En algún momento de nuestra vida,
quizás no todos, pero sí la mayoría, sufrimos una enfermedad. El concepto que
tenemos sobre ella no es un pensamiento más. Es una creencia, la de estar
poseídos por una fuerza que no nos pertenece y que nos ataca. Si bien esta
creencia es universal, no todos la vivimos de la misma forma. En occidente, ha
sido reforzada por la presencia de un sistema médico que ha obtenido un gran
poder que lo ha legalizado colectivamente.
Podemos decir que la enfermedad es un
invento. Como la luz eléctrica. La luz siempre existió pero lo que hizo el
hombre fue poder manejarla y eso le dio poder. El malestar orgánico o emocional
siempre existió pero lo que hizo la medicina fue clasificarlo y eso le dio
poder. La creencia sobre la enfermedad no solo es la de una fuerza que nos
ataca sino que a partir de esa clasificación, es la de una fuerza que un grupo
de personas (los científicos-médicos) puede dominar. O por lo menos ostenta un
saber sobre ella y puede ejercer influencia sobre su evolución.
Esta influencia ha crecido
desproporcionadamente en relación al saber. Actualmente las llamadas
enfermedades son desmesuradamente influenciadas por la acción médica sin que
haya un saber que sustente lógicamente esa influencia. Se actúa sobre ellas
sabiendo muy poco sobre el origen de la enfermedad y mucho menos sobre el
sentido de la misma.
Pensemos en un simple resfriado. Se
atribuye a un virus pero no se lo combate a él sino al resfriado. Se lo trata
de abortar. Se usan antihistamínicos para que las secreciones disminuyan y
muchas veces antibióticos porque se habla de alergias bacterianas o
complicaciones infecciosas imposibles de comprobar. Esta metodología que
influencia el curso de la enfermedad se basa en la misma teoría que sostiene
que el sol gira alrededor de la tierra; la observación superficial de un
fenómeno sin preguntar nada sobre las características del objeto sobre el cual
el fenómeno actúa. Si la física dependiera de los médicos, hoy seguiríamos
creyendo que a la mañana el sol está en el este porque a la tarde giró
alrededor nuestro.
Pensemos en un tumor. Un pedazo de
carne que sobra. Los métodos médicos que influencian su destino se basan en la
misma teoría de observación superficial y de ausencia de preguntas sobre las
características del sujeto enfermo. El pedazo de carne está de más y hay que
eliminarlo. Si no se puede con cirugía, se arrasa con drogas o radiaciones. Los
físicos no manejan la medicina y los médicos terminan por creer que una
resonancia magnética es una observación profunda. Se sigue observando el
fenómeno y no la naturaleza ni el sentido del fenómeno.
Es así que ahora hay dos creencias:
el malestar es una fuerza que viene de afuera y se puede influenciar sobre esa
fuerza con un saber que se llama científico.
Volvamos al resfriado. Pensemos que
quizás no es un virus el que lo produce (la fuerza externa) sino que es una de
las formas que tiene el organismo de descargarse de una tensión que lleva
demasiado tiempo acumulada. No hay fuerza externa. Los virus ya estaban y uno
no se contagia de nadie sino que son ellos los que comandan esta forma de
descargarse. Esto no significa que no haya virus extraños al organismo y éste
intente rechazarlos porque no los reconoce. Los virus son cadenas de
información y si traen una información extraña e irreconocible, el organismo se
niega a aceptarla y se produce el rechazo de la misma. Pero esto no es lo que
ocurre en un resfriado común. Allí hay problemas territoriales y las mucosas se
inflaman para obstruir las narinas y no respirar el mismo aire que el enemigo.
Los bronquios expulsan moco para escupir al invasor. Los músculos duelen para
retirarse de la lucha. Y allí los virus son excelentes colaboradores para
generar este estado inflamatorio que si bien es molesto, logra que el ser vivo
se aísle y recupere su bienestar. La medicina en lugar de entender esto, ataca
los síntomas para que el sujeto vuelva a la cadena de producción lo más pronto
posible. Los médicos se comportan como aliados de un poder que exige
productividad sin interesarse por la verdadera recuperación del cuerpo enfermo.
