POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS



Las masacres perpetradas por quienes acceden a la compra de armas nos desafían a una reflexión muy profunda sobre la tenencia legal y la enorme violencia desatada en nuestra sociedad. ¿Cómo pondremos fin a tantas tragedias?

 

«¿Cuál es el origen de tanta rabia, de tanto resentimiento, de tanto rencor?», se pregunta el autor de esta columna.

 

Por Sergio Sinay

A las 11:21 de la mañana del miércoles 25 de mayo de 2022 en Uvalde, localidad de Texas, Salvador Ramos, de 18 años, disparó en la cabeza a su abuela con uno de los dos rifles AR semiautomáticos que había comprado tres días antes de manera legal. A continuación, subió a su auto y se dirigió a la escuela primaria Robb, a la cual ingresó por una puerta lateral. En las dos horas siguientes, antes de ser abatido por la policía (que con un enorme grado de ineficiencia demoró su participación y no acató los protocolos diseñados para casos como este), Ramos mató a 19 alumnos y dos maestros, en la mayor masacre de este tipo en los últimos diez años.

 

Espantoso y brutal no fue, sin embargo, un episodio aislado, sino uno más en una cadena de exterminios que parecen formar parte de la vida cotidiana en Estados Unidos. Pueden ocurrir en colegios, en restaurantes, en oficinas públicas, en estaciones de servicio, en la calle, durante un desfile, en el transcurso de una maratón o en cualquier momento y lugar. Son tragedias en el sentido literal de la palabra y tal como se define a la tragedia, desde que los tres grandes dramaturgos de la Grecia antigua Esquilo, Sófocles y Eurípides fundaran el género hace cinco siglos con sus imperecederos dramas, como Edipo, Fedra, Las Troyanas, o Medea, entre otros. Una tragedia es el avance inevitable de una serie de episodios que conducen hacia un final cruento y mortal. Desde el principio se sabe que ese será el final, a menos que sus protagonistas tomen decisiones opuestas a las que están adoptando y actúen de una manera diferente. Pero esos protagonistas son los únicos que parecen ignorarlo y no hacen más que empujar los acontecimientos en la dirección fatídica.

 

 

Un fenómeno global

Las matanzas seriales que se producen en Estados Unidos están anunciadas desde el momento en que la compra y uso de armas es legal, está avalado y protegido por gobernantes y legisladores y auspiciado por fabricantes de armamento y organizaciones extremistas y racistas con arrasador poder económico, como la Asociación Nacional del Rifle (RNA por sus siglas en inglés). Por lo tanto, son tragedias. Se sabe que van a ocurrir, y ocurren. Pero aun con ser hechos constitutivos del acontecer nacional en ese país, no es solo allí donde la violencia, el asesinato como modo de dirimir conflictos o expresar emociones (odio, resentimiento, vergüenza) y las matanzas como medio de expresión política, religiosa o racial se van extendiendo. Están en todo el mundo, en cada lugar con características propias de eso que suele llamarse “ser nacional”.

 

«Cada vez, en todo el planeta, más personas están en posesión de armas, legal o ilegalmente. Que la industria de armas sea, junto a la farmacéutica, al narcotráfico y al tráfico de personas, una de las actividades que mueve mayores masas de dinero en el mundo puede tomarse como uno de los factores que explican el fenómeno».

Cada vez, en todo el planeta, más personas están en posesión de armas, legal o ilegalmente. Que la industria de armas sea, junto a la farmacéutica, al narcotráfico y al tráfico de personas, una de las actividades que mueve mayores masas de dinero en el mundo, puede tomarse como uno de los factores que explican el fenómeno. Por ese mismo motivo sigue habiendo guerras. Pero no es la única causa. Es necesario ir más allá de lo anecdótico, aun cuando lo anecdótico sea trágico.

