En
la década de los 60 los Beatles, a través de una de sus mejores canciones,
proclamaban a los cuatro vientos que “Todo lo que necesitas es amor” (“All you
need is love”). Hoy, más de 40 años después, el mensaje continúa vivo, pero nos
atreveríamos a realizar una suave matización: “Todo lo que necesitas es… saber
que ya eres amor”.
Desde
hace muchos años –demasiados, quizás– el mundo se mueve a un ritmo frenético.
Y, si queremos sobrevivir no nos queda otro remedio que adaptarnos a tal
velocidad. Sin embargo, ello no debiera de ser motivo ni razón para que
tengamos que perdernos a nosotros mismos dentro de la vorágine que nos rodea.
Cierto
es que las cosas suceden con tal rapidez que los hechos acaecidos en la mañana
quedan obsoletos por la tarde. Las noticias vuelan gracias a los medios de
comunicación. La información sobre acontecimientos se sucede sin descanso,
reclamando continuamente nuestra atención. Las empresas cambian sus paradigmas
de un mes a otro, y nosotros cambiamos de trabajo casi con la misma velocidad.
Consecuencia de todo ello es una vida con intensa agitación física y mental.
Cambiamos
de trabajo, de casa, de ciudad, de pareja con inusitada rapidez. Nos
enamoramos, casamos y separamos a velocidades de vértigo. Nos desplazamos a
velocidades increíbles, y regresamos más deprisa todavía. Los trenes han
perdido el romanticismo de la lentitud que nos permitía conversar, leer,
dormir, mirar el paisaje, los árboles, el cielo y las nubes… Vemos a nuestras
amistades en espacios de tiempo ridículamente robados a nuestras apretadas
agendas. Vamos tan deprisa que no sabemos si vamos, o venimos…
En
definitiva, todo parece indicar que no hay tiempo para otra cosa que no sea la
acción constante y rápida. Por todo ello, quizás hoy más que nunca,
consideramos que la mayor necesidad que tiene el ser humano es la de aquietarse
y parar.
Parar
para darse cuenta. Parar para ver, para escuchar, para sentir… parar para
comprender. Comprender nuestra auténtica naturaleza y entender la realidad del
mundo que nos rodea. Parar para que el reencuentro con el sí-mismo sea una
realidad y no un deseo ni una ilusión, y mucho menos una esperanza futura.
Sí,
es correcto –pensamos– necesito parar, pero ¿cómo? ¿Cómo puedo detenerme?
Reconozco la necesidad y sus ventajas, pero desconozco el medio, la forma, la
manera de detenerme. La prisa se ha convertido en un hábito, una costumbre, una
forma de vivir.
A
través de nuestra experiencia, sabemos que la práctica sistemática de la
meditación es una herramienta idónea. Cierto es que no va a ser fácil, pues
tenemos al enemigo dentro de casa, es más, duerme con nosotros cada noche, y no
es nuestra pareja.
A
la propia mente le encanta vivir en un mundo agitado y rápido, pues tal es su
propia naturaleza: el movimiento, la acción, el saltar de forma constante de un
objeto a otro, generando distracción y dispersión. Además, tal actividad es su
alimento. La mente se nutre de caos y vorágine.
De
alguna manera, intuimos que, si se pudiera detener la mente, todo sería
maravilloso. Sin embargo, demasiado bien sabemos que intentar detener la mente
es un esfuerzo tan penoso como inútil. Sin embargo, permitir que la mente se
aquiete sí es una posibilidad a nuestro alcance.
El
secreto –si es que lo hay– consiste en aquietar el cuerpo. Si se detiene el
cuerpo, la mente tiende a cesar su locuaz movimiento. Pero, ésta anhela
cualquier cosa menos detener su incesante actividad. No obstante, tenemos una
pregunta para el lector: ¿qué sucedería si se continúa manteniendo el cuerpo en
quietud, sujeto gracias a una suave y amable perseverancia?
Sólo
cuando las agitadas aguas del estanque de la mente se aquietan
es posible ver el reflejo completo de la luna
sobre la superficie.
Esta
es la propuesta de la meditación. Permitir que la mente se aquiete lo
suficiente como para que nuestra esencia emerja hasta la superficie, y desde
ahí comprender nuestra auténtica naturaleza.
La
técnica a utilizar es la simplicidad misma, pues se trata de instalarse en una
postura que permita mantener al cuerpo en una posición estable, firme y
relativamente cómoda para desarrollar, a través de la auto-observación, la
atención y concentración necesarias que permitan dirigirnos hacia la parte más
íntima de nuestro ser.
Sabemos
que dedicar unos minutos diarios a simplemente sentarse para escuchar y
observar todo lo que nuestro cuerpo, emociones y pensamientos quieran decirnos,
es abrir la posibilidad a que se equilibren de una manera simple, sencilla y
natural las distintas capas y estratos que componen nuestra estructura psíquica
y personal.
Esta
no actividad es un instrumento idóneo –que no el único– para recuperar nuestro
olvidado espacio interno, allí donde habita el silencio. Y así, poder permitir
que éste se convierta en un eje desde el cual poder vivir la vida con el
equilibrio, la armonía y plenitud que se merece.
Llegados
a éste punto posible y no utópico es cuándo podremos expresar el amor que
somos. Un amor puro e incondicionado que brota como agua de manantial. Un amor
no nacido del deseo, sino como expresión auténtica de nuestro ser.
Sólo
entonces, podremos retomar la canción de los Beatles y cantarla con ese suave
cambio propuesto al comienzo: “Todo lo que necesitas es… saber que ya eres
amor”. Es posible que la melodía cambie ligeramente, pero…
Publicado
por la Revista “Red Alternativa” – Mayo 2.005
Fuente:
Silencio Interior
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