LAS CINCO INVITACIONES. INTRODUCCIÓN: EL PODER TRANSFORMADOR DE LA MUERTE









LAS CINCO INVITACIONES. INTRODUCCIÓN: EL PODER TRANSFORMADOR DE LA MUERTE

EL PODER TRANSFORMADOR DE LA MUERTE

El amor y la muerte son los grandes dones que se nos entregan; la mayoría de las veces, los transmitimos sin abrirlos.
R.M. RILKE

 La vida y la muerte forman un solo paquete. No es posible separarlos.
En el Zen japonés, el término shoji se traduce como “nacimiento-muerte”. No existe separación entre la vida y la muerte, salvo un pequeño guion, una delgada línea que conecta a ambos.
No podemos estar verdaderamente vivos sin mantener una conciencia de la muerte.
La muerte no nos espera al final de un largo camino. La muerte nos acompaña siempre, en la misma médula de cada momento que pasa. Ella es la maestra secreta que está oculta a la vista de todos. Ella nos ayuda a descubrir lo que más importa. Y lo bueno es que no tenemos que esperar hasta el final de nuestra vida para hacer realidad la sabiduría que la muerte tiene que ofrecernos.
A lo largo de los últimos treinta años he estado sentado al borde del abismo de la muerte junto con unos cuantos miles de personas. Algunos llegaron a la muerte llenos de desilusión. Otros alcanzaron la plenitud y atravesaron esa puerta rebosantes de asombro. La diferencia consistía en la disposición a vivir gradualmente adentrándose en los aspectos más profundos de lo que significa ser humano.
Imaginar que en el momento de nuestro fallecimiento dispondremos de la fuerza física, la estabilidad emocional y la claridad mental para realizar el trabajo de toda una vida es una apuesta ridícula. El libro es una invitación   a sentarse con la muerte, tomarse un té con ella, dejar que nos guíe para llevar una vida con más significado y amor.
Reflexionar sobre la muerte puede tener una repercusión profunda y positiva no sólo sobre la forma en la que vayamos a morir, sino también sobre cómo vivamos. A la luz de la muerte, es fácil distinguir entre las tendencias que nos dirigen hacia la integridad y las que nos inclinan hacia la separación y el sufrimiento. La palabra integridad (wholeness en inglés) está relacionada con los términos “santo” y “salud” (también en inglés), pero no constituye una unidad vaga y homogénea. Se expresa mejor como interconexión. Cada célula de nuestros cuerpos forma parte de un todo orgánico e interdependiente que debe funcionar en armonía a fin de mantener una buena salud. De modo semejante, todos y todo existen en una constante interacción de relaciones que resuena a través de todo el sistema, afectando a todas las demás partes. Cuando emprendemos una acción que ignora esta básica verdad, sufrimos y creamos sufrimiento. Cuando vivimos siendo conscientes de ella, apoyamos la totalidad de la vida y somos apoyados por ella.
Nuestros hábitos vitales tienen un poderoso impulso que nos lanza hacia el momento de nuestra muerte. Surge la pregunta evidente: ¿Qué hábitos queremos crear? Nuestros pensamientos no son inocuos. Los pensamientos se manifiestan como acciones que, a su vez, se desarrollan en hábitos, y, al cabo, nuestros hábitos fraguan en carácter. Nuestra relación inconsciente con los pensamientos puede dar forma a nuestras percepciones, provocar reacciones y predeterminar nuestra relación con los acontecimientos de nuestra vida. Podemos superar la inercia de estos patrones haciéndonos conscientes de nuestras opiniones y de nuestras creencias y lográndolo, realizamos una opción consciente de poner en duda esas tendencias habituales. Las opiniones y los hábitos rígidos silencian nuestras mentes y nos inclinan a vivir la vida en piloto automático. Las preguntas abren nuestras mentes y expresan el dinamismo implícito en la condición humana. Una buena pregunta tiene corazón, porque surge de un profundo amor a descubrir lo que es verdad. Nunca sabremos quiénes somos ni por qué estamos aquí si no nos planteamos preguntas incómodas.
