Existen
anemias del alma, lo mismo que existen anemias del cuerpo.
El
alma, o nuestro ser más interno, no puede mantenerse con sólo Los
"alimentos terrestres":
Buena
comida, trabajo seguro, viajes aventureros, relaciones sociales, espectáculos y
otras rutinas.
Cuando
se tienen cubiertas las necesidades mínimas, hay momentos en la vida, en que se
siente la necesidad de detener la carrera, en pos de objetos externos.
Son
los momentos de reflexión, en que necesitamos una cierta dosis de soledad y de
silencio, para volver a nuestro centro. Nos damos cuenta entonces de que el
alma parece haberse volatizado en la periferia de los deseos, los ruidos y las
máscaras sociales.
¿Los
síntomas? Una cierta sensación de vacío, una tristeza que rezuma por todos
nuestros poros, una desazón interna con sabor a honda insatisfacción.
A
veces corresponde a un empacho de las golosinas, con las que se han atiborrado
los sentidos. En ocasiones sentimos entonces, en lo más profundo de nuestras
entrañas, un anhelo de Absoluto, una nostalgia de trascendencia: la necesidad
de tomar definitivamente conciencia de nuestra unidad con la Fuente, con la
Vida y con todo lo que nos rodea. En esos períodos se nos vuelven insípidos los
alimentos terrestres y sentimos otro tipo de hambre: un hambre de responder a
las preguntas de siempre: ¿Quién soy yo?
¿Qué hago aquí? ¿Qué sentido tienen las vueltas y revueltas del camino?
En
otra época, buscábamos gurus o Maestros, pensando que ellos tenían las
respuestas que podían satisfacer nuestro hambre espiritual, pero sólo podían
darnos migajas de sus propias búsquedas y hallazgos. Pero un verdadero Guía no
satisface el hambre con sus respuestas, sino que la aumenta, reenviando a cada
cual a su propio camino.
Para
lograrlo existen sencillas técnicas:
-sentarse
cada día unos minutos a meditar
-caminar
lentamente disfrutando del camino
o
-hacer
un alto, en lo que se está haciendo, cada vez que suene el teléfono.
Se
trata de volver, cada vez que nos demos cuenta, al "aquí y ahora", al
ritmo de cada inspiración y de cada expiración.
El
alma, se alimenta entonces, de estas iluminaciones concretas:
la
iluminación de tomar un té totalmente atento; la iluminación de recibir la
sonrisa de un niño que llena el instante de fulgor; la iluminación de darse
cuenta del gozo de respirar y sentirse vivos...
La
mente se alimenta de pasado y de futuro, de recuerdos y proyectos sin fin; el
alma se alimenta de presentes intensos, de un Aquí y Ahora intemporal e
irrepetible, pero no desprecia Los "aperitivos" para llegar a
ellos: la lectura de un libro
inspirador, una conversación profunda con un amigo, fundirse con la noche estrellada
o perderse en las entrañas de un bosque. En definitiva, aprecia todo lo que
suponga un corte con lo superficial y nos devuelva a las honduras y a la
simplicidad.
El
alma, necesita a veces, una escucha profunda de sí misma, a solas, o con
alguien enfrente, que la oiga de verdad, que comprenda, que acompañe sin juzgar
sin dar consejos, pero con una presencia total. La escucha profunda y callada
de la pareja, de un amigo íntimo o de un profesional que haga de espejo, pueden
ser en algún momento el mejor alimento de un alma desazonada. Con el tiempo,
aprendemos a dejar que el alma se nutra, cuando lo necesita, de esa música que
la eleva, de aquel paisaje que la expande, de la compañía de otras almas
conscientes de su necesidad de alimentos sutiles.
Al
final, llega un momento, en que cualquier acontecimiento del día y todo cuanto
nos rodea, puede alimentar el alma, porque cuerpo y alma, se han fundido en el
abrazo de la re-unión. Una simple manzana, contiene entonces el universo entero
y su aroma y sabor, adquieren la dimensión de lo Real. Los alimentos del alma
están entonces por doquier: basta mirar con los ojos del corazón, tomarlos con
agradecimiento y dejarse transformar en la totalidad que somos, soltando los
límites, con Los que nos hemos tanto tiempo identificado.
Alfonso
Colodrón
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