Lao Tse - Nicholas
Roerich (1924)
Para poder adentramos
en el taoísmo deberemos tratar de situamos en el adecuado estado mental. Es tan
imposible esforzamos por entrar en ese estado mental como tratar de amansar la
turbulencia de las aguas con el simple movimiento de nuestra mano. En este sentido,
el punto de partida idóneo consiste en olvidar lo que sabemos o creemos saber,
suspender nuestros juicios y regresar al estado en el que nos hallábamos cuando
éramos bebés, antes de aprender el lenguaje y el nombre de las cosas.
En ese estado, en el
que nuestros sentidos se hallan sumamente aguzados y nuestro cuerpo está muy
despierto, es imposible realizar ningún comentario intelectual o verbal acerca
de lo que ocurre.
En ese estado sólo
sentimos lo que es sin nombrarlo de ningún modo. No sabemos absolutamente nada
de algo llamado mundo externo relacionado con algo llamado mundo interno. No
sabemos quiénes somos y tampoco tenemos la menor idea acerca de lo que
significan las palabras yo y tú, ya que ése es un estado anterior a todo
aquello. En ese estado ignoramos lo que es el auto-control, no conocemos la
diferencia existente entre el ruido de un coche en el exterior y un pensamiento
errabundo que penetra en nuestra mente, porque ambos son, simplemente, cosas
que ocurren. No identificamos la presencia de un pensamiento que puede ser sólo
la imagen de una nube que discurre ante el ojo de nuestra mente o el rastro del
movimiento de un automóvil, porque ambos son tan sólo cosas que suceden, como
nuestra respiración, la luz y todo cuanto nos rodea... incluso nuestra
vacilante respuesta a todo ello.
En ese estado somos
simplemente incapaces de hacer nada. No hay nada que se suponga que debamos
hacer. Nadie nos obliga a hacer nada. Somos absolutamente incapaces de hacer
otra cosa distinta a ser conscientes del zumbido ―del zumbido visual, del
zumbido auditivo, del zumbido táctil, del zumbido olfativo, etcétera,― todo es
zumbido, un zumbido que perdura de continuo. Y, como eso es lo que hay, no
queda más remedio que observarlo.
Pero no nos preguntemos
quién está observando porque todavía carecemos de información al respecto. No
sabemos que, para poder observar algo, se requiere de un observador. Esta es
una idea extraña que todavía no conocemos. Según Lao Zi: "El erudito aprende
algo nuevo cada día; el hombre del tao desaprende algo cada día, hasta que
acaba regresando a la no acción". Seamos conscientes, simplemente, sin
comentario alguno, sin la menor idea revoloteando en nuestra cabeza. ¿Qué otra
cosa podemos hacer? Pero no es que tratemos de ser conscientes, sino que
simplemente lo somos. Se darán cuenta, claro está, de que no pueden detener el
comentario que se desata en el interior de sus cabezas pero, al menos, pueden
considerarlo como un zumbido más. Escuchen, pues, el parloteo de su pensamiento
como si estuviesen escuchando el silbido del agua hirviendo en una tetera.
Tampoco sabemos de qué
somos conscientes, sobre todo cuando lo consideramos de una forma global ya que
sólo existe la sensación de que algo está sucediendo. Pero, en realidad, en ese
estado de no conceptualización, ni siquiera podríamos afirmar que algo sucede
porque ésa ya es una idea, una formulación verbal. Obviamente, no puedo decir
que algo sucede a menos que lo haga en referencia a algo que no sucede ya que
sólo puedo conocer el movimiento cuando lo comparo con el reposo y para hablar
del primero debería referirme también al segundo. Así que puede que lo que
reposa no suceda y que lo que está en movimiento esté sucediendo, pero no voy a
utilizar ese concepto porque, para que tuviera sentido, me vería obligado a
incluirlos a ambos. La afirmación "aquí" excluye lo que no está aquí
y la afirmación "esto" excluye a aquello y, de ese modo, me veo
relegado al silencio. ¿Entienden ustedes de qué estamos hablando? Eso es lo
que, en chino, se denomina tao y con ello, precisamente, vamos a empezar.
El significado
etimológico del término tao es el de "camino" o "curso",
como cuando, por ejemplo, hablamos del curso de la naturaleza. Lao Zi dijo que
el tao "emana de sí mismo", es decir, actúa espontáneamente (ziran).