El paradigma del agente externo como causa siempre presente de la enfermedad
sirve a los mismos fines. Si hay un agente externo debe haber un poder que lo
pueda combatir. Y ese poder es la científica
medicina.
Quizás si esto hubiera quedado allí,
tendríamos esperanzas de salir de esa trampa. Pero lamentablemente, la
influencia de la acción médica sin un saber lógico que la sustente, generó
tantos nuevos saberes vacíos, que estamos atrapados en una red que se
retroalimenta de otras disciplinas y de otros saberes. La religión, la
filosofía, la psicología, aportan nuevos saberes a esta interminable creencia
de la enfermedad como fuerza externa y a la existencia de un grupo que tiene un
saber sobre ella.
Escuchamos conceptos que parecen
valiosos: -Debemos aceptar la enfermedad si vamos a luchar contra ella.- -La
enfermedad es poderosa pero más poderosa es la salud-. -La salud es el silencio
de los órganos-. -La enfermedad es un mal que debemos saber combatir-. ¿Quién
podría negar el valor de esas frases?. Sin embargo, no sirven de nada. Son
saberes que se basan en una creencia vacía. Y no porque no se pueda defender
esa creencia. Sino porque ya no sirve más.
En este contexto, nos han quitado la
libertad de elegir. En la historia de la humanidad, siempre hubo bandos,
romanos y griegos, árabes y españoles, buenos y malos, perversos y normales,
nazis y judíos. El ser humano podía optar, aún cuando esa opción fuera
equivocada. Ahora es imposible elegir ya que se trata de nosotros o los virus,
enemigos invisibles que destruyen a todos, sin excepción. Las organizaciones
mundiales encargadas de la salud avisan que futuras pandemias son inevitables y
elaboran mapas con colores cada vez más intensos y tenebrosos. La humanidad
toda enfrenta al enemigo invisible y no hay opción. Por primera vez, en cientos
de años, se está tomando conciencia que no es la tierra la que está en peligro
sino esta especie que se ha creído excepcional y que ahora viene a enterarse
que su desaparición es posible. La génesis de Adán y Eva ya no calma los
temores de una especie que ha inventado el concepto de enfermedad y ahora el
concepto en sí mismo la está arrasando. La fuerza externa que nos viene a
destruir supera ampliamente el saber autorizado del grupo de personas que la
combate. El concepto se escapó de las manos y tiene vida propia. La gente ya no
se muere de la enfermedad sino del miedo que el concepto inventado le genera.
El miedo no da tiempo a que la enfermedad actúe y nos mate ya que crea por sí
mismo una realidad mortal. Así lo relata el cuento sufí:
-Un sabio sentado en la cumbre de una
montaña, ve pasar una sombra y pregunta: ¿Quién eres?. La sombra le contesta
-Soy la peste-. ¿Adonde te diriges? -A matar mil personas de ese poblado-.
Bueno, ve y mata. A los pocos días, el sabio se encuentra con un hombre y le
pregunta ¿De donde vienes? - Huyo de aquel poblado que ha sido atacado por la
peste y ha matado treinta mil personas- Bueno, ve y huye. A las pocas horas,
vuelve a pasar la sombra y el sabio lo detiene. Oye tú, me has engañado,
dijiste que matarías mil personas y has matado treinta mil. ¿Porqué?. La peste
le responde- No es cierto, yo solo maté mil personas, el resto, murió de
miedo.-
Como médico he presenciado muchas
veces el fenómeno de una persona que en pleno estado de salud y por hallazgos
casuales (pruebas de rutina o un médico demasiado inquisidor) ha sido
diagnosticada de un tumor en hígado, pulmón o mama. A los pocos días de ese
hallazgo, el estado de salud había empeorado dramáticamente. He visto a algunas
personas morir en poco tiempo luego del diagnóstico. Eso es miedo, no es
cáncer. Ese es el concepto que se le ha escapado de las manos al grupo de
científicos que ostenta el supuesto saber de la enfermedad. Y ese concepto se
ha desbordado y ha creado una realidad autónoma entre otras cosas, porque se ha
colectivizado. Se ha vuelto un saber popular. ¿Quien no ha escuchado alguna de
las siguientes frases?: -El cáncer de páncreas, cuando te lo diagnostican ya es
demasiado tarde-; -la quimioterapia te mata las células malas pero también las
buenas-; -yo sé que me voy a morir, lo que no quiero es sufrir-; -nunca conocí
a nadie que se salvara-; -la enfermedad avanza-; -hay que hacer algo- y tantas
otras. El saber colectivo sobre la enfermedad no se diferencia mucho del saber
de los médicos, muchos de los cuales jamás se harían (y lo dicen públicamente)
el tratamiento que le indican a los pacientes.
