Soy testigo habitual de
la dificultad que tienen muchas personas que han caminado largo tiempo por las
sendas espirituales para asumir la experiencia sentida del sufrimiento. Hay una
tendencia enorme a la evasión por los derroteros de la mente pensante.
La indagación incluso,
aunque es una herramienta al servicio de la consciencia, al ser utilizada desde
esta tendencia egoica a la evitación, puede llegar a convertirse en una
reflexión intelectual muy profunda, sí, pero que no genera una transformación
real porque no se lleva hasta el fondo de la experiencia.
“La comprensión debe
impregnar e inundar hasta la última de nuestras células, si ha de ser real y
viva.”
Y no es válido para mí
usar el argumento que afirma “yo no soy un cuerpo“, como apoyo para eludir la
experiencia sentida. La identificación con un pequeño yo está firmemente
arraigada en nuestra emocionalidad y en nuestro cuerpo, como resultado de haber
asumido la idea de la separación en nuestra psique.
Por mucho que
absorbamos conceptos espirituales que tienden al reconocimiento de la
consciencia abierta que somos, si no asumimos la experiencia emocional sentida
en el cuerpo, nuestra corporalidad seguirá siendo un freno, una barrera o un
refugio para la idea del yo separado, en lugar de un vehículo cuya
transparencia pueda reflejar nuestra verdadera naturaleza.
Para poder soltar algo
es necesario vivirlo a fondo. Soltar la identificación con el yo-cuerpo
requiere, para mí, vivenciar la experiencia de esa identificación en el mismo
cuerpo, donde la idea de separación ha dejado sus huellas más profundas.
Ahondar en el sentido
del “yo” cuando éste se manifiesta más intensamente es una gran oportunidad.
Esta intensidad se da especialmente en los momentos de sufrimiento, ya sean
generados por una búsqueda compulsiva de un objeto que pueda hacer “feliz” a
ese pequeño yo o por el rechazo de algo que supuestamente puede dañar su
precaria identidad.
“Para poder soltar algo
es necesario vivirlo a fondo.”
Sí, el apego y la
aversión son los dos movimientos básicos que sostienen ese sentido del “yo” y
generan, al identificarnos con ellos, eso que llamamos sufrimiento. Se reflejan
en nuestra experiencia emocional en forma de sensaciones en el cuerpo.
Sin embargo, no solemos
abrirnos a sentirlas. Y, a veces, de tanto ignorarlas, parecen inexistentes.
Cerrarnos a esa experiencia, a veces nada agradable, es lo que le da al cuerpo
su aparente consistencia. Al percibirse como un refugio de lo que nos amenaza,
va adquiriendo una sensación de solidez que el pequeño yo utiliza para
protegerse de un supuesto universo amenazador.
En el abordaje
“espiritual”, supuestamente consciente, de estas situaciones de sufrimiento,
suele suceder que no incluimos en la observación esa tendencia a eludir el
malestar de las sensaciones físicas. Puede que nos quedemos en la simple
declaración de “no hay nadie aquí a quien le suceda esto”. O bien que nos
centremos en cualquier concepto elevado o busquemos una imagen espiritual en la
que refugiarnos del malestar que sentimos.
Puede ser un alivio
momentáneo, sí, pero no se trata de buscar un alivio de nada. Puede ser un gran
hallazgo, por supuesto, saber que no hay un “yo” al que le pase nada, pero
desde el momento en que hay evitación de la experiencia por miedo a sentir (y
suele estar muy disimulada), el pequeño yo continúa intacto. Eso sí,
enriquecido con unos cuantos conceptos espirituales más.
No es válido usar el
argumento que afirma “yo no soy un cuerpo”, como apoyo para eludir la
experiencia sentida.
Dejarnos atravesar por
la experiencia sentida en el cuerpo sin esperar nada de ello nos asusta, pues
tambalea nuestra precaria identidad, que percibe la vulnerabilidad y la
indefensión como su mayor amenaza. El pequeño yo teme desaparecer como un ente
sólido y compacto ante ese aparente resquebrajamiento que adivina en el sentir.
Por ello, aceptar el
sentir es imposible para él, pues socava sus cimientos. Sólo la consciencia que
somos lo admite en todo su espectro y, por ello, la experiencia del sufrimiento
se convierte en una puerta para reconocernos como lo que somos, consciencia abierta
e infinitamente amorosa.
Por ejemplo, supongamos
que me atraviesa una experiencia de angustia. Puedo recurrir a la indagación:
“¿quién siente angustia?” o “¿a quién preocupa esto?”. Es verdad que, si me
detengo, no encuentro un “alguien” a quien le esté sucediendo nada. Lo que sí
encuentro, y muy clara, es la experiencia de la angustia que está siendo
sentida en el área del estómago o la garganta en forma de contracción, en mi
respiración agitada, en los pensamientos que se agolpan y se aceleran en mi
espacio mental.
