EL VERDADERO VALOR DE AQUELLO QUE CONSUMIMO





Dice la autora de esta nota que, como consumidores responsables, tenemos el desafío de conocer las historias importantes y decisivas de aquello que compramos. ¿Qué tal si comenzamos a escuchar todo eso que cada uno de eso bienes tiene para decirnos?
Por Marisol Cuadrado
Abrir una caja o una bolsa para sacar un producto; contratar un servicio. En ese ejercicio muchas veces mecánico de ser consumidores, se esconde un sentido sobre el que vale la pena pensar. Se trata de mirar a través de la existencia, de la consistencia de ese objeto o experiencia, para ver que hay allí (aunque no siempre resulte visible) un «antes» y un «después»: historias de acciones y de relaciones sobre las que vale la pena reflexionar para comprender que, en cada acto de consumo, ejercemos también una forma de crear nuevos vínculos y significados.

Desde la perspectiva económica, se reconocen las interacciones personalizadas por el impacto que causan en el bienestar de las personas. La economía clásica parece no visualizarlo e incluso identifica solo un tipo de pobreza, la material. Sin embargo, existe la llamada “pobreza relacional”; se pude ser rico materialmente y sin embargo se es pobre de “capital humano”, ausencia de habilidades y capacidades para trabajar en equipo.
En cambio otras economías, como la economía social, bien común, economía de comunión, reconocen los bienes relacionales que generan; considerando la interacción económica como un “encuentro”.

Como consumidores, podemos realizar el ejercicio de disgregar los componentes de los productos y servicios, no sólo en su dimensión material sino también en las relaciones que se entrelazaron hasta que el producto llegó a nuestras manos. Una vez que se abre la “caja” de las relaciones interpersonales, se encuentran los bienes relacionales de consumo y los bienes de capital.
La sabiduría popular siempre ha visibilizado que los bienes y los males más importantes se generan en nuestras relaciones interpersonales. Los mitos, la literatura, las leyendas y las tradiciones llevan milenios contándonos que hay riquezas que se convierten en grandes males a causa de relaciones equivocadas y que hay pobrezas materiales donde lo poco que hay se multiplica al compartirlo.

El bienestar que proporciona una fiesta en un restaurante con amigos depende ciertamente de la calidad y del precio de la comida, la bebida y el lugar, pero sobre todo (en un 80% o 90%) de la calidad, y de la satisfacción de las relaciones y los encuentros que se construyen. Si por cualquier circunstancia, al final se produce una discusión, quedará muy poco “bienestar”, por muy exquisita que haya sido la comida.



Relacionalidad

Los empresarios y directivos más visionarios han comprendido que un contexto relacional positivo, vale más para retener a un trabajador con talento que un aumento de sueldo. O también que si el responsable de compras está en conflicto con el de producción, las dos áreas no podrán colaborar.

En nuestra cotidianidad este tipo de bienes los tenemos muy presente y nos afectan en nuestras decisiones, para discernir sobre la decisión de seguir en un trabajo o abandonarlo, ¿qué consideramos además de la retribución?

Sin tomar en consideración este tipo de alimento no entenderíamos, por ejemplo, por qué tantos ancianos hacen varios viajes al día para comprar el pan, la verdura y la leche. Junto a estos productos “consumen” bienes relacionales y se alimentan de ellos; satisfacen necesidades intersubjetivas.
Si estos desaparecen del horizonte de la política, de sus técnicos y asesores, no conseguiremos entender ni amar nuestras ciudades, con sus verdaderas pobrezas y riquezas, ni comprender los verdaderos costos e ingresos que ocasionan el cierre de los negocios de barrio.

El bien relacional es de gran valor siempre que no intentemos asignarle un precio, transformándolo en mercancía. Si pierde el principio de la gratuidad, muere; esta orienta y condiciona nuestras decisiones, desde las más pequeñas y cotidianas hasta las más grandes y decisivas.



¿Qué consumimos?

Nuestra cultura nos está llevando a tomar conciencia sobre nuestros consumos de calorías, sales y azúcares. Ante el desafío de practicar el ejercicio de disgregación, podemos descubrir que existen calorías sociales, sales de justicia y azúcares excesivos que producen infartos, obesidades y diabetes civiles y morales.

En nuestra sociedad de mercado, después de algunos años dominados por los productos de consumo masivos, anónimos y despersonalizados, hoy hay una tendencia cada vez más fuerte a personalizar nuevamente. Se quieren recuperar las “relaciones entre personas, ocultas bajo el caparazón de la relación entre las cosas” (Karl Marx, El Capital).

Tal vez tendríamos que aprender a relacionarnos más con nuestros bienes (y nuestros males), para preguntarles, pedirles, dialogar con ellos. Ya no es suficiente con que nos hablen de cualidades de producto y de precio. Queremos que nos cuenten historias, tramadas por personas, de medioambiente, que nos hablen de justicia, de respeto, de derechos, que nos revelen lo que es invisible a nuestra mirada pero que para muchos se está convirtiendo en lo esencial.
En algunos países las etiquetas que se colocan en los productos y las marcas de calidad comienzan a visualizar este tipo de información. Como consumidores responsables tenemos el desafío de conocer las historias importantes y decisivas. Si a las etiquetas les pidiéramos que visibilizaran la retribución de salarios justos a los trabajadores, la ubicación de la sede fiscal o qué se hace con los beneficios, aportaríamos a una sociedad más justa y fraterna.

No sólo los que hoy llamamos «bienes relacionales», llevan grabados la impronta de las personas y las relaciones humanas que los han gestado. El peso, la forma y la visibilidad de esta huella varía de unos bienes a otros, pero nunca desaparecen del todo. Desde este punto de vista, todos los bienes se convierten en relacionales.
Los bienes son símbolos y como todos los símbolos, con su presencia-ausencia nos señalan algo o alguien presente y vivo en otro lugar; a quien se puede ignorar, hacer como que no existe, negar, olvidar. Pero no por eso deja de estar vivo y de ser real. Y nos sigue hablando, contando historias, esperando. Tal vez el recorrido ético de los productos y de nuestra responsabilidad como consumidores sea corto: a medida que asumamos nuestro rol, que maduremos en nuestra responsabilidad, aportaremos a la calidad de nuestra democracia.

Rolando Toro Araneda sostiene fue necesario comprender que no somos nada sin el otro. El hombre no puede concebirse sin experimentar las más diversas relaciones con otros. Y la calidad de estas relaciones es la calidad de nuestra vida. No hay forma de crecer en de manera solitaria [1].

Fuente: Benedetto Gui y Luigino Bruni, Scuola di economia civile




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