Invito a tdas y todos a compartir la
experiencia de ir leyendo por capitulos este libro. El gran desafio es que
dejen sus comentarios, para comprender entre todos. Veamos que sucede. Dejemos
que la vida nos sorprenda con lo que podemos llegar a compartir. Abrazos!! Olga
El miedo es la reacción natural al acercarse a la
verdad.
Embarcarse en el camino espiritual es como meterse
en un bote muy pequeño y aventurarse en el océano en busca de tierras
desconocidas. Cuando practicamos de todo corazón nos sentimos inspirados, pero
antes o después acabamos encontrándonos con el miedo.
Pensamos que al llegar al horizonte estaremos en el
fin del mundo y nos caeremos al vacío.
Como todo explorador, nos sentimos atraídos a
descubrir lo que nos está esperando ahí fuera, sin saber aún si tendremos el
valor necesario para hacerle frente.
Si nos interesamos por el budismo y decidimos
descubrir lo que tiene que ofrecernos, pronto descubriremos en su oferta varios
matices distintos. En la meditación intuitiva comenzamos practicando la
conciencia del instante, estar plenamente presentes en todas nuestras
actividades y pensamientos.
En la práctica del Zen escuchamos las enseñanzas
sobre el vacío y enfrentamos el reto de conectar con una claridad mental
abierta e ilimitada. Las enseñanzas del Vajrayana nos introducen a trabajar con
la energía en todas las situaciones y nos hacen ver que cualquier cosa que
surja es inseparable del estado de despertar. Cualquiera de los planteamientos
anteriores puede engancharnos y entusiasmarnos para continuar explorando, pero
si queremos profundizar y seguir practicando sin vacilación, inevitablemente
llegará un momento en que sentiremos miedo.
El miedo es una experiencia universal; lo sienten
hasta los insectos más pequeños. Cuando vamos chapoteando entre los charcos que
quedan tras la bajada de la marea y acercamos el dedo a los cuerpos suaves y
abiertos de las anémonas, podemos ver cómo se cierran. Lo mismo les ocurre
espontáneamente a todos los demás animales.
Sentir miedo cuando nos enfrentamos a lo desconocido
no es algo terrible; más bien es una parte integral del hecho de estar vivos y
que todos compartimos. Reaccionamos ante la posibilidad de encontrarnos con la
soledad, con la muerte, ante la posibilidad de no tener nada a lo que
agarrarnos. El miedo es una reacción natural al acercarse a la verdad.
Pero si nos comprometemos a quedarnos donde estamos
nuestra experiencia se vuelve muy vivida; las cosas se ven muy claras cuando no
hay escape posible.
Mientras estaba en un largo retiro tuve una
revelación que pareció conmover cielos y tierra: ¡no podemos estar en el
presente y al mismo tiempo planificar nuestra vida!
Ya sé que parece algo muy evidente, pero cuando
descubres algo así por ti mismo, te cambia. La impermanencia se vuelve algo
vivido en el presente, y lo mismo ocurre con la compasión, el coraje y la
capacidad de maravillarse. Y también con el miedo. De hecho, cualquiera que
esté en el límite de lo desconocido, plenamente en el presente sin punto de
referencia, experimenta la ausencia de base o fundamento, de un lugar donde
agarrarse.
Cuando nuestra comprensión se hace más profunda
descubrimos que el presente es un lugar muy vulnerable, lo que puede ser una
experiencia absolutamente enervante y al mismo tiempo absolutamente tierna.
Cuando empezamos nuestra exploración, tenemos todo
tipo de ideales y expectativas. Buscamos respuestas que satisfagan el hambre
que hemos sentido durante largo tiempo, pero lo último que deseamos es que nos
vuelvan a hablar del hombre del saco.
Evidentemente, la gente intenta avisarnos. Recuerdo
que la primera vez que me dieron instrucciones de meditación, la profesora me
describió la técnica, me dio las instrucciones
necesarias para la práctica y luego añadió: «Pero, por favor, no salgas de aquí
pensando que la meditación te va a dar unas vacaciones de la irritación.» De
alguna manera, todas las advertencias del mundo no llegan a disuadirnos; de
hecho, nos acercan más al sendero.
De lo que estamos hablando es de llegar a conocer el
miedo, de familiarizarnos con él, de mirarle directamente a los ojos; no como
una forma de resolver los problemas, sino como una manera de deshacer
completamente las viejas maneras de ver, oír, oler, saborear y pensar. La
verdad es que, cuando realmente comencemos a hacerlo, nos encontraremos con que
somos humillados continuamente.
No va a quedar mucho espacio para la arrogancia que
resulta de aferramos a nuestros ideales.
La arrogancia que inevitablemente aflorará va a ser
vapuleada de continuo por nuestro propio coraje de ir un paso más allá.
Los descubrimientos que experimentaremos mediante la
práctica no tienen nada que ver con ninguna creencia. Tienen mucho que ver con
tener el coraje de morir, el coraje de morir continuamente.
Las instrucciones sobre la conciencia del momento,
la vacuidad o el trabajo con la energía apuntan hacia el mismo hecho: estar en
el sitio justo nos deja clavados, clavados al punto del espacio y del tiempo en
el que nos encontramos. Cuando nos detenemos allí mismo y no expresamos ni
reprimimos, no nos culpamos ni culpamos a los demás, nos encontramos frente a
una pregunta abierta que no tiene respuesta conceptual. También nos encontramos
con nuestro corazón. Un estudiante lo expresó muy elocuentemente: «La
naturaleza de Buda, astutamente disfrazada de miedo, nos da una patada en el
culo para que estemos receptivos.»
