EL PERDIDO ARTE DE ESPERAR



Hoy que la espera aparece como sinónimo de supervivencia, podemos elegir hacer de ella una práctica virtuosa que nos ayude a entrar en nuestro mundo interior y, desde allí, abonar una de las más hondas certezas de la existencia: después del invierno siempre llega la primavera.
Por Sergio Sinay
“La palabra paciencia significa disposición a permanecer donde estamos y a vivir la situación al máximo, en la creencia de que algo oculto se nos manifestará”. Esto decía el sacerdote holandés Henri Nouwen (1932-1996) en sus reflexiones sobre la espera incluidas en Semillas de esperanza, una recopilación de sus escritos. La espera nunca es un movimiento desde la nada hacia algo, añadía. Es siempre un movimiento de algo hacia más, porque, según su argumento, quien espera ha recibido una promesa que le permite hacerlo. Hay en esa persona una semilla que germina. Esperar es un arte cuya esencia y cuyas nociones básicas se habían extraviado en estos tiempos líquidos, de vivencias fugaces, de acciones y relaciones desenraizadas, de velocidad sin destino, de ansiedad sin norte. Tiempos de alienación y aceleración, durante los cuales fuimos sorprendidos por una minúscula cápsula de material genético, invisible a los ojos, bautizada como Covid-19.

Como un disparo que suena en medio de un jolgorio y deja a todos petrificados y en silencio, el virus congeló la imagen de la loca película existencial que veníamos protagonizando. El miedo (la paranoia incluso) se extendió como una pandemia paralela, huimos a nuestros refugios tratando de no ser alcanzados por el mal y desde allí espiamos el horizonte mientras desde las pantallas de televisores, de celulares y de computadoras nos machacan incansable y casi morbosamente con cifras de contagiados, de muertos, y con amenazas de lo que nos espera si asomamos el hocico fuera de la madriguera. Conviviendo como no lo hacíamos, ni sabíamos hacerlo, desde hace mucho o desde nunca, extrañando a quienes antes teníamos al alcance de la mano, pero no veíamos ni tocábamos, condenados en muchos casos a repetir cada día como si fuera la copia exacta del anterior (igual que en la extraordinaria película El día de la marmota), estamos reducidos a esperar, aunque no sabemos exactamente qué, ni tampoco nos lo dicen. Simplemente esperar.

Más que sobrevivir
Espera aparece hoy como sinónimo de supervivencia. Hay que esperar, sin salir, sin hacer olas, para obtener el premio de la supervivencia. Pero ocurre que, en el caso de los seres humanos, la mera supervivencia convertida en fin en sí misma, carente de trascendencia, de propósito y de sentido, se convierte en fuente de angustia. Angustia existencial. Esperar qué, cuánto, para qué. Las preguntas zumban en nuestra conciencia como moscardones. Y las respuestas no están afuera, no las traerá ninguna autoridad (aunque simule hacerlo). La paciencia, dice el pensador francés André Comte-Sponville en su Diccionario filosófico, es la virtud de la espera, o la espera como virtud. Consiste en hacer lo que depende de nosotros para alcanzar en mejores condiciones lo que ya no depende de nosotros.

“Sabíamos correr, apurarnos, apremiar y apremiarnos, exigir y exigirnos, sabíamos impacientarnos, pero ignorábamos el arte de la paciencia. Y ahora estamos obligados a comprenderlo, a aprenderlo, a ejercitarlo o a desesperar”.