Sin un recordatorio de la muerte, tendemos a no valorar la vida perdiéndonos a menudo en inacabables búsquedas de autosatisfacción. Cuando mantenemos la muerte al alcance de la mano, ella nos recuerda que no nos amarremos demasiado fuerte a la vida. Quizá que nos tomemos a nosotros mismos y a nuestras ideas un poco menos en serio. Que nos dejemos llevar un poco más fácilmente. Cuando reconocemos que la muerte nos llega a todos, comprendemos que todos estamos juntos en el mismo barco. Esto nos ayuda a ser un poco más amables y mejores los unos con los otros.
Podemos aprovechar la consciencia de la muerte para percatarnos del hecho de que estamos vivos, para fomentar la exploración de nosotros mismos, para aclarar nuestros valores, para hallar significado y generar acciones positivas. Es la transitoriedad de la vida lo que nos brinda la perspectiva. Cuando entramos en contacto con la naturaleza precaria de la vida, también llegamos a reconocer lo que tiene de valioso. Y entonces, no queremos desaprovechar ni un minuto. Queremos implicarnos de lleno en nuestras vidas y utilizarlas de modo responsable. La muerte es un buen acompañante en ese camino que lleva a vivir bien y a morir sin lamentarlo.
El conocimiento de la muerte tiene relevancia no sólo para los que están muriendo y para quienes cuidan de ellos. También puede ayudarnos a lidiar con la pérdida, o con una situación en la que nos sintamos atrapados por la estrechez de miras o nos sintamos sin control, independientemente de que estemos pasando por una separación o un divorcio, sobrellevando una enfermedad o un despido, la demolición de un sueño, un accidente de coche o incluso una discusión con un niño o un colega.
Poco después de que el famoso psicólogo Abraham Maslow hubiera sufrido un ataque al corazón casi mortal, escribió en una carta: “El enfrentamiento con la muerte –y su aplazamiento– hace que todo parezca tan precioso, tan sagrado, tan hermoso que siento con más fuerza que nunca el impulso de amarlo, de abrazarlo y de dejar que me abrume. Mi río nunca ha tenido un aspecto tan bello. . . La muerte, y su posibilidad siempre presente, nos hace amar apasionadamente”.
No soy un romántico de la muerte. Es un trabajo duro. Quizá el más exigente que jamás realicemos en esta vida. No siempre sale bien. Puede ser triste, cruel, caótica, bella y misteriosa. En la mayoría de los casos es normal. Todos pasamos por ella.

Ninguno de nosotros sale vivo de aquí.
Como acompañante de personas moribundas, profesor de cuidados compasivos y cofundador del Zen Hospice Project, la mayoría de las personas con las que he trabajado eran personas corrientes. Individuos que se enfrentaban cara a cara con lo que ellos imaginaron que era imposible o insoportable, que caminaban hacia sus propias muertes o que cuidaban de alguien al que amaban y que ahora estaba muriéndose. Pero la mayoría hallaron dentro de sí y de la experiencia de morir los recursos, la claridad, la fortaleza, el valor y la compasión para enfrentarse a lo imposible de formas extraordinarias.
Algunas de las personas con las que trabajé vivían en condiciones espantosas: en hoteles infestados de ratas o en bancos del parque de detrás del ayuntamiento. Eran alcohólicos, prostitutas y personas sin hogar que sobrevivían con dificultad en los límites de la sociedad. A menudo tenían cara de resignación o estaban enfurecidos por su pérdida de control. Muchos habían perdido toda confianza en la condición humana.