La experiencia de
sufrimiento, con todos sus componentes (sensaciones, emociones, pensamientos,
percepciones…), suele ser asimilada por el pequeño yo como algo suyo (“estoy
angustiado”), pero al mismo tiempo la rechaza y quiere desembarazarse de ella.
Así se intensifica la identificación con el personaje que sufre, pero que no
quiere sufrir.
“Todo es sentido,
admitido, respirado, penetrado íntimamente por la luz de la consciencia que
abraza y envuelve toda experiencia.”
Sin embargo, hay otra
posibilidad siempre abierta: la consciencia. Ésta, no rechaza nada, deja que
todo sea como es y admite todas las expresiones de la experiencia como simples
modulaciones energéticas que acaecen en su seno. El dolor, la contracción, la
respiración alterada, las náuseas, el latido acelerado… Todo es sentido,
admitido, respirado, penetrado íntimamente por la luz de la consciencia que
abraza y envuelve toda experiencia.
Desde esta
contemplación natural, que no se adjudica ninguna autoría ni se victimiza por
nada, nos distanciamos del núcleo del “yo”, que se sostiene en ese movimiento
de apego o aversión hacia los objetos de su experiencia que considera reales.
Desde esta amplitud, el
vocerío de la mente que se resiste o rechaza, también es admitido, en vez de
creído. Nos fundimos totalmente con nuestra verdadera esencia abierta, luminosa
y amorosa, en el seno de la cual, todo tiene permiso para aparecer y
desaparecer, doler o suavizar, tensar o aflojar… como modulaciones de la propia
consciencia viva.
Igualmente, cuando
vivimos una experiencia de apego hacia algo que nos atrae poderosamente por
haberlo asociado a nuestra felicidad o compleción, se nos abre la misma puerta.
Puedo preguntar: “¿a quién le atrae esto?”. De nuevo, no encuentro un
“alguien”, y esto no siempre es suficiente si el apego sigue impregnando la
experiencia y hay un rechazo hacia ella (bastante disimulado) que tiende a
eludirla.
“Tanta intensidad
asusta y preferimos seguir pensando o resguardándonos en conceptos
espirituales.”
Ante la dificultad para
acercarnos a sentir, podríamos quedarnos “tranquilos” en la aceptación de que
no hay nadie que sienta esa atracción o impulso, pero quizás obviamos que hay
una experiencia que vivir en profundidad, que es la que nos revelaría
vívidamente la evidencia de esa ausencia.
La atracción está aquí
en forma de sensaciones, impulsos, sentimientos de urgencia, argumentos
mentales que justifican o promueven la experiencia… ¡Entremos por esa puerta y
asumamos el riesgo de desaparecer por ella! Da miedo, es cierto… Tanta
intensidad asusta y preferimos seguir pensando o resguardándonos en conceptos
espirituales.
Aquietarnos,
concebirnos como el amplio espacio de la consciencia y abrirnos a la
experiencia es ya, en sí, un radical cambio de perspectiva que nos sitúa en un
espacio de contemplación, insoportable para el buscador de experiencias
agradables o espirituales que lo hagan creerse “alguien“.
“Viviéndola,
sintiéndola, fundidos con la experiencia somos la vida que siempre hemos sido.”
Vivir la experiencia,
permitirla, sentirla físicamente, sin un “quién” al que le ocurra es ser la
amplitud que somos, más allá de ese “yo” que busca alivio. Yo lo llamaría
“indagación emocional“.
Como consciencia,
podemos contemplar así sus argumentos y resistencias: un manojo de pensamientos
que no constituyen un “yo”, un manojo de sentimientos y sensaciones cambiantes
y que no llevan ninguna etiqueta, ni requieren una identificación, ni autoría.
Todo es contemplado, sentido, permitido en su ir y venir sin necesidad de ser
utilizado para fabricar una identidad.
Viviéndola,
sintiéndola, fundidos con la experiencia somos la vida que siempre hemos sido.
La percepción de un yo separado a quien le suceden las cosas va disolviéndose
naturalmente.
La comprensión profunda
de que nada ahí fuera tiene la más mínima entidad o consistencia surge al no
alimentar los movimientos de búsqueda o evitación que están en la base del ego,
que se cree separado de los objetos de su experiencia y por eso los busca o los
rechaza.
¿Qué queda? La
consciencia del amor que somos, la amable contemplación de ese alarde de
movimientos que ya no conforman la idea de un yo personal. Es una contemplación
viva, no indiferente ni teórica.
Hemos invertido en la
vida, no en movimientos mentales que la evitan, y la vida ahora es intensa y
amplia en su contemplación. Es lo que somos.
Dora Gil
Fuente: SerLibreMente
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