Embarcarse en el camino espiritual es
como meterse en un bote muy pequeño y aventurarse en el océano en busca de
tierras desconocidas. Cuando practicamos de todo corazón nos sentimos
inspirados, pero antes o después acabamos encontrándonos con el miedo.
Pensamos que al llegar al horizonte
estaremos en el fin del mundo y nos caeremos al vacío. Como todo explorador,
nos sentimos atraídos a descubrir lo que nos está esperando ahí fuera, sin
saber aún si tendremos el valor necesario para hacerle frente.
«El miedo es una
reacción natural al acercarse a la verdad.»
El miedo es una experiencia
universal; lo sienten hasta los insectos más pequeños. Cuando vamos chapoteando
entre los charcos que quedan tras la bajada de la marea y acercamos el dedo a
los cuerpos suaves y abiertos de las anémonas, podemos ver cómo se cierran. Lo
mismo les ocurre espontáneamente a todos los demás animales. Sentir miedo
cuando nos enfrentamos a lo desconocido no es algo terrible; más bien es una
parte integral del hecho de estar vivos y que todos compartimos.
«Cualquiera que esté en el límite de
lo desconocido, plenamente en el presente sin punto de referencia, experimenta
la ausencia de base o fundamento, de un lugar donde agarrarse.»
Reaccionamos ante la posibilidad de encontrarnos
con la soledad, con la muerte, ante la posibilidad de no tener nada a lo que
agarrarnos. El miedo es una reacción natural al acercarse a la verdad.
Pero si nos comprometemos a quedarnos
donde estamos nuestra experiencia se vuelve muy vivida; las cosas se ven muy
claras cuando no hay escape posible.
Cualquiera que esté en el límite de
lo desconocido, plenamente en el presente sin punto de referencia, experimenta
la ausencia de base o fundamento, de un lugar donde agarrarse. Cuando nuestra
comprensión se hace más profunda descubrimos que el presente es un lugar muy
vulnerable, lo que puede ser una experiencia absolutamente enervante y al mismo
tiempo absolutamente tierna.
Cuando empezamos nuestra exploración,
tenemos todo tipo de ideales y expectativas. Buscamos respuestas que satisfagan
el hambre que hemos sentido durante largo tiempo, pero lo último que deseamos
es que nos vuelvan a hablar del hombre del saco. Evidentemente, la gente
intenta avisarnos.
Recuerdo que la primera vez que me dieron
instrucciones de meditación, la profesora me describió la técnica, me dio las
instrucciones necesarias para la práctica y luego añadió: «Pero, por favor, no
salgas de aquí pensando que la meditación te va a dar unas vacaciones de la
irritación.» De alguna manera, todas las advertencias del mundo no llegan a
disuadirnos; de hecho, nos acercan más al sendero.
«Nadie nos dice nunca
que debemos dejar de huir del miedo.»
De lo que estamos hablando es de
llegar a conocer el miedo, de familiarizarnos con él, de mirarle directamente a
los ojos; no como una forma de resolver los problemas, sino como una manera de
deshacer completamente las viejas maneras de ver, oír, oler, saborear y pensar.
La verdad es que, cuando realmente
comencemos a hacerlo no va a quedar mucho espacio para la arrogancia que
resulta de aferramos a nuestros ideales. La arrogancia que inevitablemente
aflorará va a ser vapuleada de continuo por nuestro propio coraje de ir un paso
más allá.
Los descubrimientos que
experimentaremos mediante la práctica no tienen nada que ver con ninguna
creencia. Tienen mucho que ver con tener el coraje de morir, el coraje de morir
continuamente.
«Lo más descorazonador de todo es
nuestra forma de engañarnos para evitar el momento presente.»
Nadie nos dice nunca que debemos
dejar de huir del miedo. Raras veces se nos dice que nos acerquemos más, que
sigamos allí, que nos familiaricemos con él.
En una ocasión le pregunté al maestro
zen Kobun Chino cómo se relacionaba con el miedo, y me dijo: «Concuerdo con él;
concuerdo.» Pero el consejo que solemos recibir es el de edulcorarlo, diluirlo,
tomar una píldora o distraernos: cualquier cosa para hacerlo desaparecer.
Lo que solemos hacer de modo natural
es disociarnos del miedo. Ante la menor insinuación de su presencia nos
descentramos y nos evadimos. Cuando sentimos que viene, desaparecemos. Y es
bueno saber que solemos actuar así, pero no para castigarnos por ello, sino
para desarrollar la compasión incondicional. Lo más descorazonador de todo es
nuestra forma de engañarnos para evitar el momento presente.
«Nada es lo que pensábamos; esto es
algo que puedo afirmar con toda confianza.»
Sin embargo, a veces estamos
acorralados: todo se cae en pedazos y desaparece la posibilidad de escapar. En
momentos así, las verdades espirituales más profundas parecen muy evidentes y
ordinarias.
No hay dónde esconderse. Podemos ver
este hecho tan bien como cualquiera, incluso mejor que cualquiera. Antes o
después entendemos que, aunque no podemos hacer que el miedo tenga una
apariencia agradable, él será el que nos introduzca a todas las enseñanzas que
hemos leído u oído.
Por eso, la próxima vez que te
encuentres con el miedo, considérate afortunado. Aquí es donde el coraje entra
en escena. Generalmente, pensamos que la gente valiente no tiene miedo, pero la
verdad es que conocen el miedo íntimamente.
Consiste en seguir explorando y no
abandonar aun cuando descubramos que algo no es lo que pensábamos, porque eso
es lo que nos va a ocurrir una y otra vez.
Nada es lo que pensábamos; esto es
algo que puedo afirmar con toda confianza. El vacío no es lo que pensábamos, y
tampoco lo son la conciencia del presente o el miedo. Tampoco la compasión es
lo que pensábamos, ni el amor ni la naturaleza de Buda. Ni el coraje.
«Generalmente, pensamos
que la gente valiente no tiene miedo, pero la verdad es que conocen el miedo
íntimamente.»
Éstas no son más que palabras en
clave para describir cosas que no conocemos mentalmente, pero que cualquiera de
nosotros puede experimentar.
Son palabras que señalan lo que
verdaderamente es la vida cuando dejamos que las cosas se caigan a pedazos y
nos dejamos anclar al momento presente.
Pema Chödron (Cuando todo se
derrumba)
Fuente: Ser LibreMente
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