Cuando todo se derrumba y estamos al borde de no se sabe qué, la prueba para cada uno de nosotros es permanecer en ese punto y no concretar. El camino espiritual no consiste en tratar de llegar al cielo y acabar accediendo a un lugar magnífico.
LA ABADÍA GAMPO está en una vasta explanada donde el cielo se funde con el mar. El horizonte se extiende hasta el infinito, y en ese vasto espacio vuelan las gaviotas y los cuervos.
El marco es como un enorme espejo que exagera la sensación de que no hay lugar donde ocultarse.
Además, como es un monasterio, hay pocas vías de escape: nada de mentir, de robar, de alcohol, de sexo o de salir.
La abadía de Gampo era un lugar al que yo había añorado ir, y como Trungpa Rinpoche me pidió que fuera su directora, acabé instalándome en él.
Estar allí me permitió comprobar mi gusto por los grandes desafíos, porque el primer año que pasé allí me sentí como si me hubieran hervido viva.
Lo que me ocurrió al llegar es que todo se me cayó a pedazos. Todas las formas que había tenido de protegerme, de engañarme, todas las vías que había empleado para mantener mi brillante autoimagen... todo se cayó a pedazos. Por mucho que lo intentara no podía manipular la situación. Mi manera de hacer las cosas
estaba volviendo locos a todos los demás, y eso era algo de lo que no me podía esconder.
Siempre había pensado que yo era una persona flexible y servicial que caía bien a casi todo el mundo. Había sido capaz de arrastrar conmigo dicha ilusión a lo largo de mi vida, pero durante los primeros años en la abadía descubrí que había estado viviendo en una especie de espejismo.
No es que no tuviera buenas cualidades; simplemente, ya no era la mujer absolutamente maravillosa que me creía.
Había invertido mucho en esa imagen de mí misma y ya no podía mantenerla más. Todos mis asuntos pendientes quedaron expuestos vívidamente, con precisión y en tecnicolor; y no sólo para mí misma, también para todos los demás.
Todo lo que no había sido capaz de ver de mí misma quedó patente de súbito y, como si eso no fuera suficiente, los demás podían opinar libremente sobre mí y mi manera de hacer las cosas. Me resultó tan doloroso que me preguntaba si volvería a ser feliz alguna vez. Sentía que me lanzaban bombas casi continuamente y que mis autoengaños estallaban por todas partes.
En un lugar donde se practicaba tanto la meditación y el estudio no podía perderme en justificaciones e intentar culpar a los demás; esa vía de salida no estaba disponible.
Por aquel tiempo nos visitó un profesor, y recuerdo que me dijo: «Cuando seas una buena amiga de ti misma, tu situación también se volverá más amistosa.»
Ya había aprendido previamente esa lección y sabía que era el único camino posible. Solía tener un cartel puesto en la pared que decía: «Sólo en la medida en que nos exponemos a la aniquilación una y otra vez podemos hallar en nosotros aquello que es indestructible.»
De alguna manera, antes incluso de oír las enseñanzas budistas, sabía que ése es el espíritu del verdadero despertar; tiene mucho que ver con soltarlo todo.
En cualquier caso, cuando nos desfondamos y no podemos encontrar nada a lo que agarrarnos, sentimos un gran dolor.
Es como el lema del Instituto Naropa: «El amor a la verdad te pone en el sitio.»
Puede que tengamos una visión romántica de lo que eso significa, pero cuando la verdad nos tiene clavados, sufrimos. Nos miramos en el espejo del baño que refleja nuestros granos, nuestro rostro que revela el paso de los años, nuestra falta de bondad, nuestra agresión y timidez... todo ese material.
Aquí es donde entra en escena la ternura. Cuando las cosas se muestran inestables y nada funciona quizá nos demos cuenta de que estamos a punto de entrar en algo.
Tal vez entendamos que es un lugar muy tierno y vulnerable, y que la ternura puede ir en ambos sentidos.
Podemos encerrarnos en nosotros mismos y estar resentidos o podemos entrar en contacto con esa cualidad palpitante. Definitivamente, hay algo tierno y palpitante en la sensación no tener dónde agarrarse.
Es una especie de prueba, el tipo de prueba que necesitan los guerreros espirituales para despertar sus corazones.
A veces nos encontramos en ese lugar a causa de una enfermedad o de una muerte, y experimentamos una sensación de pérdida: pérdida de nuestros seres queridos, pérdida de nuestra juventud, pérdida de nuestra vida.
Tengo un amigo que se está muriendo de sida. Antes de que me fuera de viaje, estuvimos hablando y me dijo: «Yo no quería que me sucediera esto, lo odié y me dejó aterrorizado. Pero esta enfermedad ha terminado siendo el mayor regalo.» Y continuó: «Ahora cada momento es precioso para mí. Toda mi vida significa mucho para mí.»
Algo había cambiado realmente y se sentía preparado para morir: algo horroroso y pavoroso se había convertido en un regalo.
Que todo se nos venga abajo es una prueba y también una especie de curación. Pensamos que la cuestión es pasar la prueba o superar el problema, pero en realidad las cosas no se resuelven. Las cosas se caen a pedazos y después éstos se vuelven a juntar. Simplemente sucede así.
La curación proviene del hecho de dejar espacio para que todo esto ocurra: espacio para la pena, para el alivio, para la aflicción y para la alegría.
Podemos pensar que algo nos va a producir placer, pero no sabemos qué va a ocurrir en realidad.