Actualmente se escuchan muchas voces
que cuestionan este concepto de la enfermedad pero la mayor parte de las veces
son ignoradas, reprimidas o tergiversadas.
Es en este contexto que debemos dejar
de pensar en nuevos instrumentos contra la enfermedad para comenzar a pensar en
un nuevo concepto de la enfermedad. Se gastan miles de millones de dólares en
investigar y producir drogas cada vez más nocivas para la salud de la humanidad
y no cesan de aparecer variantes de la misma enfermedad que no responden a esas
drogas o las llamadas nuevas enfermedades sobre las que ni siquiera se tiene
alguna droga con la que experimentar.
La ciencia se nota perdida y actúa
sin lógica. Solo intenta sacarse de encima un problema inmediato sin pensar en
las implicancia futuras de su proceder. No interactúa con el resto de la
sociedad que mira azorada la injusticia del poder del que participa. El
gobierno que invierte doscientos mil millones de dólares anuales en productos
farmacéuticos es el mismo que gasta tres millones de dólares por minuto en
armas, mientras deja morir quince niños de hambre en esa misma cantidad de
tiempo. La ciencia médica usa el mismo presupuesto manchado de sangre e
injusticia. Y en esa confusión trata a los virus con la misma filosofía del
gobierno que la sustenta: usa armas mortales.
Es justamente ese nuevo concepto de
la enfermedad, el que nos va a permitir salir del atolladero en el que el viejo
concepto nos ha metido. Si luchamos contra la enfermedad, luchamos contra el
mensaje que pretende curarnos. Cuando una mujer se nota un bulto en la mama,
debe parar toda actividad y preguntarse qué le viene a decir ese bulto. Y si no
lo sabe, debe recurrir a alguien que la ayude a interpretar ese mensaje. No
debe salir corriendo en busca de ese personaje que detenta un saber sobre la
enfermedad porque eso la cristaliza en el viejo concepto. Y a partir de allí,
solo puede esperar que se instale una guerra en su cuerpo. Y el bulto no vino a
declarar la guerra sino a evitarla. Y no es que no debe hacer nada o curarse
psicológicamente. Debe instalar la paz en su vida porque el bulto así se lo
está exigiendo. Y eso no es poco pero es mucho más de lo que la medicina
pretende con su viejo concepto de instalar una guerra entre el cuerpo de esa
mujer y-.el cuerpo de esa mujer.
Los poseedores del saber sobre la
enfermedad se escandalizarán ante semejante propuesta. -¡No hay tiempo que perder!;
¡Si no actuamos ahora, su vida corre peligro!- Y comenzarán a citar
estadísticas no solo fraudulentas sino aterradoras. Algunos optarán por hablar
de los adelantos de la ciencia y nos citarán con absoluta seriedad, los
anticuerpos monoclonales, los hibridomas y la fusión entre los linfocitos B y
los tumores. Suenan orgullosos de saber tanto. Y es un saber vacío porque es
eficaz contra el único mensaje que pretende curarnos. Pero además es un saber
corrupto, montado en la sangre de millones de seres humanos, que en lugar de
salvar sus vidas, las pierden definitivamente.