Algunos provenían de culturas que yo no conocía y hablaban idiomas que yo no podía comprender. Algunos tenían una fe profunda que los llevó a superar tiempos difíciles, mientras que otros habían abjurado de toda religión. Nguyen tenía miedo de los fantasmas. Isaiah era reconfortado por “visitas” de su difunta madre. Había un padre hemofílico que había contraído el SIDA mediante una transfusión de sangre. Años antes de su enfermedad, había repudiado a su hijo homosexual. Pero al final de la vida, padre e hijo estaban los dos muriendo de SIDA, tendidos uno al lado del otro en camas gemelas de una habitación compartida, bajo el cuidado de Agnes, la esposa del padre y madre del hijo.
Muchas de las personas con las que trabajé murieron a los veinte y pocos años, cuando sus vidas apenas habían comenzado. Pero también había una mujer a la que yo atendía, de nombre Elizabeth, que, a sus noventa y tres años, preguntaba: “¿Por qué me ha llegado la muerte tan pronto?” Algunos tenían la mente muy clara, mientras que otros no podían recordar sus nombres. Algunos estaban rodeados del amor de familiares y amigos. Otros se hallaban completamente solos. A Alex, privado del apoyo de ningún ser querido, su demencia provocada por el SIDA le confundió tanto que una noche salió a la escalera de incendios y murió congelado.
Atendimos a policías y bomberos que habían salvado numerosas vidas, a enfermeras que habían cuidado del dolor y de la dificultad de respirar de otros, a doctores que habían certificado la muerte de pacientes por las mismas enfermedades que ahora estaban asolando sus propios cuerpos. A personas con poder político, a quienes habían hecho fortuna y a los que tenían buenos seguros de salud. Y a refugiados cuyos bienes eran poco más que las camisas que cubrían sus espaldas. Morían de SIDA, cáncer, enfermedades pulmonares, insuficiencia renal y Alzheimer.
Para algunos, morir fue un enorme regalo. Se reconciliaron con familias a las que habían perdido hacía mucho tiempo, expresaron libremente su amor y su perdón, o hallaron la amabilidad y la aceptación que habían estado buscando durante todas sus vidas. Otros, sin embargo, se giraron hacia la pared en retirada, víctimas de la desesperanza, y nunca regresaron.

Todos ellos fueron mis maestros.
Estas personas me invitaron a participar de sus momentos más vulnerables e hicieron posible que yo me aproximara y me relacionara personalmente con la muerte. Haciéndolo, me enseñaron a vivir.
Nadie que esté vivo entiende verdaderamente la muerte. Pero como me dijo en una ocasión una mujer próxima a su muerte: “Yo veo las señales de salida con más claridad que usted”. En cierto modo, nada puede prepararnos para la muerte. Pero todo cuanto hayamos hecho en nuestra vida, todo cuanto nos hayan hecho, y lo que hayamos aprendido de todo ello, puede ayudar.
En un hermoso relato breve, el premio Nobel Rabindranath Tagore describe los senderos que serpentean entre las aldeas de la India. Dando saltos, guiados por su imaginación o por un serpenteante arroyo, desviándose hacia un bello panorama o rodeando una afilada roca, niños descalzos tejían senderos en zigzag a través del campo. Al hacerse mayores, consiguieron sandalias y comenzaron a transportar pesadas cargas, los caminos se hicieron estrechos, rectos y tenían una finalidad.
Yo anduve descalzo durante años. No seguí una senda lineal en este trabajo; serpenteé. Fue un viaje de descubrimiento ininterrumpido. Yo tenía poca formación y ningún título salvo un certificado de salvavidas de la Cruz Roja que a estas alturas ya habrá caducado. Yo seguí el método Braille, tanteando mi camino. Manteniéndome cerca de mi intuición, confiando en que escuchar es la forma más poderosa de conectar, sacando a un primer plano el refugio del silencio y dejando que mi corazón se abriera. Así fue como encontré lo que realmente ayuda.
