de
nuevas imposiciones de la misma tecnología. Si escribir una carta nos llevaba
media hora y esperar la respuesta tomaba una semana, hoy en esa media hora
recibimos una docena de mails que “debemos” (¿debemos?) responder de inmediato,
mientras tratamos de ocuparnos de varias otras “urgencias” en simultáneo. El
fin del mundo no acontecía durante aquella media hora en que escribíamos la
carta ni durante la semana que tardaba la respuesta, pero hoy pareciera que
ocurrirá el apocalipsis si no respondemos (o no nos responden) en segundos un
mail o un mensaje de Whatsapp. Así, corremos a una velocidad creciente por la
superficie de la vida. Nuestros pies, a medida que aceleramos, apenas la tocan.
“Mientras aumenta
nuestra velocidad varias veces al año, hemos perdido nuestros domingos,
nuestros fines de semana, nuestros días y momentos sagrados”, escribe Pico Iyer
en el libro que le fue inspirado por Leonard Cohen. Quien corre todo el tiempo
no puede ver lo que hay a sus lados, no puede apreciar los escenarios que
atraviesa, cosa que, en cambio, sí le es posible a quien camina.
Es la diferencia que
hay entre la velocidad y la lentitud.
La velocidad y el apuro
no llevan a ganar tiempo, porque, contra lo que se cree, el tiempo ni se gana
ni se pierde. Es. A cualquier velocidad el día tiene 24 horas y no existe
tecnología que pueda modificar esto. De modo que la vida nos plantea una
pregunta: ¿cómo vas a transitar ese tiempo que es uno y único? Y también nos
recomienda que abandonemos la idea de “ahorrarlo”. ¿Para qué lo ahorramos?
¿Solo para gastarlo en nuevas urgencias?
Permitirse la pausa, la
lentitud, la observación es algo posible sin necesidad de internarse en un
monasterio. Como bien explica Iyer, ejercer el arte de la quietud no consiste
en darle la espalda al mundo y olvidarse del mismo, sino en alejarse hasta una
distancia conveniente como para poder contemplarlo con mayor claridad,
comprenderlo y amarlo. La calma y la quietud son como la distancia necesaria
para apreciar los detalles y la belleza de una obra de arte. Esa obra es, en
este caso, la vida y, dentro de ella, nuestra vida. El escritor francés Charles
Perrault, que vivió en el siglo XVII y fue autor de relatos clásicos, como La
bella durmiente, La cenicienta y Barba Azul, decía: “Esperar no agrada, pero el
que más se apresura no es el que más trecho avanza, pues para hacer ciertas
cosas se requiere tiempo y calma”.
Es célebre la paradoja del filósofo
griego Zenón de Elea, según la cual Aquiles, el más veloz de los humanos, nunca
podría alcanzar a una tortuga si, en una carrera, le daba 100 metros de
ventaja. Esto debido a que cada vez que Aquiles llegara al punto en que estaba
la tortuga esta se habría movido hacia adelante, y así sucesivamente. La
velocidad y el propio tiempo son ilusiones, creía Zenón. Para reflexionar sobre
esto y sobre tantas cosas, se necesita calma y lentitud. Bienvenidas sean.
Fuente: Sergio Sinay – Revista Sophia
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