Cuando “Dios ha muerto” es fácil
sustituirlo por falsos ídolos
Director de La Academia de la
Consciencia
y del Proyecto de investigación
Consciencia y Sociedad Distópica
La meta del enorme ensayo de
ingeniera social que se ha puesto en marcha utilizando la célebre pandemia es
extraviar las almas. Así de sencillo, así de directo. Esto es lo que sus
promotores necesitan y pretenden: sacar a las almas del camino de la
consciencia, la esencia, la transcendencia y la espiritualidad y guiarlas
borreguilmente hacia el callejón sin salida del materialismo ciego, la
virtualidad inconsistente, la superficialidad indolente, el recelo mutuo, la
desconfianza en la vida y, en definitiva, la inconsciencia.
Sin embargo, lo que un alma hace o
deja de hacer solo “computa” cuando es una elección libre, ya que si se
violenta o fuerza a alguien ese acto carece de consecuencias álmicas. Entonces,
¿cómo acometer el citado extravío? Pues ahí radica el núcleo duro del citado
ensayo de ingeniería social: influir en los comportamientos individuales por
medio del dominio del inconsciente colectivo, aunque la última palabra la tenga
cada cual.
A este respecto, Gilles Deleuze
mostró que, para el control ciudadano, las viejas sociedades manejaban máquinas
simples (técnicas sociológicas y psíquicas de primera generación), pero la
sociedad actual cuenta con poderosas máquinas energéticas que despliegan
métodos disciplinarios muy sofisticados y diversos, desde la vigilancia y el
monitoreo tecnológico a la inducción de conductas a través de la propaganda
subliminal, sin olvidar que, por supuesto, es sumamente importante, la
manipulación del lenguaje y de las palabras, pues interviniendo el lenguaje se
interviene el pensamiento.
Como nos recuerda Juan Manuel de
Prada en su artículo “Todas, todos, todes”, Foucault denominó “microfísica del
poder” a estas formas de dominación de los nuevos ingenieros sociales, que
logran crear una sociedad disciplinar convirtiendo el cerebro de los sometidos
en una cárcel.
Y, en un escenario de esta índole, el
lenguaje es una formidable herramienta para desgarrar el sentido común: no en
balde, cuando se logra que una persona, mientras habla, reprima el sentido
común, su propia mente se ha convertido ya en el carcelero de su pensamiento,
de su vida y, a la postre, del devenir de su alma. Contundentemente lo anunció
George Orwell en su novela “1984” con la “neolengua”.
Valgan dos sencillos botones de
muestra que ha compartido conmigo Lola, mi esposa, al hilo de que sea ya algo
sabido y reconfirmado que los vacunados contagian y se contagian igual que los
no vacunados: siendo así, basta reflexionar un poco para percatarse de que lo
que se está buscando no es la “inmunidad de rebaño” –ni de lejos se ha logrado
después de tanto pinchazo–, sino, simplemente, un “rebaño vacunado” –en esto sí
se ha avanzado enormemente–; y que, por lo mismo, con el pase Covid, clara
antesala de la “marca de la Bestia” vaticinada por el cristianismo, no se está
exigiendo un “certificado de inmunidad” para salvaguardar la salud, sino un
“certificado de vacunación” como medida de castigo y represión contra los que,
en su libre elección, optan por no inocularse.
Por tanto, resulta evidente que esas
nuevas expresiones que se han introducido en el lenguaje de la gente no giran
realmente en torno a la “inmunidad”, sino a la “vacunación”, que es el
objetivo. Sin embargo, la promesa de inmunidad de rebaño y la función del
certificado asociada a esa inmunidad han calado tanto en el inconsciente
colectivo que ni siquiera se ponen en duda por parte de muchos cuando,
paradójicamente, todo empieza a estar a la vista (para quien quiera ver,
claro).
Por ejemplo, cuando cada “ola
pandémica” hace saltar por los aires la “nueva normalidad” anunciada a bombo y
platillo, y de manera reiterativa en las proclamas oficiales y por unos
políticos en los que nadie dice creer, pero que a los que, sumisamente, tantos
otorgan absoluta credibilidad cuando de este asunto se trata.
Cuando las palabras niegan u ocultan
la realidad es siempre para crear una realidad diferente en la que el miedo
gregario suele ser el protagonista principal: ha sucedido ya a lo largo de la
historia y ahora estamos ante su máximo exponente.
Y ese miedo es el instrumento más
peligroso de la biopolítica, pues logra homogenizar las subjetividades –que
pensando todas lo mismo se creen en muy distintas– y aferrar a las personas a
pretendidas tablas de salvación que realmente les conducen sin remisión a su
destrucción física, mental, moral, ética y, lo más grave, álmica.
Pero el miedo es una elección, no una
obligación. Y como Cristo Jesús enseñó con su inefable maestría: por sus obras
los conoceréis y quien quiera salvar su vida, la perderá (Evangelio de Mateo
7:16 y 16:25).
Lo cierto es que nada de esto estaría
ocurriendo si los seres humanos no estuvieran abrumadoramente faltos de una
visión espiritual de la existencia, de la conexión con su divinal esencia (san
Juan de la Cruz dixit) y de una práctica de vida coherente con ella.
Lo que estamos viviendo solo puede
pasar en una humanidad tan extravagante como para, en descripción de Friedrich
Nietzsche, haber matado a Dios, lo que significa el destierro personal y social
de cualquier noción o ideal de transcendencia.
Y cuando “Dios ha muerto”, es fácil
sustituirlo por falsos ídolos, entre los que descuella ahora el becerro de oro
de la pandemia, de las terapias génicas que llaman vacunas y del pensamiento
único y las versiones oficiales que las acompañan. Todo ello convertido en una
especie de nuevo dios ante el que se peca gravemente de blasfemia, con el
consiguiente castigo que ello merece, si se tiene una percepción distinta de
las cosas.
En cambio, cuando se disfruta de la
visión espiritual, la conexión con la esencia y la práctica de vida antes
reseñadas, la consciencia nos va llenando de discernimiento y ya no hay lugar
en nosotros para el miedo, de ningún tipo; ni para la desconfianza, de ningún
tipo; ni para la división, de ningún tipo… Y el tinglado de la manipulación del
inconsciente colectivo se cae por el propio peso de su desfachatez y su
iniquidad.
Emilio Carrillo
Fuente: Tu Mismo
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