Tras una ración de malas noticias en
la prensa, pidió un té verde. Mientras contemplaba desde la cristalera los
árboles helados por el frío, se entregó a sus habituales ensoñaciones. Dio un
primer sorbo a la infusión y empezó a diseccionar los elementos que conformaban
su apática existencia.
Cobraba un buen sueldo en la
multinacional y el ambiente era agradable, pero no le seducía hacer lo mismo
toda la vida. Si esperaba cinco o seis años más, sería ya demasiado tarde para
cambiar.
Albergaba las mismas dudas sobre su
novio. Mientras vivían juntos le había parecido el hombre perfecto. Ahora, sin
embargo, aunque hablaban por teléfono cada día, la relación a distancia la
había enfriado. Entre otras cosas, le parecía que él se había acostumbrado
demasiado rápido a estar sin ella.
Si Adriana descubría al final que él
no era la persona adecuada, le resultaría difícil encontrar a otro hombre para
una relación seria, y entre tanto el reloj de la maternidad seguía corriendo…
Cuanto más analizaba su vida, mayor
era su confusión.
Tras el trabajo y el amor, le tocó el
turno al apartamento que tenía alquilado desde hacía seis años. Era la envidia
de sus amigos, pero Adriana ya se había cansado de aquella finca de principios
del siglo XX.
Las habitaciones eran espaciosas y
los techos altos, pero el piso era una fuente constante de contratiempos.
Cuando no aparecía una grieta, había algún problema de cañerías, por no hablar
de lo que costaba calentar aquellos 90 metros cuadrados, demasiados para una
mujer que ahora estaba sola.
Tal vez debería mirar un piso nuevo
de compra, se dijo, ahora que los precios habían caído en picado. Ciertamente,
tenían menos encanto que una finca modernista y estaban en barrios menos
céntricos, pero tenía que pensar en el futuro. De cara a la jubilación, era
prudente conseguir una vivienda propia, aunque fuera modesta.
Una vez hubo puesto patas arriba toda
su existencia, Adriana terminó su té con un suspiro y salió del
establecimiento.
Aquel fin de semana prometía ser
mortal de necesidad, pensó mientras, congelada, se apresuraba a rehacer el
camino a casa. Todos sus amigos habían aprovechado la llegada de la nieve para
salir a esquiar. Como no tenía familiares en la ciudad, pasaría el tiempo libre
leyendo con una manta sobre las rodillas, igual que su abuela.
Frances Miralles
Fuente: Cuerpo Mente
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