HACIA LA OTRA ORILLA

 


Y de repente, sin saber cómo había llegado, de dónde venía ni hacia dónde se encaminaba, se encontró en un punto del camino que por fín, no era necesario dejar el despertador dentro de una lata, para que hiciera un escándalo parecido a una guerra, y no correr el riesgo de quedarse dormido y llegar tarde a la formación de los lunes por la mañana.

 

Porque en el ejército y el resto de su vida, siempre tuvo que estar alerta para no ser el último, dispuesto a desollarse los pies en los guijarros de los acantilados, a saltar en paracaídas si los demás se apuntaban, aunque el pánico lo tuviera dos noches antes del primer salto, con los ojos como una lechuza y el corazón galopando.

 

En cambio ahora, mirándolo con absoluta franqueza, reconoció enseguida que no era necesario casi nada, porque todo estaba tan cerca, era tan inminente, que sería imposible equivocar el rumbo y, por primera vez en su vida, supo que estaba a salvo, con esa certeza que tienen los náufragos en el momento mismo en que la noche y el mar embravecido, están a punto de tragárselos.

 

Y entonces sin agonías ni estremecimientos, sin ansiedades por un futuro incierto, ni depresiones por las culpas del pasado, expiró en paz, y se fue del cuerpo como quien sale del agua.

 

¡Espera un momento!, se dijo con cierto sobresalto.

 

¿Quién será ese viejo famélico y arrugado que está en la cama?

 

 El rostro como un glaciar y el cuerpo como un nido abandonado, una ciudad fantasma de donde han huido los habitantes por miedo a un bombardeo, donde algo parecido al desamparo, imperaba.

 

¡Soy yo, carajo! dijo con un frío repentino en la barriga que ya no tenía y el espanto que alguna vez, cuando estaba vivo, sintió en la garganta.

 

¿Aquí qué coño está pasando?

 

Pero las dudas repentinas ya no eran amargas, ni se movían como las patas del gorrión en las ramas del naranjo, porque era como si, de pronto, las piezas misteriosas de un puzle, salieran volando a ponerse en el sitio adecuado.

 

Y lo más importante, lo nuevo, deslumbrante, parecido a la primera vez que vio un tío vivo en el circo cuando era niño, era algo que estaba sintiendo, mezcla de sosiego profundo, champola de guanábanas maduras, necesidad imperiosa de abrazar a medio mundo y, a la vez, sentir la caricia de una manta, hecha con todo el algodón del sur de Estados Unidos.

 

Algo semejante a mirar a un bebé a los ojos, una ternura y compasión parecida a cuando encontró un cervatillo con una pata enredada en una cerca de alambres de púas, lo desenganchó con muchísimo cuidado y lo vió salir volando hacia su reino de follaje y arroyuelos, en lo intrincado del monte.

 

De pronto le pareció que se había descorrido un velo y una luz que contenía todos los colores, sin ser deslumbrante ni mortecina, sino cálida y apacible, lo llamaba, como llama mamá gallina a los polluelos.

 

Y se dejó llevar por aquel embrujo, como se dejan llevar las raíces de los cedros hacia la tierra de donde han venido.

 

Alguien a su lado se hizo notar por un instante, una presencia, como  percibe el recién nacido a la madre cuando se acerca a la cuna, con un arrullo incomprensible, que misteriosamente tampoco era necesario comprender ni explicar nada.

 

Y supo sin saber, que era el abuelo el que estaba a su lado, igual que lo sabía sin mirar, cuando iban a pescar truchas al río y las aguas más limpias de la tierra hacían el milagro de la cascada.

 

Y la abuela con su moño eterno, la imagen materializada del cariño, la paciencia y el amparo. Sólo que ahora, no eran viejos ni encorvados,

 

¡Anda!, Se dijo a sí mismo. También ha venido el Padre.

 

Y entonces, una oleada de asombro y curiosidad recorrió el holograma de su cuerpo inexistente, porque se dio cuenta que el concepto de Padre que estaba percibiendo, englobaba al que llevaba las riendas del caballo, aquella vez que fueron a visitar los tíos, al que venía cada tarde sudoroso y los zapatos llenos de barro, trayendo unos mangos maduros para él y su hermana.

 

Pero además, en la misma presencia, como es la luz, a la vez onda y cuantos de energía, también estaba un milagro disfrazado con túnica blanca, barba abundante y mirada dulce, que asoció enseguida con el Padre del que le había hablado el cura por primera vez, en el bautismo de la hermana.

 

Nada había sido jamás como ese momento, ni siquiera parecido y quiso seguir volando, que era lo más parecido a lo que hacía en ese momento.

 

Hasta que entendió de repente que regresaría, que aún no era el momento, lo mismo que saben los almendros que es febrero y es hora de brotar sus flores.

 

Entonces, sintió el jipido de su pecho que tomaba aire de nuevo y un insoportable halón que, desde donde estaba, lo trajo al reino del sufrimiento, porque le dolían hasta los cartílagos de las orejas, con ese dolor que no mata a nadie, pero tortura en el entrecejo.

 

Y el tubo que tenía en la garganta, las manos del enfermero que lo estaba reanimando y la luz impertinente que amenazaba con taladrarle los párpados, le dieron la certeza de que seguía viviendo.

 

Pero ahora era diferente, tan diferente como la noche y la mañana, porque, supo en el primer instante que regresó a la vida, que había soltado un lastre, el pesado fardo del miedo, sin el que además de vivir, podría seguir volando.

 

Jose Miguel Vale

 

Fuente: El Cielo en la Tierra


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