Observemos nuevamente lo que está ocurriendo ahora mismo. Si abordamos este
momento desde una perspectiva primordial nos daremos cuenta de que estamos
presenciando un suceso o, dicho en otras palabras, de que, desde ese punto de
vista ―al que podríamos denominar docta ignorancia― no existe diferencia alguna
entre lo que hacemos y lo que nos ocurre. Todo forma parte del mismo proceso y
nuestros pensamientos pasan del mismo modo en que lo hacen los automóviles, las
nubes y las estrellas.
Cuando un occidental
escucha este tipo de afirmaciones, cree que se está hablando de una especie de
fatalismo o determinismo porque, en el fondo de su mente, todavía alberga dos
ilusiones. Una de ellas es que lo que está sucediendo le ocurre a él y, en
consecuencia, se siente víctima de las circunstancias. Pero resulta que, cuando
estamos asentados en la ignorancia primordial, no existe un yo diferenciado de
lo que ocurre y, por tanto, las cosas no nos suceden a nosotros, sino que
simplemente suceden, eso es todo. Y lo mismo podríamos decir con respecto al
"yo", a lo que llamamos yo o a lo que llamaremos yo, porque ese
supuesto "yo" también forma parte de lo que está sucediendo, también
forma parte del universo... aunque, estrictamente hablando, el universo carece
de partes. Nosotros llamamos partes a ciertos rasgos del universo, pero resulta
imposible separarlas del resto sin destruir a todo el conjunto y, lo que
todavía es más importante, sin convertirlas en algo inexistente.
La otra ilusión que se
evidencia cuando nos experimentamos a nosotros mismos y al universo como algo
que ocurre simultáneamente, es que lo que ahora está sucediendo no es la
consecuencia necesaria de lo que sucedió en el pasado. En la ignorancia
primordial no sabemos nada de todo eso y no podemos hablar de causa y de
efecto. Porque, si somos realmente ingenuos, veremos que el pasado es la
consecuencia de lo que está ocurriendo ahora, que el movimiento va hacia atrás,
hacia el pasado, como la estela que deja el barco a su paso. En última
instancia, todos los ecos van alejándose de nosotros hasta acabar
desapareciendo. Todo está comenzando en este instante, lo que llamamos futuro
es nada, el gran vacío del que todo dimana. Si cerramos los ojos y nos dedicamos
exclusivamente a escuchar la realidad, nos daremos cuenta de la existencia de
un trasfondo de silencio del que emanan todos los sonidos. Todos los sonidos se
originan en el silencio. Si cerramos los ojos y escuchamos, veremos que los
sonidos provienen de la nada y luego flotan, hasta que su eco va
desvaneciéndose y acaba convirtiéndose en un recuerdo, en una especie de eco.
Es muy sencillo, todo se origina ahora y, por tanto, es espontáneo, no está
determinado (ésa no es más que una noción filosófica) y tampoco es fruto del
azar (porque ése es otro concepto filosófico). Nosotros distinguimos lo
ordenado de lo aleatorio aunque ignoramos lo que es el azar. ¿Qué es "lo
que emana de sí mismo"? Digamos, de paso, que el término latino sui
generis significa brotar espontáneamente, el mismo significado, por cierto, del
nacimiento virginal. Y eso, precisamente, es lo que ocurre con el mundo, con el
tao.
Pero tal vez todo esto
nos asuste y nos lleve a preguntarnos: "¿Quién se ocupa de todo si las
cosas ocurren espontáneamente? Es evidente que yo no soy quien hace las cosas,
pero espero que haya un dios o alguien que se ocupe de ello". Pero ¿por
qué debería haber alguien que se ocupara de todo? Tengamos en cuenta que, en
tal caso, aparecería una nueva preocupación adicional con la que previamente no
habíamos contado, es decir: "¿Quién vigila al vigilante mientras éste está
ocupado vigilando?". ¿Quién cuida al cuidador? ¿Quién vigila a Dios?
Quizás pudiéramos, entonces, responder: "Dios no necesita que nadie se
ocupe de él". Pero, en tal caso, tampoco necesitaríamos de todo eso.
Fuente: Alan Watts.
Taoísmo (Kairós, 2003)
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