Hoy te compartimos tres maravillosas
lecturas del teólogo y sacerdote español José Antonio Pagola para ayudarte a
reflexionar sobre este momento de gran confusión que estamos atravesando.
En tiempos difíciles, preguntarnos
sobre Dios, la vida, la muerte, el sentido y la trascendencia es un camino que
todos recorremos en la búsqueda de un bálsamo que nos cobije frente al miedo y
el dolor. Desde el inicio de los tiempos, el ser humano ha sabido elevar la
mirada ante la adversidad para encontrar respuestas más allá de él mismo,
abriendo un horizonte más amplio con la certeza de que no estamos solos en el
mundo. Un mundo donde reinan las penas, pero donde también habitan la belleza y
el misterio.
¿Cómo no rendirnos ante lo
trascendente de la experiencia?
Para acompañar ese tránsito del alma
(una aventura que requiere calma, observación y recogimiento), elegimos algunas
lecturas del teólogo y sacerdote español José Antonio Pagola con la idea de
atender su llamado a ser cada día más espirituales y, por qué no, también un
poquito más sabios. ¡Buen viaje!
CAMINAR SOBRE EL AGUA
Son muchos los creyentes que se
sienten hoy a la intemperie, desamparados en medio de una crisis y confusión
general. Los pilares en los que tradicionalmente se apoyaba su fe se han visto
sacudidos violentamente desde sus raíces. La autoridad de la Iglesia, la
infalibilidad del papa, el magisterio de los obispos, ya no pueden sostenerlos
en sus convicciones religiosas. Un lenguaje nuevo y desconcertante ha llegado
hasta sus oídos creando malestar y confusión, antes desconocidos. La «falta de
acuerdo» entre los sacerdotes y hasta en los mismos obispos los ha sumido en el
desconcierto.
Con mayor o menor sinceridad son
bastantes los que se preguntan: ¿Qué debemos creer? ¿A quién debemos escuchar?
¿Qué dogmas hay que aceptar? ¿Qué moral hay que seguir? Y son muchos los que,
al no poder responder a estas preguntas con la certeza de otros tiempos, tienen
la sensación de estar «perdiendo la fe».
«Son bastantes los que se preguntan:
¿Qué debemos creer? ¿A quién debemos escuchar? ¿Qué dogmas hay que aceptar?
¿Qué moral hay que seguir? Y son muchos los que, al no poder responder a estas
preguntas con la certeza de otros tiempos, tienen la sensación de estar
perdiendo la fe».
Sin embargo, no hemos de confundir
nunca la fe con la mera afirmación teórica de unas verdades o principios.
Ciertamente, la fe implica una visión de la vida y una peculiar concepción del
ser humano, su tarea y su destino último. Pero ser creyente es algo más
profundo y radical. Y consiste, antes que nada, en una apertura confiada a
Jesucristo como sentido último de nuestra vida, criterio definitivo de nuestro
amor a los hermanos y esperanza última de nuestro futuro.
Por eso se puede ser verdadero
creyente y no ser capaz de formular con certeza determinados aspectos de la
concepción de la vida. Y se puede también afirmar con seguridad absoluta los
diversos dogmas y no vivir entregado a Dios en actitud de fe.
Mateo ha descrito la verdadera fe al
presentar a Pedro, que «caminaba sobre el agua» acercándose a Jesús. Eso es
creer. Caminar sobre el agua y no sobre tierra firme. Apoyar nuestra existencia
en Dios y no en nuestras propias razones, argumentos y definiciones. Vivir
sostenidos no por nuestra seguridad, sino por nuestra confianza en él.
APRENDER DE LOS SENCILLOS
Jesús no tuvo problemas con las
gentes sencillas del pueblo. Sabía que le entendían. Lo que le preocupaba era
si algún día llegarían a captar su mensaje los líderes religiosos, los
especialistas de la ley, los grandes maestros de Israel. Cada día era más evidente:
lo que al pueblo sencillo le llenaba de alegría, a ellos los dejaba
indiferentes.
Aquellos campesinos que vivían
defendiéndose del hambre y de los grandes terratenientes le entendían muy bien:
Dios los quería ver felices, sin hambre ni opresores. Los enfermos se fiaban de
él y, animados por su fe, volvían a creer en el Dios de la vida. Las mujeres
que se atrevían a salir de su casa para escucharle intuían que Dios tenía que
amar como decía Jesús: con entrañas de madre. La gente sencilla del pueblo
sintonizaba con él. El Dios que les anunciaba era el que anhelaban y
necesitaban.
