EN PRIMERA PERSONA: “VOLVÍ A MIS RAÍCES Y SE ABRIERON NUEVOS BROTES”




La psicóloga entrerriana Mónica María Romani, lectora de Sophia, nos comparte la experiencia de haber regresado a su ciudad natal para abrir nuevos espacios de encuentro y desplegar un enfoque terapéutico personal.

Licenciada en Psicología, co-fundadora en Diálogos Creativos.

Nací en Gualeguaychú y allí eché las primeras raíces: viví en mi querida ciudad hasta terminar la secundaria y luego me mudé a Buenos Aires para estudiar Psicología en la Universidad de El Salvador.

Terminé la carrera en el 76 y hoy recuerdo mis años de formación como tiempos muy ricos en los que se despertó en mí un universo de curiosidad. Fue un momento bisagra en años convulsionados, y así como tuve la suerte de cursar con el inolvidable Padre Quiles, también fui alumna del padre Mujica.

Todas esas ideas me marcaron desde temprano.

La teología me interesaba desde chica; ya en la escuela me atraía el contenido metafórico del estudio bíblico y las parábolas de Jesús, que abrieron mi forma de pensar. Por otra parte, en los años de facultad, la filosofía de base y la ideología imperante era el psicoanálisis. Esa formación me llevó a hacerme infinitas preguntas a lo largo de los años de trabajo en la clínica.

¿La psicología era esto?
Me hacía infinidad de preguntas. ¿Tengo que transitarla como dicen los libros? ¿Qué sucede con lo que siento cuando estoy con otro? ¿Dónde dejo lo genuino que surge en la conversación con los pacientes? ¿Hay que guardar el sentir?

Todo lo que sucedía en los contextos terapéuticos pasaba por la razón y la intelectualidad. En lo individual, en lo grupal, en la supervisión. En ese contexto y dentro de ese traje que me proponían, mi ser de terapeuta se sentía incómodo, fuera de lugar.

Así fue fui transitando otras búsquedas y paradigmas, cursé posgrados y atendí pacientes en mi consultorio, pero continuaba buscando. Me dejé seducir por la filosofía, la biología, la antropología, lo rural, lo mundano, el carnaval, el otro, los otros.


Agradezco todo lo que me aportaron las lecturas y a quienes me habilitan en el cuidado del sí mismo en el espacio clínico. A los que me enriquecen en la construcción de un mundo más colaborativo y afín a lo que persigo: la paz vincular.

A lo largo de veinte años, en Buenos Aires pude formar mi propia familia: hoy tengo hijos grandes y nietos hermosos, y una buena relación con el papá de mis hijos, de quien me separé y con quien construimos una relación de respeto y compañerismo.

Pero lo que pude comprender es que había una parte importante de mi vida vincular que tenía que ver con mis padres –que se hicieron mayores y ya fallecieron– y con todo lo vivido y aprendido en los primeros años en Entre Ríos.

¿Dónde había quedado esa muchachita que cantaba, pintaba y era sensible al otro, a la creatividad, en los primeros años? La mujer que sabía disfrutar de la pequeñez y los momentos simples, eso que muchas veces no vemos pero habita en cada uno de nosotros.

Me di cuenta que necesitaba volver a dar espacio a esas vivencias y supe con el corazón que eso estaba en Gualeguaychú.

Un viaje interior
Así fue como, a veinte años de graduarme, volví a mi ciudad para trabajar y compartir. Fui generando espacios de conversación desde una nueva mirada sobre la dificultad, abordándola como posibilidad, y sobre la proximidad como lenguaje, sin perder nunca de vista al otro, percibiendo el candor que provocan los diálogos.

Empecé a viajar movida por los sentimientos, con el deseo de dejar atrás paradigmas que me resultaban incómodos. Necesitaba volver al paisaje de mi provincia, al mate, y desplegar mis alas para encontrarme con otros habiendo sacudido el polvo que a veces se instala y no permite que cada uno descubra lo que puede hacer con lo que es y tiene.

Me fui sacudiendo eso que me cubría con mandatos, el hacer “lo correcto” según lo esperado, y vi cómo eso se iba alejando, mientras otro lenguaje comenzaba a apropiarse de mí.

Me refiero a encuentros donde se daba un fluir del lenguaje que se aleja de lo urbano y deja entrever la riqueza de la vida. Finalmente, vi que las raíces también necesitaban nuevos brotes: algo nuevo empezaba a crecer. Me reacomodé al lenguaje de lo simple disfrutando de cómo los otros narraban sus historias y enriquecían sus relatos con metáforas, hasta hacer del encuentro un acontecimiento, como un artesano que va moldeando su artesanía.

Pude volver no solo a Gualeguaychú sino a ciudades cercanas, villas de pobladores con poesía, como Villa Paranacito, Gilbert, Urdinarrain, Aldea San Antonio, Basavilbaso y Larroque, Y a ciudades cercanas como Concepción del Uruguay y Gualeguay. Una paleta de colores y vivencias que fueron enriqueciendo mis días.

En Gualeguaychú me siento en casa. El río lleva una canoa sin remos hacia donde quiere, sabiendo silenciosamente a dónde va. Así voy entregándome en la autenticidad de cada encuentro. Como una primera vez.

Voluntaria de alma
Mucho se fue haciendo en Gualeguaychú desde el voluntariado, en diversos ámbitos en los que se invita a otros a conversar a partir de las distintas necesidades, siempre en pos de humanizar los vínculos y con el amor como promotor para que lo social funcione desde la legitimación del otro. Mi abordaje tiene que ver con lo humano: busco salir del paradigma anclado en el diagnóstico y enfatizar el trabajo en red.

Ser generadora de redes me hizo volver, y hoy el camino retomado se extiende a un horizonte incierto como la amplitud de un atardecer de campo abierto.

Mis pacientes me enseñan, el movimiento es circular, en ida y vuelta.

Amo Gualeguaychú porque para mí es música en toda su simpleza. Apenas llego empiezo a charlar con alguien y siempre hay una anécdota. Hace poco, le a un remisero: “Qué linda llovizna para un mate con tortas fritas”. En uno de los viajes de la estación de ómnibus a mi casa, él me contó que había conocido a mi papá y que yo tenía una manera de hablar muy similar a la de él. Grande fue mi sorpresa cuando, después de un rato, me tocó el timbre: “Mónica, acá le traje las tortas fritas”.



Este es mi lugar.

Hoy sé que volví al pago a recuperar la savia para vivir. Un tiempo no apurado que va queriendo que lo sembrado retome, renazca y se reactive en esa esencia que de simple tiene todo, de sentires un montón y que no se contradice con las palabras.



Por Mónica María Romani
Licenciada en Psicología, co-fundadora en Diálogos Creativos.

Fuente: Sophia – Revista On Line

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