Podemos pensar que algo nos va a hacer sufrir, pero tampoco lo sabemos con certeza. Lo más importante de todo es dejar sitio para el no saber. Tratamos de hacer lo que pensamos que nos puede ayudar, pero no sabemos. Nunca sabemos si nos vamos a caer redondos o si vamos a poder aguantar derechos.
Cuando vivimos una gran decepción, no sabemos si ahí se acaba la historia; también podría ser el principio de una gran aventura.
Leí en alguna parte sobre una familia que tenía un único hijo. Eran muy pobres y su hijo era la cosa más preciosa para ellos; lo único importante era que algún día les podría aportar prestigio y ayuda financiera.
Un día el hijo se cayó de un caballo y quedó cojo. Aquello parecía el final de sus vidas. Dos semanas después llegó el ejército al pueblo y reclutó a todos los jóvenes sanos y fuertes para
enviarlos a la guerra, mientras que a él se le permitió quedarse y cuidar de su familia.
La vida es así. No sabemos nada. Decimos que las cosas son buenas o malas, pero en realidad no lo sabemos.
Cuando todo se derrumba y estamos a punto de no se sabe qué, la prueba para cada uno de nosotros es quedarnos en ese punto, en ese límite, y no concretar. El camino espiritual no consiste en tratar de llegar al cielo y finalmente acceder a un lugar magnífico. De hecho, esta manera de mirar las cosas es lo que nos hace ser desgraciados. Pensar que podemos encontrar placeres duraderos y evitar el dolor es lo que en budismo se llama samsara, un ciclo sin salida que da vueltas y vueltas interminablemente y nos causa un gran sufrimiento. La primera de las nobles verdades del Buda señala que el sufrimiento es inevitable para los seres humanos mientras pensemos que las cosas son duraderas, que no se desintegran, que podemos contar con ellas para satisfacer nuestra necesidad de seguridad. Desde este punto de vista, la única vez que podemos estar plenamente seguros de lo que está ocurriendo es cuando nos quitan la alfombra de debajo de los pies y no encontramos dónde aterrizar.
Podemos emplear estas situaciones para despertar o para echarnos a dormir.
Este momento este mismo instante sin base ni lugar al que aferrarse es la semilla para cuidar de aquellos que necesitan nuestros cuidados y para descubrir nuestra bondad.
Recuerdo vívidamente un día de principios de primavera en el que toda mi realidad se desfondó ante mí.
Aunque era antes de haber oído hablar de las enseñanzas budistas, experimenté algo que algunos describirían como una auténtica experiencia espiritual. Ocurrió cuando mi marido me dijo que estaba teniendo una aventura sentimental. Vivíamos en el norte de Nuevo México y yo me encontraba de pie frente a nuestra casa de adobe tomando una taza de té. Oí llegar su coche y el golpe de la puerta al cerrarse. A continuación giró la esquina y sin previo aviso me dijo que tenía una aventura y quería el divorcio.
Recuerdo el cielo y lo grande que era. Recuerdo el sonido del río y el vapor que salía de la taza de té. No había tiempo ni pensamiento, no había nada: sólo una quietud profunda e ilimitada. Poco después volví en mí, tomé una piedra del suelo y se la tiré.
Cuando la gente me pregunta cuál fue mi vía de entrada en el budismo siempre les digo que entré porque estaba muy enfadada con mi marido, pero la verdad es que me salvó la vida. Cuando mi matrimonio se desmoronó, traté denodadamente, por todos los medios a mi alcance, de volver a encontrar algún tipo de comodidad, de seguridad, algún lugar de descanso que me fuera familiar.
Afortunadamente para mí no pude encontrarlo. Sabía instintivamente que mi única salida era la aniquilación de mi viejo yo dependiente. Entonces fue cuando puse en la pared el cartel que antes he mencionado.
La vida es un buen maestro y un buen amigo. Con sólo que podamos darnos cuenta de ello, vemos que las cosas están siempre en transición. Nada sucede al gusto de nuestros sueños.
El hecho de sentirse fuera de sitio, en un estado de descentramiento, es una situación ideal, una situación en la que ya no permanecemos atrapados y podemos abrir nuestros corazones y mentes más allá de sus anteriores límites.
Es un estado muy sensible, no agresivo y de final abierto.
Permanecer en esa agitación permanecer con el corazón roto, con el estómago revuelto, con el sentimiento de estar desvalido y queriendo venganza, ésa es la senda del verdadero despertar.
Adherirse a esa incertidumbre, pillarle el truco a relajarse en medio del caos, aprender a no tener pánico: ésta es la senda espiritual. Desarrollar la habilidad de pillarnos a nosotros mismos, de pillarnos bondadosa y compasivamente: ésta es la senda del guerrero. Pillarnos una y otra vez, nos guste o no, cada vez que estemos aferrándonos al resentimiento, a la amargura o a la justa indignación, y cada vez que estemos aferrándonos a lo que sea, incluso a la sensación de alivio o al sentimiento de estar inspirados.
Podemos pensar cada día en las agresiones que ocurren en el mundo, en Nueva York, en Los Ángeles, Halifax, Taiwan, Beirut, Kuwait, Somalia, Irak, en todas partes. En todos los lugares del mundo alguien golpea a su enemigo y el dolor va aumentando en una espiral infinita.
Reflexionemos sobre este hecho cada día y preguntémonos: «¿Voy a añadir más agresividad al mundo?» Cada día, cuando las cosas llegan al límite, planteémonos la pregunta: «¿Voy a practicar la paz o voy a ir a la guerra?
Pema Chödron
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