 

Un dato significativo es que las últimas matanzas tienen como victimarios a menores de 18 años. Eso, en Estados Unidos. Pero si observamos lo que ocurre en nuestro país, donde jóvenes y adolescentes son protagonistas a la salida de los boliches, en las previas, en las rutas y en robos violentos, de situaciones que suelen terminar de modo fatídico, hay una pregunta que se impone. ¿Cuál es el origen de tanta rabia, de tanto resentimiento, de tanto rencor? La violencia es la explosión disfuncional de una agresividad (energía natural en los humanos) que no encuentra un canal creativo, un horizonte que le permita convertirse en fuerza creadora y trascendente. En los momentos iniciáticos de una vida esa energía necesita orientación, y la guía constructiva solo puede venir de quienes lideran la marcha existencial. Los adultos. Pero en sociedades atravesadas por un materialismo extremo, por un hedonismo tóxico, por el egoísmo y la indiferencia y por el juvenismo (culto patológico de la juventud, lucha desesperada e inútil contra el transcurso del tiempo y de los ciclos de la vida), no hay una visión orientadora y trascendente para las vidas en formación. La energía que las habita brota entonces de manera brutal, furiosa, desesperada, vestida de tragedia.

 

¿En que mundo ocurre esto? En un planeta en el que, de acuerdo con los datos más recientes de la Encuesta Mundial de Valores, apenas algo más de dos personas de cada diez consideran que pueden confiar en otras personas (esto incluye a la Argentina). Esa encuesta, realizada y actualizada desde 1970 por un equipo de científicos sociales de más de 60 países, y cuyos datos abarcan a más de 100 naciones, nos dice que vivimos en la era de la desconfianza, en la cual el otro, el prójimo, es ante todo sospechoso y usualmente culpable de nuestras frustraciones e imposibilidades.

 

 

La masacre de Texas, perpetrada por Salvador Ramos en una escuela, dejó como saldo 19 alumnos y dos maestros muertos, convirtiéndose en la mayor tragedia de este tipo en los últimos diez años.

 

Un necesario retorno

Habitamos, entonces, una atmósfera de bronca contenida, de insatisfacción, de un sinsentido existencial extendido y generalizado. Curiosamente eso se da en paralelo con incesantes novedades tecnológicas que nos ofrecen y prometen más confort, más velocidad, más distracción y posiblemente un próximo acceso a la inmortalidad. Pero el avance científico y tecnológico no garantiza ni de lejos mayor felicidad, mayor espiritualidad, mayor trascendencia. Y buena parte de esa tecnología es la armamentista. Armas cada vez más refinadas. ¿Para qué? Para la guerra. Son necesarias guerras para que esas armas se vendan, produzcan grandes ganancias, y se usen. Para la caza. Es necesario seguir depredando la fauna para que esas armas se usen y generen réditos económicos. Para la defensa personal. ¿Defenderse de quién? Del otro, del sospechoso, de aquel de quien se desconfía. Y cuando esas armas se usan la rabia, el resentimiento, la frustración y la intolerancia se expresan a través de ellas y generan pingües ganancias, además de masacres trágicas y de asesinatos por cuestiones nimias o por simple “defensa” o “prevención”.

 

«¿Cuál es el origen de tanta rabia, de tanto resentimiento, de tanto rencor? La violencia es la explosión disfuncional de una agresividad (energía natural en los humanos) que no encuentra un canal creativo, un horizonte que le permita convertirse en fuerza creadora y trascendente».

A menos que iniciemos el lento y largo regreso a la comprensión de que cada uno de nosotros es parte de un todo que resulta mayor a la suma de sus partes, a menos que honremos la diversidad que nos define como humanos, a menos que reconozcamos que nos necesitamos unos a otros para existir y que reaprendamos una convivencia en la que podamos manifestar los dones propios y únicos de cada uno puestos al servicio del bien común, el vacío existencial continuará extendiéndose como una plaga que enferma el alma y continuaremos asistiendo a masacres cuya repetición amenaza con naturalizarse y con hacernos indiferentes a ellas. Ningún ser humano es una isla, escribía el poeta y sacerdote británico John Donne en el siglo dieciocho. Ninguna muerte nos es ajena aunque así lo pretendamos, y ante cada una de ellas “no preguntes por quién doblan las campanas, decía Donne, están doblando por ti”.


Sergio Sinay


Fuente: Sophia Online

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