Cuando no le queda otro camino, el
anhelo (la vida) se disfraza de crisis, buscando sacarnos de la provisionalidad
en la que nos habíamos instalado como si fuera nuestra meta definitiva.
En efecto, si algo tienen en común
todas las crisis ―cualquiera que sea el aspecto afectado― es el hecho de que el
yo se ve debilitado. Es él quien realmente se siente cuestionado y revuelto
cuando tiene un contratiempo en sus bienes, en su salud, en sus afectos, en sus
proyectos, en su imagen.
Al entrar en crisis, caen las
“certezas” anteriores, se hace presente un oleaje emocional más o menos
intenso, y se producen reacciones que,
en un primer momento, serán un reflejo de la historia psicológica del sujeto.
Poco a poco, si la persona no huye, se empieza a percibir la extrema fragilidad
y vulnerabilidad del propio yo.
“Al debilitar el yo, la crisis nos
permite ver su inconsistencia.”
Se trata de un momento crucial, que
puede decidir el futuro de quien se halla en esa situación. Si la ve como
“oportunidad” y pone los medios adecuados, saldrá de ella fortalecido y, lo que
es más importante, con una consciencia más clara de su propia identidad.
Al debilitar el yo, la crisis nos
permite ver su inconsistencia. Se trata de aprovechar ahora ese impacto, para
tomar distancia de él, y aprender a descansar en la nueva identidad que se
empieza a percibir.
En el momento mismo en que descubro
que no soy la mente, empiezo a ser dueño de ella. Y a partir de ahí, bastará un
toque de atención para no reducirme nunca más a ella ni a sus contenidos (pensamientos,
sentimientos, emociones, reacciones…). Si hasta ese momento era la mente la que
gobernaba mi vida, sin ni siquiera darme cuenta, a partir de los mensajes y
hábitos con los que había crecido, ahora he descubierto y experimentado mi
libertad frente a ella, desde la emergencia de la nueva identidad que se me ha
regalado: Eso que la observa.
“En el momento mismo en que descubro
que no soy la mente, empiezo a ser dueño de ella.”
Indudablemente, la inercia mental
sigue siendo fuerte. Por eso habrá que poner todo el cuidado en no perder ya
esa distancia con respecto a ella, o lo que es lo mismo, aprender a anclarse en
la nueva identidad descubierta, que tiene color de misterio y sabor de
ecuanimidad.
Una vez experimentado, se trata ahora
de un ejercicio constante de adiestramiento para no dejarse encerrar de nuevo
en la identidad egoica, sino salir de ella en cuanto detectamos el encierro. El
objetivo que buscamos no es “sentirnos bien”, sino permanecer en contacto con
quienes realmente somos. Todo lo demás se nos irá dando.
Para la persona que permanece anclada
en su verdadera identidad todo está bien. Permanece ecuánime e inalterable en
toda circunstancia, no por un esfuerzo especial, sino porque se halla en un
“territorio” donde no cabe la alteración.
Desde ese “lugar”, se descubren dos
cosas: que uno solo puede vivirse como “cauce” a través del cual todo fluye ―ya
no existe un yo protagónico―, y que esa
identidad no-dual es “compartida”: nadie ni nada quedan fuera de ella.
Quien ve esto, ha salido del sueño
mental, ha dejado de lado las obsesiones del yo; ha despertado.
Pero, para llegar aquí, normalmente
el yo ha tenido que “debilitarse”, verse frágil y vulnerable. Porque el paso de
un nivel de consciencia al otro ―del mental al transpersonal― es una “muerte”.
De nuevo la paradoja: no podemos nacer a quienes somos sin “morir” a lo que
creíamos ser.
“El objetivo que buscamos no es
“sentirnos bien”, sino permanecer en contacto con quienes realmente somos.”
Como nadie quiere la propia muerte
―ni siquiera, o mucho menos, el yo―, es comprensible que aparezcan numerosas y
poderosas resistencias, algunas de ellas muy rebuscadas: son estratagemas del
yo para no desaparecer.
Por eso, en esta etapa, se necesita
mucha lucidez y fuerte motivación. Para empezar, es importante no olvidar que
se trata de una muerte, la muerte de la identificación con aquello que creíamos
ser: no hay ascesis mayor. Cuando el yo grita por sus “derechos” ―sobre todo
cuando, en medio de la crisis, se siente devaluado, despreciado, utilizado…―,
es necesario saber “acompañarlo”, con amor compasivo, en ese proceso de muerte:
el hecho mismo de favorecer un sentimiento amoroso hacia él hará que la
capacidad de amar se despliegue en nosotros. Desde esa actitud amorosa, hay que
comprender sus gritos, pero sabiendo que no contienen la verdad; con mucho
respeto, pero con firmeza: ese yo que grita y exige… necesita y merece mi
cuídado, pero… no soy yo.
Ser conscientes de ello nos permitirá
mostrarnos pacientes con el proceso y con nosotros mismos, aceptar mejor las
dificultades y resistencias que conlleva, y asumir el dolor y la desesperación
que toda muerte implica.
“No
podemos nacer a quienes somos sin “morir” a lo que creíamos ser.”
Ese es el significado del coránico
“morir antes de morir”: dejar todo aquello (material o inmaterial) a lo que
estás apegado. El desapego siempre cuesta y duele; puede llevar aparejadas,
inicialmente, sensaciones de pérdida, tristeza, apatía…, que serán más o menos
intensas según haya sido la historia psicológica de la persona,
fundamentalmente sus primeras experiencias afectivas. Es bueno saberlo y
aceptar el “duelo” que el desapego suponga.
En ese desapego ―en realidad, siempre
que el yo se ve amenazado en lo que cree que es bueno para él: cuando se ve
frustrado en lo que posee, en lo que ama, en aquello a lo que, quizás sin ser
consciente, estaba aferrado―, aparecerán sensaciones desagradables, cuando no
angustiantes y amargas.
Pues bien, desde el propio yo no hay
salida definitiva. Se podrá trabajar en la reeducación, en el ajuste de sus
propias “creencias irracionales”, como propone la escuela cognitivo-conductual.
Pero la liberación únicamente se produce cuando es posible la desidentificación
del propio yo. Al deshacerse esa identificación ―ha “caído” el yo, queda
Consciencia―, la persona puede decir: ahí está la sensación desagradable, no la
niego ni la reprimo, pero yo no soy ella, la puedo observar y no me afecta en
quien realmente soy.
“El que muere antes de morir, cuando
le llegue la muerte, ya no morirá.”
Dicho de otro modo: la muerte del yo
solo es posible cuando y porque la persona ya se ha desidentificado de él, es
decir, vive en la nueva identidad que lo trasciende. Morimos a lo menos porque
hemos experimentado lo mas.
No se trata, por tanto ―y una vez
más―, de voluntarismo, sino de comprensión, es decir de sabiduría, que nos ha
hecho descubrir y reconocernos en nuestra identidad profunda. Desde ella, el yo
―la mente, como antes el cuerpo― es visto como un “objeto” que tenemos, pero
que no somos. Y la propia muerte es trascendida, porque ―en línea con el hadid
islámico: “muere antes de morir”―, el que muere antes de morir, cuando le
llegue la muerte, ya no morirá.
– Enrique Martínez Lozano | Extracto
del libro: crisis, crecimiento y despertar
Fuente: Ser LibreMente
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