La muerte y yo hemos sido compañeros durante mucho tiempo. Mi madre falleció siendo yo un adolescente y mi padre sólo unos pocos años más tarde. Pero años antes de que tuvieran lugar sus muertes, yo ya los había perdido. Los dos eran alcohólicos, por lo que mi infancia se caracterizó por años de caos, abandono, violencia, lealtad equivocada, culpa y vergüenza. Me hice experto en andar sobre arenas movedizas, siendo el confidente de mi madre, hallando botellas de licor ocultas, peleando con mi padre, guardando secretos y haciéndome mayor demasiado rápido. Así que, en cierto modo, sus muertes me supusieron un alivio. Mi sufrimiento era una espada de doble filo. Yo crecí sintiéndome avergonzado, asustado, solitario e incapaz de hacerme querer. Pero ese mismo sufrimiento me ayudó a relacionarme de forma sensible con el dolor de otros, y eso se convirtió en parte de mi vocación de aproximarme a situaciones que muchos otros tienden a evitar.
La práctica budista, con su énfasis en la transitoriedad, en la aparición y la desaparición instantáneas de cada experiencia concebible, fue una influencia temprana e importante para mí. Enfrentarse a la muerte se considera fundamental en la tradición budista. Puede hacer que maduren la sabiduría y la compasión, y fortalece nuestro compromiso con el despertar. La muerte se contempla como la fase final del crecimiento. Nuestras prácticas diarias de conciencia y compasión cultivan las saludables cualidades mentales, emocionales y físicas que nos preparan para enfrentarnos a lo inevitable. Mediante la aplicación de estos hábiles medios yo aprendí a no quedar incapacitado por el sufrimiento de mi vida anterior, sino más bien a permitir que formara en mi interior la base sobre la que descansa mi compasión.
Cuando mi hijo Gabe estaba a punto de nacer, yo quería comprender cómo traer su alma al mundo. Así que me inscribí en un taller con Elisabeth Kübler-Ross, la renombrada psiquiatra suiza, más conocida por su innovador trabajo sobre la muerte y los moribundos. Ella ha ayudado a muchos a abandonar esta vida; yo contaba con que ella podría enseñarme a invitar a mi hijo a adentrarse en la suya.
Elisabeth se sintió fascinada con la idea y me tomó bajo su protección. Me invitó a asistir a más programas a lo largo de los años, aunque no me facilitó mucha instrucción. Yo me sentaba en silencio al fondo de la sala y aprendía contemplando la forma en la que ella trabajaba con personas que se enfrentaban a la muerte o que sufrían trágicas pérdidas. Sin duda esto dio forma al modo en el que más adelante acompañé a las personas en el centro para enfermos terminales. Elisabeth era hábil, intuitiva y a menudo dogmática, pero sobre todo, demostró cómo amar a quienes ella atendía, sin reservas ni apego. En ocasiones, la angustia que dominaba la sala era tan aplastante que yo meditaba a fin de calmarme o realizaba prácticas sobre la compasión, imaginando que yo podría transformar el dolor que estaba presenciando.
Una noche lluviosa, después de un día especialmente difícil, me sentía tan agitado al volver a mi habitación que me caí de rodillas en un charco de barro y rompí a llorar. Mis intentos de eliminar el dolor de los participantes no eran más que una estrategia de autodefensa, un modo de tratar de protegerme del sufrir.
Justo entonces llegó Elisabeth y me levantó. Me llevó de vuelta a su habitación para tomar un café y fumar un cigarrillo. “Tienes que abrirte y dejar que el dolor se mueva a través de ti”, dijo Elisabeth. “No es para que te lo quedes”. Sin esta lección, no creo que pudiera haber permanecido en presencia del sufrimiento que presenciaría en las siguientes décadas, de una manera sana.
Stephen Levine, poeta y maestro budista, fue otra de las figuras influyentes en mi vida. Fue mi principal maestro y gran amigo durante treinta años. Era un rebelde compasivo además de un guía intuitivo y auténtico que fue capaz de abrazar diversas tradiciones evitando hábilmente el dogma de cualquier enfoque concreto. Stephen y su mujer, Ondrea, fueron verdaderos pioneros liderando una amorosa revolución en la forma de cuidar a aquellos que están en el proceso de morir. Gran parte de lo que creamos en el Zen Hospice Project ha sido una expresión de sus enseñanzas.
