Nuestro
sentido de lo que somos determina cuáles han de ser nuestras necesidades y las
cosas a las cuales les atribuiremos importancia en la vida; y todo aquello que
nos parezca importante tendrá el poder de perturbarnos e irritarnos. Esto se
puede utilizar como criterio para descubrir hasta qué punto nos conocemos a
nosotros mismos. Lo que nos importa no es necesariamente lo que expresamos ni
aquello en lo cual creemos, sino aquello que se manifiesta como serio e
importante a través de nuestros actos y de nuestras reacciones. Entonces
conviene preguntarnos: “¿Cuáles son las cosas que me irritan y me alteran?” Si
las nimiedades tienen el poder para molestarnos, entonces eso es exactamente lo
que creemos ser: un ser insignificante. Esa será nuestra noción inconsciente.
¿Cuáles son las cosas insignificantes? En últimas, todas las cosas son
insignificantes, porque todas las cosas son transitorias.
Podemos
decir, “sé que soy un espíritu inmortal”, o “estoy cansado de este mundo de
locos y lo único que deseo es paz”, hasta cuando suena el teléfono. Malas
noticias: hubo un colapso de la bolsa de valores; se dañó el negocio; se
robaron el automóvil; llegó la suegra; se canceló el viaje; se canceló el
contrato; el compañero se ha ido; piden más dinero; dicen que es culpa nuestra.
Entonces se levanta en nuestro interior una oleada de ira o ansiedad. La voz se
torna dura: “no soporto más esto“. Acusamos, culpamos, atacamos, nos defendemos
o nos justificamos, y todo eso sucede en piloto automático. Obviamente hay algo
más importante para nosotros que la paz interior que pedíamos hace un momento,
y tampoco somos ya un espíritu inmortal. El negocio, el dinero, el contrato, la
pérdida o la amenaza de pérdida son más importantes. ¿Para quién? ¿Para el
espíritu inmortal que dijimos ser? No, para mí. Para ese pequeño yo que busca
la seguridad o la realización en cosas transitorias y que se enoja o se pone
nervioso cuando no las encuentra. Bueno, por lo menos ahora sabemos quiénes
creemos ser realmente.
Si
la paz es realmente lo que deseamos, debemos elegir la paz. Si la paz fuera más
importante para nosotros que todo lo demás y si supiéramos de verdad que somos
espíritu en lugar de un pequeño yo, no reaccionaríamos sino que nos
mantendríamos totalmente alertas frente a situaciones o personas difíciles.
Aceptaríamos inmediatamente la situación y nos haríamos uno con ella en lugar
de separarnos de ella. Entonces, a partir del estado de alerta, vendría la
reacción. Sería una reacción proveniente de lo que somos (conciencia) y no de
lo que creemos ser (el pequeño yo). Sería entonces una respuesta poderosa y
eficaz que no convertiría a la persona o a la situación en enemiga.
El
mundo siempre se encarga de que no nos engañemos durante mucho tiempo acerca de
lo que pensamos ser, mostrándonos las cosas que realmente nos importan. La
forma como reaccionamos ante las personas y las situaciones, especialmente en
los momentos difíciles, es el mejor indicador del conocimiento real que tenemos
de nosotros mismos.
Mientras
más limitada y más egotista sea nuestra idea de nosotros mismos, más atención
prestaremos y más reaccionaremos ante las limitaciones del ego, ante la
inconsciencia de los demás. Los “defectos” que vemos en los otros se
convierten, para nosotros, en su identidad. Eso significa que veremos solamente
el ego en los demás, reforzando así el nuestro. En lugar de mirar “más allá”
del ego de los demás, fijamos nuestra atención en él. ¿Quién ve el ego? Nuestro
ego.
Las
personas que viven en estado profundo de inconsciencia experimentan el ego
viendo su reflejo en los demás. Cuando reconocemos que aquellas cosas de los
demás que nos producen una reacción son también nuestras (y a veces sólo nuestras),
comenzamos a tomar conciencia de nuestro propio ego. En esa etapa es probable
que también nos demos cuenta que les hacíamos a los demás lo que pensábamos que
ellos nos hacían a nosotros. Dejamos de considerarnos víctimas.
Puesto
que no somos el ego, el hecho de tomar conciencia de él no significa que
sepamos lo que somos: sólo reconocemos lo que no somos. Pero es gracias a ese
conocimiento de lo que no somos que logramos eliminar el mayor obstáculo para
llegar a conocernos realmente.
Nadie
puede decirnos lo que somos. Sería apenas otro concepto más, incapaz de
cambiarnos. No hace falta una creencia para saber lo que somos. En efecto,
todas las creencias son obstáculos. Ni siquiera necesitamos alcanzar la
realización, porque ya somos lo que somos. Pero sin la realización nuestro ser
no puede proyectar su luminosidad sobre el mundo. Permanece en el ámbito de lo
inmanifiesto, es decir, en nuestro verdadero hogar. Entonces somos como la
persona que finge ser pobre mientras tiene cien millones de dólares en su
cuenta, con lo cual el potencial de su fortuna jamás se manifiesta.
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