No es una lucha entre los que saben y
los que no sabemos. Es una lucha entre dos conceptos; el de una humanidad que
se destruye a sí misma y el de una humanidad que pretende sobrevivir.
La mujer del bulto en la mama deberá
elegir y optar por quimioterapia, radioterapia y cirugía y así seguir avivando
el viejo concepto que nos está destruyendo o podrá hacer un verdadero cambio en
su vida y dejar de sufrir por su hija que la ignora o por su esposo al que no
ama. En ese cambio, habrá entendido el mensaje de ese bulto que viene a
decirle: -¡No pongas más el pecho!; ¡Deja de ser madre y acepta ser mujer!;
¡Libérate de ese hombre al que no amas!-
-¿Pero quien me da las garantías de
que el bulto no crecerá o que sus células se irán a mi cerebro o a mis
huesos?-, dirá la mujer envuelta en las informaciones científicas pero a la vez
en la realidad de conocer a tanta gente que sigue ese camino. -Nadie-se le
responde-absolutamente nadie-. Desde el viejo concepto (la enfermedad como
fuerza que nos destruye), se le citarán estadísticas sobre lo que le podría
pasar si no hace lo que el grupo que sabe le dice que haga. Desde el nuevo
concepto (la enfermedad como mensaje para sobrevivir), se le pedirá confianza
en que si hace los cambios que debe hacer, se curará. No parece ser muy
interesante la opción.
Es así que la mayor parte de la gente
opta por intentar hacer las dos cosas o parte de ellas o casi ninguna de ellas.
O lo que sucede con frecuencia, opta por el viejo concepto y cuando ya no
obtiene respuesta de él, se vuelca al nuevo concepto. ¡Cuánto miedo!
Filosóficamente, cualquiera de estas
opciones viola uno de los principios en los que se funda la realidad, el de la
no contradicción: -Una cosa no puede ser y no ser a la vez-. Llamativamente,
buena parte de los médicos del viejo concepto están apoyando estas opciones
como si con ello colaboraran con la salud del paciente.
Sin embargo, esa es la realidad. El
psicoterapeuta Mario Litmanovich dice claramente -¡Necesitamos médicos sin
miedo!; esa es la única manera de salir del atolladero-. Creo también que
necesitamos pacientes sin miedo.
Es desde este lugar que proponemos el
milagro de la curación. Milagro viene del latín y su origen es asombrarse. Curación
proviene de cuidado. De eso se trata. El asombro de cuidarnos. De protegernos,
de no quedarnos solos y sentir miedo. Allí aparece el asombro. Todos estamos
entrelazados y somos la humanidad. No somos el paciente enfermo. Somos la
humanidad enferma. Y entonces aparece el cuidado. La necesidad de tratarnos
como almas, no como cáscaras.
El médico alemán Hamer repetía en sus
seminarios una presentación que siempre culminaba con una frase: -Necesitamos
médicos de manos calientes que hagan de la medicina un acto sagrado-. Allí
estaba el centro de su propuesta. Sagrado siempre es citado como originado en
sacrificar pero el sacre es un ave de rapiña. Y así se llamaba al halcón en
épocas antiguas. Un ave sagrada cuyas uñas retorcidas le permiten sobrevivir hasta
que madura y se vuelven inútiles. Allí debe tomar la decisión de arrancárselas
con el pico si pretende sobrevivir. Si lo hace, vive una nueva vida, una nueva
oportunidad de ser joven y sagrado.
El milagro de curarnos es eso. Volver
a nacer fuera de nuestros roles y percibirnos como almas que se relacionan con
almas. Dejar de ser hijos, esposos, madres, padres, médicos, abogados,
exitosos, fracasados o perversos. Y renacer como almas con cuerpos que son
usados, no descuidados.
Para ello, estamos acá. No para
descubrir vacunas sino para tomar conciencia.
De lo que somos y hacia donde vamos.
Autor: Fernando Callejón
Fuente: Caminos del Ser
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