Stephen me enseñó que era posible asumir el sufrimiento de mi vida, utilizarlo como agua de molino y transformarlo alquímicamente en combustible para el servicio desinteresado, y todo ello sin darle demasiada importancia. Al principio, su ejemplo me sirvió como inspiración para mi trabajo y muchas veces para mi comportamiento, tal y como suelen hacer los estudiantes devotos. Era una persona muy amable, y con gran generosidad me prestó su voz hasta que fui capaz de encontrar la mía propia.
¿Cómo llegamos a estar allí donde nos encontramos a nosotros mismos? La vida acumula y nos expone a diversas oportunidades de aprendizaje, y si somos afortunados, prestamos atención.
Mientras viajaba por México y Guatemala, con poco más de treinta años, fui voluntario para trabajar con refugiados centroamericanos que habían sufrido tremendas dificultades, y fui testigo de muertes horribles. De vuelta en San Francisco en los años 80, la crisis del SIDA empezó a afectar seriamente. Casi treinta mil residentes locales se vieron afectados. Yo trabajé en primera línea como asistente de salud a domicilio y cuidé a muchos amigos, demasiados, que murieron a causa de este virus devastador.
Pronto quedó muy claro que mi respuesta como individuo no era suficiente. Por ello, en 1987, trabajando con mi querida amiga Martha de Barros y unos cuantos más comenzamos en Zen Hospice Project. De hecho, la idea de crear el centro fue de Martha, sin duda una idea brillante. Ella fue la madre que dio a luz al programa a través del patrocinio del San Francisco Zen Center.
El Zen Hospice Project fue el primer centro budista para moribundos de Estados Unidos; una fusión de la perspectiva espiritual y la acción social práctica. Nosotros creíamos que existía una correspondencia natural entre los practicantes del Zen que cultivaban un “corazón que escucha” con la práctica de meditación y aquellos que necesitaban ser escuchados: las personas que estaban en proceso de morir. No teníamos programa alguno y planes, pocos, pero al final formamos a unos mil voluntarios. Aunque las historias que comparto son en su mayoría acerca de mis propios encuentros, nadie en particular creó el Zen Hospice. Lo hicimos todo juntos. Una comunidad de grandes corazones comprometidos con un propósito común respondiendo a una llamada al servicio.
Ciertamente queríamos aprovechar la sabiduría de la tradición Zen de hace 2.500 años, pero no teníamos interés alguno en imponer ningún dogma ni promover una forma de morir estrictamente budista. Mi lema era “encuéntrate con ellos allí donde estén.” Animé a nuestros cuidadores a apoyar a los pacientes para que pudieran descubrir aquello que necesitaban. Casi nunca enseñamos a la gente a meditar, ni tampoco impusimos nuestras ideas acerca de la muerte o del morir. Creíamos que las personas a las que servíamos nos mostrarían cómo necesitaban morir. Creamos un entorno bonito y receptivo en el que los residentes se sentían amados y respaldados, en el que eran libres para explorar quiénes eran y en qué creían.
Aprendí que las actividades de cuidado son en sí mismas bastante ordinarias. Preparas una sopa, frotas una espalda, cambias las sábanas sucias, ayudas con la medicación, escuchas historias vividas en una vida y que ahora están terminando, apareces como una presencia amorosa y tranquilizante. Nada especial. Realmente, solo simple amabilidad humana.
Sin embargo, pronto descubrí que estas actividades del día a día, cuando se asumen como una práctica de consciencia, pueden ayudar a despertarnos de nuestros puntos de vista establecidos y nuestros hábitos de evitación. Ya seamos los que hacemos las camas o los que estamos confinados a ellas, todos tenemos que hacer frente a la naturaleza incierta de esta vida. Nos volvemos conscientes de la verdad fundamental de que todo viene y va: cada pensamiento, cada relación amorosa, cada vida. Vemos que el morir está en la vida de todo. Resistirse a esta verdad lleva al dolor.