Es una virtud, sí, y también un arte. Un arte desconocido. Sabíamos correr, apurarnos, apremiar y apremiarnos, exigir y exigirnos, sabíamos impacientarnos, pero ignorábamos el arte de la paciencia. Y ahora estamos obligados a comprenderlo, a aprenderlo, a ejercitarlo o a desesperar. “La paciencia sabe atender, es una forma de acción que convive con la espera” reflexiona el filósofo Ángel Gabilondo, que fue ministro de Educación en España entre 2009 y 2011. “La precipitación no es su camino. Pero no se limita a aguardar la llegada de algo o de alguien, sino que con su quehacer crea las hospitalarias condiciones para que advenga: hace venir”. Como Nouwen, apunta que paciencia no es inmovilidad ni pasividad estéril. Paciencia es gestación. Un antiguo relato anónimo lo ejemplifica. Cuenta que un hombre, ante la llegada del invierno, necesitaba leña, de manera que buscó un árbol muerto y lo cortó. Al llegar la primavera advirtió que, de lo poco que quedaba del tronco que había hachado, nacían unos brotes. “Estaba seguro de que el árbol estaba muerto, le dijo con tristeza a su hijo que lo acompañaba, ahora me doy cuenta de que no era así”. No terminó allí su reflexión: “Nunca olvides esta lección, agregó, jamás cortes un árbol en invierno ni tomes una decisión negativa en tiempo adverso. Nunca tomes decisiones importantes cuando estés en tu peor estado de ánimo. Esperá. Sé paciente. La tormenta pasará, la primavera volverá y lo hará con nuevos brotes”.

Tiempo de revisión
Solo se puede esperar en invierno si se sabe que llegará la primavera. Pero esta no se reduce a una fecha en el calendario. La primavera más importante es la que se avizora en el horizonte de nuestras vidas mientras ejercitamos el arte de la paciencia y de la espera en el invierno. Si solo esperamos que esas razones nos sean anunciadas o prometidas por otros, desde afuera, es muy posible que nos estemos abonando a futuras decepciones. Nos habremos colocado en el lugar del burro que procura inútilmente alcanzar la zanahoria. El secreto de la paciencia radica en la posibilidad de vivir en el presente, de tomar contacto íntimo y pleno con lo que sentimos hoy, con lo que nos ocurre ahora, con nuestras sensaciones del momento. Vivir en el presente es vivir en el momento, que no es lo mismo que el instante. El instante es fugaz, superficial, leve, no deja huella. Es un árbol sin raíces que cae ante el soplido del tiempo. El momento, en cambio, tiene raíces en el pasado y fronda en el futuro. El tiempo de espera es tiempo de revisión del camino recorrido en la vida, de actualización de los mapas con los que viajamos, de confirmación o transformación de la meta. La espera no detiene la vida, la continúa con otro ritmo, por senderos sutiles, imperceptibles.

“Solo se puede esperar en invierno si se sabe que llegará la primavera. Pero esta no se reduce a una fecha en el calendario. La primavera más importante es la que se avizora en el horizonte de nuestras vidas mientras ejercitamos el arte de la paciencia y de la espera en el invierno. Si solo esperamos que esas razones nos sean anunciadas o prometidas por otros, desde afuera, es muy posible que nos estemos abonando a futuras decepciones”.

“He estado con personas que han pasado hasta veinte años en prisión”, contó una vez el Dalai Lama, “y, sin embargo, algunos de ellos me han dicho que fue la mejor época de sus vidas porque pudieron practicar intensamente la oración, la meditación y la práctica virtuosa”. Si recogiéramos esa frase para hacerla nuestra, ¿qué pondríamos en donde dice “oración”? ¿qué en donde dice “meditación”? ¿y qué en donde dice “práctica virtuosa”? Interesante ejercicio para esta época en que dejar de correr, de apurarnos, de tratar de llegar a tiempo sin saber a dónde ni para qué, nos permite entrar en espacios de nuestro mundo interior, de nuestras necesidades y sentimientos, en los que quizás hace mucho que no incursionábamos. A menudo cuando se ven obligadas a esperar sin saber cuánto, las personas sucumben a una violenta amargura y a la rabia, apunta Franz Metcalf, profesor de filosofía de la Universidad de Chicago, en su libro ¿Qué haría Buda? Y, sin embargo, es una suerte de regalo que les llega en medio de sus vidas ajetreadas para revisar el modo en que están viviendo, para ponerse al día consigo mismas en aspectos profundos y trascendentes acaso olvidados.

El arte de esperar requiere una respiración pausada y profunda, una escucha amplia y serena (que capte a un tiempo los silencios de afuera y las voces interiores), movimientos calmos y esenciales, atención a las propias emociones, desapego respecto de los resultados y capacidad de permanecer. Quizás nunca como ahora se presentó la oportunidad de convertirnos en artistas de la espera.

 Sergio Sinay

Fuente: Sophia Online




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