«Siempre es igual. La mirada de la
gente sencilla es, habitualmente, más limpia. No hay en su corazón tanto
interés torcido. Van a lo esencial. Saben lo que es sufrir, sentirse mal y
vivir sin seguridad. Son los primeros que entienden el evangelio».
La actitud de los «entendidos» era
diferente. Caifás y los sacerdotes de Jerusalén lo veían como un peligro. Los
maestros de la ley no entendían que se preocupara tanto del sufrimiento de la
gente y se olvidara de las exigencias de la religión. Por eso, entre los
seguidores más cercanos de Jesús no hubo sacerdotes, escribas o maestros de la
ley.
Un día, Jesús descubrió a todos lo
que sentía en su corazón. Lleno de alegría le rezó así a Dios: «Te doy gracias,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a
sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla».
Siempre es igual. La mirada de la
gente sencilla es, habitualmente, más limpia. No hay en su corazón tanto
interés torcido. Van a lo esencial. Saben lo que es sufrir, sentirse mal y
vivir sin seguridad. Son los primeros que entienden el evangelio.
Esta gente sencilla es lo mejor que
tenemos en la Iglesia. De ellos tenemos que aprender obispos, teólogos,
moralistas y entendidos en religión. A ellos les descubre Dios algo que a
nosotros se nos escapa. Los eclesiásticos tenemos el riesgo de racionalizar,
teorizar y «complicar» demasiado la fe. Solo dos preguntas: ¿por qué hay tanta
distancia entre nuestra palabra y la vida de la gente? ¿Por qué nuestro mensaje
resulta casi siempre más oscuro y complicado que el de Jesús?
CREAR FRATERNIDAD
Un proverbio oriental dice que
«cuando el dedo del profeta señala la luna, el estúpido se queda mirando el dedo».
Algo semejante se podría decir de nosotros cuando nos quedamos exclusivamente
en el carácter portentoso de los milagros de Jesús, sin llegar hasta el mensaje
que encierran.
Porque Jesús no fue un milagrero
dedicado a realizar prodigios propagandísticos. Sus milagros son más bien
signos que abren brecha en este mundo de pecado y apuntan ya hacia una realidad
nueva, meta final del ser humano.
Concretamente, el milagro de la
multiplicación de los panes nos invita a descubrir que el proyecto de Jesús es
alimentar a los hombres y reunirlos en una fraternidad real en la que sepan
compartir «su pan y su pescado» como hermanos.
«Pensamos que amamos al prójimo
simplemente porque no le hacemos nada especialmente malo, aunque luego vivamos
con un horizonte mezquino y egoísta, despreocupados de todos, movidos
únicamente por nuestros propios intereses».
Para el cristiano, la fraternidad no
es una exigencia junto a otras. Es la única manera de construir entre los
hombres el reino del Padre. Esta fraternidad puede ser mal entendida. Con
demasiada frecuencia la confundimos con «un egoísmo vividor que sabe
comportarse muy decentemente», según Karl Rahner.
Pensamos que amamos al prójimo
simplemente porque no le hacemos nada especialmente malo, aunque luego vivamos
con un horizonte mezquino y egoísta, despreocupados de todos, movidos
únicamente por nuestros propios intereses.
La Iglesia, en cuanto «sacramento de
fraternidad», está llamada a impulsar, en cada momento de la historia, nuevas
formas de fraternidad estrecha entre los hombres. Los creyentes hemos de
aprender a vivir con un estilo más fraterno, escuchando las nuevas necesidades
del hombre actual.
La lucha a favor del desarme, la
protección del medio ambiente, la solidaridad con los pueblos hambrientos, el
compartir con los desocupados las consecuencias de la crisis económica, la
ayuda a los adictos, la preocupación por los ancianos solos y olvidados… son
otras tantas exigencias para quien se siente hermano y quiere «multiplicar»,
para todos, el pan que necesitamos los hombres para vivir.
El relato evangélico nos recuerda que
no podemos comer tranquilos nuestro pan y nuestro pescado mientras junto a
nosotros hay hombres y mujeres amenazados de tantas «hambres». Los que vivimos
tranquilos y satisfechos hemos de oír aquellas palabras: «Dadles vosotros de
comer».
Fuente: Sophia
No hay comentarios:
Publicar un comentario