Hubo otras experiencias cruciales que moldearon mi forma de hacer frente al sufrimiento y mi comprensión de lo que la muerte nos puede enseñar acerca de la vida. Me uní a otros líderes espirituales y me sumergí profundamente en el sufrimiento humano ayudando a facilitar un retiro único en  Auschwitz-Birkenau. Dirigí grupos de duelo, asesoré a innumerables personas en el curso de enfermedades terminales, guie retiros destinados a personas con enfermedades mortales y organicé muchos servicios conmemorativos; quizá demasiados.
En medio de todo aquello, yo era padre de cuatro niños, y les ayudaba a convertirse en adultos extraordinarios que tienen en la actualidad sus propios hijos. Puedo asegurar que educar a cuatro adolescentes al mismo tiempo era con mucha frecuencia más duro que cuidar a pacientes a punto de morir.
En 2004 fundé el Metta Institute con el fin de promover el cuidado consciente y compasivo de los moribundos.  Reuní a grandes maestros, incluyendo a Ram Dass, Norman Fischer, Rachel Naomi Remen (M.D.) entre otros, con la idea de contar con un personal de categoría internacional. Lo nuestro era un proyecto de legado destinado a recuperar el alma en el cuidado y restaurar una relación con el proceso de morir que afirmara la vida.
Hemos formado a cientos de profesionales del cuidado de la salud además de crear una red de apoyo nacional de médicos, educadores y abogados para aquellos que se enfrentan a enfermedades que ponen en riesgo la vida.
Por último, hace varios años me enfrenté a mi propia crisis personal de salud: un ataque al corazón que me puso cara a cara con la mortalidad. La experiencia me mostró lo diferente que es la perspectiva desde el otro lado de las sábanas. Me hizo incluso más empático ante las luchas a las que se enfrentan mis estudiantes, clientes, amigos y miembros de mi familia, de las que he sido testigo.
Por lo tanto, muchas veces en la vida nos movemos más allá de lo que imaginamos que seríamos capaces y el hecho de atravesar ese límite nos impulsa hacia la transformación. Alguien dijo una vez que “la muerte no viene a ti sino a otra persona a la que los dioses preparan.” A mí me parece cierto este sentimiento. La persona que soy hoy, que está viviendo esta historia, no es exactamente la misma persona que aquella que morirá. La vida y la muerte me van a cambiar. Seré diferente en algunos aspectos fundamentales. Para que algo nuevo surja de nosotros, tenemos que estar abiertos al cambio.
Por lo general, como sociedad estamos más abiertos a discutir sobre la muerte de lo que estábamos hace años. Existen más libros sobre el tema; el cuidado a terminales está bien integrado dentro de la escala del cuidado de la salud; tenemos voluntades anticipadas y órdenes de no resucitación. La muerte asistida por un médico es ahora legal en varios Estados y países.
Aun así, la opinión predominante sigue siendo que morir es un suceso médico y que lo máximo que podemos esperar es sacar lo mejor de una mala situación. Yo he sido testigo del dolor de las personas al dirigirse hacia su muerte sintiéndose víctimas de las circunstancias, sufriendo consecuencias negativas por factores que estaban más allá de su control, o lo que es peor, creyendo que ellos eran la única causa de sus problemas. Como resultado de todo esto, demasiadas personas mueren con angustia, culpa y miedo. Podemos hacer algo en este sentido.
Cuando vives una vida iluminada por el hecho de tu muerte, esto orienta tus decisiones. La mayoría de nosotros nos imaginamos muriendo en casa rodeados de aquellos a quienes amamos y aquellos que nos aman, reconfortados por lo familiar. Y aun así, raras veces ocurre de esta forma. Aunque siete de cada diez norteamericanos afirman que preferirían morir en casa, el 70 por ciento de los norteamericanos muere en un hospital, un asilo o similar.
