LA VIDA ES APRENDER

 


Un puente se derrumba. Fallaron los cálculos, dicen algunos. Tal vez falló la responsabilidad, la ética, nuestra humanidad. Un avión se cae raramente por un fallo mecánico, los fallos humanos están presentes en buena parte de los accidentes. Y la mayoría podrían ser prevenidos con una buena educación.

 

EDUCAR: ¿FORMAR O DEFORMAR?

 

Para ser buenos operarios no es suficiente conocer bien nuestros instrumentos. Para ser un médico cirujano no nos basta conocer bien la anatomía y la técnica quirúrgica. No nos alcanzan todos los conocimientos si falta lo esencial del ser humano: su humanidad. Y una educación humanizada, que poco o nada tiene que ver con la robótica de programas educativos prefabricados y enlatados, involucra tanto la sensibilidad como la responsabilidad, tanto la inteligencia cognitiva como la emocional.

 

¿Deforman nuestras escuelas? ¿Forman nuestras universidades? Por sus obras los conoceréis. Suprimimos la infancia, atiborramos a nuestros niños y niñas de números y letras en la edad irrepetible de los juegos y los cuentos. Bloqueamos muy temprano los caminos mágicos de su imaginación infantil, atentando contra la creatividad que los podría hacer únicos. Los conducimos precozmente por la senda de esa peculiar racionalidad, que nos ha llevado a los recalentamientos que agitan en la actualidad la economía, la política y la ecología.

 

Educar para competir, que no para compartir, ha contribuido a la creación de esos complejos de superioridad o de inferioridad, que complican nuestra vida actual con la intolerancia de la separatividad y nutren todos los tipos de violencia. Hemos educado para obtener resultados a costa de perder vocación. Hemos formado para el éxito sin saber que este no garantiza la felicidad. Hemos insistido en la cantidad de conocimientos, renunciando a la singularidad de esa sabiduría que cada cual alberga en su interior y le permite ser original.

 

¿Qué podríamos pedir a una escuela donde los profesores no sean maestros de sí mismos y no saboreen lo que dicen y hacen? La mejor escuela es la vida. Inyectar mayores presupuestos, tener más ordenadores o más material audiovisual, no será suficiente si no cultivamos los valores. La educación es el puente entre nosotros y nosotros mismos. Entre el ser y el hacer. Entre la tierra de la cultura y la semilla de nuestros talentos. No podemos permitir que el puente se siga derrumbando.

 

HIPERACTIVIDAD Y DÉFICIT DE CONCENTRACIÓN

 

Puede parecer que hoy los niños son más desatentos e inquietos, menos motivados y más impulsivos. Asistimos, dicen algunos expertos, a una epidemia de déficit de atención e hiperactividad, que no hemos logrado amainar con psicofármacos, psicología o consejerías educativas. Pero esta es la cosecha de una tierra en la que cultivamos una cultura acelerada, dispersa e irreflexiva. No atendemos, no cuidamos, no nos damos el tiempo necesario para amarnos.

 

No nos prestan atención, decimos, pero ¿les prestamos la atención que necesitan? La crisis es del sistema educativo, dirán algunos. Pero el sistema somos todos, no son sólo las instituciones, los gobiernos o los códigos escritos. No es ningún mecanismo automatizado para producir aptitudes en serie. El sistema está inscrito en nuestra forma de vivir, en las actitudes que generan nuestros actos. Masificamos, protocolizamos, imponemos. Pero la vida humana no es un recipiente vacío para llenar de conocimientos. Es una llama que sólo aviva una educación para la vida. Aprender, es encender. Saber no sólo es conocer, es también arder. Incluye tanto la razón como el corazón. El sabio está enamorado de la vida, de su asignatura. Se sabe único. Cada niño trae lo que trae, es ya un sabio a su manera, que podrá desarrollar su potencial si no atrapamos su diversidad original en el único cauce de la inteligencia cognitiva. La educación ha de ser un catalizador del potencial que nos permita la realización creativa del proyecto que cada uno viene a ofrendar a la vida.

 

ATENCIÓN Y MOTIVACIÓN

 

Déficit de atención es también déficit de motivación. Nos faltan los motivos, aquello que nos mueve desde adentro. Lo que de veras nos conmueva. El educador no puede ser sólo un profesor que enseña el manejo de algunos instrumentos. Estamos urgidos de maestros que aviven con su vida el fuego de la motivación; que despierten en sus alumnos la sed de conocerse y de saber. El maestro es un espejo en el que el discípulo se mira, para reconocerse único. Los buenos maestros y maestras no sólo enseñan acerca de las partituras de sus materias: ponen música a sus instrucciones y palabras. Cantan, danzan, se divierten con lo que hacen y lo contagian. Son cultos porque se han cultivado y enseñan a otros el arte de cultivar sus talentos. Son cultos, no sólo por todo lo que conocen, sino también porque saborean lo que saben y lo disfrutan. Saben que el aprendizaje es el arte de cultivarse sembrando en la tierra de la vida la semilla de los talentos.