En una ocasión asistí a una conferencia sobre la
experiencia espiritual que vivió un hombre en India durante la década de los
sesenta.
Nos contó que estaba absolutamente dispuesto a librarse
de sus emociones negativas: luchaba contra la ira y la lujuria, luchaba contra
la pereza y el orgullo, pero sobre todo quería liberarse del
miedo. Su profesor de meditación le decía una y otra
vez que dejase de luchar, pero él consideraba que aquello no era más que otra
manera de explicarle cómo superar los obstáculos.
Finalmente, el profesor lo envió a meditar en una
pequeña cabaña al pie de las montañas.
El cerró la puerta y se dispuso a comenzar con la
práctica. Al llegar la noche, encendió tres pequeñas velas. Hacia medianoche
oyó un ruido en una esquina de la habitación y en la oscuridad pudo distinguir
una gran serpiente. Estaba justo delante de él, balanceándose, y le miraba como
una cobra real. Estuvo toda la noche totalmente alerta, manteniendo los ojos en
la serpiente: tenía tanto miedo que no podía ni moverse. Sólo estaban él, la
serpiente y su miedo.
Justo antes del amanecer se apagó la última vela y
él empezó a llorar, pero no lloraba de desesperación sino de ternura. Sintió el
anhelo de todas las personas y animales del mundo; conoció su lucha y su
alienación. Todas sus meditaciones no habían sido más que lucha y separación.
Entonces aceptó verdaderamente aceptó de todo
corazón que era iracundo y celoso, que se resistía y luchaba, y que tenía
miedo. También aceptó que era un ser precioso más allá de toda medida: sabio y
estúpido, rico y pobre, y totalmente insondable. Se sentía tan agradecido que
se levantó en medio de la oscuridad total, caminó hacia la serpiente y le hizo
una reverencia.
A continuación se tumbó en el suelo y se quedó
profundamente dormido. Cuando despertó, la serpiente había desaparecido. Nunca
supo si se lo había imaginado o si realmente había sucedido, pero no parecía
importarle mucho. Como dijo al final de la conferencia, el contacto
íntimo con el miedo hizo que sus dramas personales
se colapsaran, y finalmente el mundo que le rodeaba pudo llegar hasta él.
Nadie nos dice nunca que debemos dejar de huir del
miedo. Raras veces se nos dice que nos acerquemos más, que sigamos allí, que
nos familiaricemos con él.
En una ocasión le pregunté al maestro zen Kobun
Chino Roshi cómo se relacionaba con el miedo, y me dijo: «Concuerdo con él;
concuerdo.»
Pero el consejo que solemos recibir es el de
edulcorarlo, diluirlo, tomar una píldora o distraernos: cualquier cosa para
hacerlo desaparecer.
En realidad, no hace falta que nos animen a hacer
este tipo de cosas porque lo que solemos hacer de modo natural es disociarnos
del miedo. Ante la menor insinuación de su presencia nos descentramos y nos
evadimos.
Cuando sentimos que viene, desaparecemos.
Y es bueno saber que solemos actuar así, pero no
para castigarnos por ello, sino para desarrollar la compasión incondicional.
Lo más descorazonador de todo es nuestra forma de
engañarnos para evitar el momento presente.
Sin embargo, a veces estamos acorralados: todo se
cae en pedazos y desaparece la posibilidad de escapar.
En momentos así, las verdades espirituales más
profundas parecen muy evidentes y ordinarias. No hay dónde esconderse. Podemos
ver este hecho tan bien como cualquiera, incluso mejor que cualquiera. Antes o
después entendemos que, aunque no podemos hacer que el miedo
tenga una apariencia agradable, él será el que nos
introduzca a todas las enseñanzas que hemos leído u oído.
Por eso, la próxima vez que te encuentres con el
miedo, considérate afortunado. Aquí es donde el coraje entra en escena.
Generalmente, pensamos que la gente valiente no
tiene miedo, pero la verdad es que conocen el miedo íntimamente. Al principio
de nuestro matrimonio, mi esposo me dijo que yo era una de las personas más
valientes que conocía. Cuando le pregunté por qué, me dijo que porque era una
cobarde total, pero a pesar de todo seguía adelante y hacía las cosas.
El truco consiste en seguir explorando y no
abandonar aun cuando descubramos que algo no es lo que pensábamos, porque eso
es lo que nos va a ocurrir una y otra vez. Nada es lo que pensábamos; esto es
algo que puedo afirmar con toda confianza.
El vacío no es lo que pensábamos, y tampoco lo son
la conciencia del presente o el miedo. Tampoco la compasión es lo que
pensábamos, ni el amor ni la naturaleza de Buda. Ni el coraje. Éstas no son más
que palabras en clave para describir cosas que no conocemos mentalmente, pero que cualquiera de nosotros
puede experimentar. Son palabras que señalan lo que verdaderamente es la vida
cuando dejamos que las cosas se caigan a pedazos y nos dejamos clavar al
momento presente.
Pema Chödron
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