El tópico dice que “morimos como vivimos.” Según mi experiencia, eso no es del todo cierto. Pero ¿cómo sería vivir una vida que nos llevara hacia aquello que la muerte tiene que enseñarnos, en lugar de vivirla simplemente intentando evitar lo inevitable? Podemos aprender mucho acerca de vivir plenamente cuando nos resulta cómodo sentarnos con la muerte.
Supongamos que dejamos de aislar la muerte, separándola de la vida. Imagina cómo sería si considerásemos el proceso de morir como una etapa final de crecimiento que llevara consigo una oportunidad de transformación sin precedentes. ¿Podríamos girarnos hacia la muerte como si fuera un maestro y preguntarle: “entonces, ¿cómo debería vivir?”?
El lenguaje que utilizamos juega un papel importante en nuestra relación con la muerte y los moribundos. No me gusta utilizar la expresión los moribundos. Morirse es una experiencia por la que pasan las personas, pero no es su identidad. Como ocurre con otras generalizaciones, cuando agrupamos a todas las personas que están viviendo una experiencia concreta en un mismo lote, nos perdemos aquello tan único que la experiencia, y cada una de las personas que están pasando por ella, puede ofrecer.
Morirse es inevitable e íntimo. He visto a personas normales que al final de su vida desarrollan unas comprensiones profundas y se involucran en un poderoso proceso de transformación que les ha ayudado a emerger como alguien más grande, más expansivo y mucho más real que ese ser separado que habían supuesto que eran. Esto no es un cuento de hadas con final feliz que contradiga el sufrimiento que hubo antes, sino más bien una trascendencia de la tragedia. El descubrimiento de esta capacidad en muchas personas suele ocurrir en los últimos meses, días o incluso minutos de vida.
“Demasiado tarde,” podrías decir. Y yo podría estar de acuerdo. Sin embargo, el valor no reside en cuánto tiempo han disfrutado de la experiencia, sino en la posibilidad de que una transformación así exista.
Las lecciones de la muerte están disponibles para todos aquellos que escojan ir hacia ella. Yo he visto abrirse el corazón no solo en las personas cercanas a la muerte, sino también en sus cuidadores. Estos han encontrado una profundidad del amor dentro de ellos mismos al que no sabían que podían acceder. Han descubierto una verdad profunda en el universo y la bondad confiable de la humanidad que nunca les ha abandonado, independientemente del sufrimiento al que se hayan tenido que enfrentar.
Si esa posibilidad existe en el momento de morir, existe aquí y ahora.
Es en la exploración de ese potencial en lo que vamos a sumergirnos juntos aquí: la capacidad innata para amar, para confiar, para perdonar y la paz que habita dentro de cada uno de nosotros. Este libro tiene que ver con recordarnos lo que ya sabemos, algo que las grandes religiones intentan ejemplificar pero que de alguna forma se pierde por el camino. La muerte es mucho más que un acontecimiento médico. Es un tiempo de crecimiento, un proceso de transformación. La muerte nos abre a las dimensiones más profundas de nuestra humanidad. La muerte despierta a la presencia, una intimidad con nosotros y con todo lo que está vivo.
Las grandes religiones y tradiciones espirituales tienen innumerables nombres para lo innombrable: el Absoluto, Dios, la naturaleza de Buda, el Ser Verdadero… Todos estos nombres son demasiado pequeños. De hecho, todos los nombres se quedan demasiado pequeños. Son como dedos apuntando a la luna. Yo te invito a que traduzcas los términos que yo utilizo de cualquier forma que te ayude a conectar con aquello que conoces y en lo que más confías en lo más profundo de tu corazón.