 

EDUCAR PARA LLENAR VACÍOS

 

Hemos sido educados para pensar que el ser humano es algo así como un cuerpo que ha evolucionado hasta irradiar pensamientos, emociones, inteligencia y creatividad. Como si un montón de ladrillos y cemento fuera suficiente para construir un edificio. Esa es la materia prima, sí, pero hay un plano, hay un diseño, se necesitan constructores. Una casa se convierte en un hogar cuando se enciende el fuego de quienes la habitan. Nosotros mismos somos los que damos forma al edificio de la vida, nosotros somos los habitantes interiores. Lo que importa no son los ladrillos, ni las moléculas, importan los espacios diáfanos. El vacío. Ese vacío está lleno de nosotros mismos, pero si lo que buscamos es rellenar vacíos, hacemos de nuestros sistemas educativos instrumentos para atiborrar de conocimientos esos espacios interiores donde uno puede encontrarse con uno mismo. Y ser.

 

LA ESCUELA DE LA VIDA

 

Vivimos, pero no sólo vivimos en nuestra biología. Vivimos en nuestras relaciones, en nuestros sueños, en nuestra historia. Somos habitantes de un sustrato molecular pero no somos, como con tanta frecuencia se arguye en nombre de la ciencia, una mera emergencia de las moléculas.

 

Somos sujetos, no tan objetivos como hemos pretendido, porque somos exponentes de una profunda y misteriosa subjetividad, que habita tanto en nuestro cuerpo como en nuestras emociones, tanto en nuestras esperanzas como en nuestras crisis de sentido. Somos tan iguales y al mismo tiempo tan distintos que una educación que no reconozca a la vez la interdependencia e irrenunciable individualidad, estará condenada a fracasar. No podemos educar sólo para el ego. No podemos masificar la educación, negando las particulares necesidades de cada individuo. Necesitamos tanto de las normas generales como de la flexibilidad que dignifica el carácter único de cada ser humano. Para conseguirlo, no podemos educar sólo con los métodos y los contenidos. Todas las escuelas se inscriben en la escuela de la vida. Si no avalamos lo que decimos con la vida, si no convertimos las teorías en hechos y enseñamos valores con el ejemplo, nuestros alumnos tal vez nos entiendan pero nunca nos van a comprender.

 

Podemos intentar moldear la conciencia de los estudiantes pero si no somos el modelo vivo y cierto, todo no pasará de ser un cuento, y la vida nos pasará la cuenta. Estamos, en efecto, pagando la factura de la incoherencia. Hemos pretendido producir técnicos, doctores o especialistas a cualquier costo, aunque eso haya tenido el enorme coste de la deshumanización. Hemos buscado que emulen nuestros resultados, como si pudiéramos sentirnos orgullosos de la contaminación ambiental y psíquica que hemos construido con nuestro modelo de bienestar basado en competir y consumir.

 

¿Qué tal si educáramos también para ser humanos, para ser auténticos, para la felicidad? ¿Qué pasaría si nuestra educación especializada en reproducir esquemas y protocolos que coartan la creatividad de cada cual, se pudiera dirigir a catalizar el potencial único del ser? Nuestras instituciones educativas han de ser escuelas de valores en las que el valor incomparable de ser sea el mayor valor.

 

La vida es un proceso de cambio permanente, una experiencia de continuo aprendizaje. Y todos somos aprendices. Cada enfermedad, cada crisis, todos los fracasos y todos los éxitos, llevan lecciones implícitas que podemos aprender, porque todos han sido o van a ser nuestros maestros. A condición de que no superpongamos nuestros protocolos y condicionamientos a la realidad.

 

Si todos, profesores, alumnos, maestros, pacientes y médicos, tuviéramos la humildad de reconocernos aprendices, la vida sería una escuela permanente y el sistema educativo no sería nunca más como ese molde estrecho que asfixia la genialidad de cada ser humano. Aprenderíamos todos en la escuela de la vida hasta el día de la muerte. Cuando desnudos de todas las armaduras, podamos ir frescos por la vida, abriendo la mente y el corazón a la lección de conectividad que nos integra a toda la naturaleza, podremos saborear la vida, experimentar la integridad, valorizar nuestros verdaderos valores y más que predicar pequeñas verdades, podremos ser de verdad, vivir de verdad. Habremos aprendido la lección de la autenticidad, esa cualidad que nos da el valor incomparable de ser originales. Únicos.

 

 

Dr. Jorge I. Carvajal Posada

 

Fuente: Asociacion Internacional de Sinteergetica


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