Yo voy a emplear el término sencillo Ser para referirme a aquello que es más profundo y más expansivo que nuestras personalidades. En la esencia de todas las enseñanzas espirituales se encuentra la comprensión de que este Ser es nuestra naturaleza más benevolente y fundamental. Nuestro sentido ordinario del ser, nuestra forma habitual de experimentar la vida, es aprendida. El condicionamiento que tiene lugar mientras vamos creciendo y desarrollándonos puede oscurecer nuestra bondad innata.
El Ser tiene determinados atributos, o cualidades esenciales que habitan como potenciales dentro de nosotros. Dichas cualidades nos ayudan a madurar, a volvernos más funcionales y productivos. Completan nuestra humanidad y añaden una riqueza, una belleza y una capacidad a nuestras vidas. Estas cualidades puras incluyen el amor, la compasión, la fortaleza, la paz, la claridad, el contento, la humildad y la ecuanimidad, por nombrar algunas. A través de prácticas como la meditación y la contemplación podemos aquietar nuestras mentes, nuestros corazones y nuestros cuerpos, y como resultado, nuestra capacidad para sentir nuestra experiencia se vuelve más sutil y más penetrante. En esa quietud que descubrimos somos capaces de percibir la presencia de estas cualidades innatas. Estas cualidades son algo más que estados emocionales, aunque al principio podemos sentirlas como emociones. Resultaría más útil pensar en ellas como nuestro sistema de orientación interno, que nos puede llevar a un sentido de bienestar más grande.
Estos aspectos de nuestra naturaleza esencial son tan inseparables del Ser como lo es la humedad del agua. Dicho de otra forma: ya tenemos todo lo que necesitamos para este viaje. Todo existe ya dentro de nosotros. No necesitamos ser alguien especial para acceder a nuestras cualidades innatas y utilizarlas al servicio de una libertad y una transformación más grandes.
La primera vez que escribí las cinco invitaciones fue en el dorso de una servilleta a treinta mil pies sobre Kansas. Estaba viajando para reunirme con otros pensadores críticos en el campus de la Universidad de Princeton, para colaborar en un documental de seis horas sobre los moribundos en Estados Unidos llamado On Our Own Terms. En la sala se encontrarían los expertos en salud más avanzados del país, defensores de la muerte clínicamente asistida, partidarios de los cambios en la política Medicare y un grupo de periodistas de los duros. Nadie iba a desear una retórica budista. Bill Moyers, el productor del documental, me llevó a un lado y me preguntó si podría hablar sobre lo fundamental del acompañamiento a aquellos en proceso de morir.
Cuando me llegó el turno de hablar, saqué la servilleta en la que había garabateado durante el vuelo.

No esperes.
Da la bienvenida a todo, sin rechazar nada.
Aporta todo tu ser a la experiencia.
Encuentra un lugar de descanso en medio de los acontecimientos.
Cultiva una mente que no sabe.
Las cinco invitaciones son mi intento de honrar las lecciones que he aprendido al estar sentado en la cabecera de la cama de muchos pacientes en proceso de morir. Son cinco principios impregnados de amor que se respaldan entre sí. A mí me han servido como orientaciones fiables para hacer frente a la muerte. Y, al final, son orientaciones igualmente importantes para vivir una vida con integridad. Se pueden aplicar igual de acertadamente a aquellas personas que tienen que gestionar todo tipo de transiciones o de crisis; desde mudarse a una nueva ciudad, establecer o abandonar una relación de pareja, o acostumbrarse a vivir sin los hijos en casa.
Pienso en ellas como en cinco prácticas insondables que se pueden explorar y en las que se puede profundizar constantemente. Como teorías tienen poco valor. Para poder entenderse se tienen que vivir y realizar a través de la acción.
Una invitación es una solicitud a participar o a asistir a un evento particular. Este evento es tu vida, y este libro es tu invitación  para que estés plenamente presente en cada uno de los aspectos de ella.


Autor: Frank Ostaseski
  Introducción.  Introducción del libro Five Invitations (Ostaseski, 2017). Traducción Maria José Tobías. 




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