Bankei Yōtaku fue uno de los grandes
maestros zen japoneses, vivió durante años como un eremita y cuando finalmente
alcanzó la iluminación, se negó a asumir una posición honorable dentro del
monasterio y prefirió seguir ayudando en las labores de la cocina. Sin embargo,
la fama de su sabiduría era tan grande, que llegaban alumnos de todas partes de
Japón para que los guiara.
Se cuenta que, durante una de esas
semanas de meditación, uno de los discípulos fue atrapado robando. El joven fue
denunciado ante Bankei, para que este lo expulsara. Sin embargo, Bankei ignoró
el caso.
Días más tarde, volvieron a atrapar
al discípulo cometiendo un acto similar, pero, una vez más, Bankei ignoró el
asunto. Aquella situación enfureció a los otros discípulos, que redactaron una
petición pidiendo que el ladrón abandonara el monasterio ya que no lo
consideraban digno de estar allí. Si el maestro zen no lo hacía, serían ellos
quienes abandonarían el monasterio.
Cuando Bankei leyó la petición,
reunió a todos sus discípulos y se dirigió a ellos:
– Sois personas sabias – les dijo. –
Conocéis la diferencia entre lo correcto y lo que no está bien. Podéis iros a
otro monasterio a proseguir vuestro aprendizaje, si así lo deseáis. Sin
embargo, este pobre joven ni siquiera sabe distinguir el bien del mal. ¿Quién
le enseñará si no lo hago yo? Lo mantendré a mi lado hasta que aprenda.
Un torrente de lágrimas inundó el
rostro del discípulo que había robado. En ese preciso momento, todo deseo de
robar había desaparecido.
Todos pueden criticar,
pocos pueden practicar el perdón y la compasión
Algunas veces, una simple historia
puede enseñarnos mucho más que un libro de filosofía. El enorme poder de las
historias se debe a que sortean las barreras de lo racional, llegando a tocar
las fibras emocionales, que son las que generan el conocimiento más profundo.
De hecho, en el budismo se afirma que
todo lo que merece la pena aprender, no puede ser enseñado. Se refiere a que
los grandes aprendizajes, esos que nos cambian y transforman nuestra manera de
ver el mundo, provienen del interior.
Bankei nos brinda una gran lección a
través de esta sencilla historia y nos recuerda algo que gran parte de nuestra
sociedad parece haber olvidado: la crítica dice más de quien critica, que de
quien es criticado. Si queremos dejar huellas y construir realmente un mundo
mejor, deberíamos practicar mucho más el perdón y la compasión.
Bankei nos invita a reflexionar sobre
la facilidad con la que podemos darle la espalda a las personas que se
equivocan, aquellas que no comparten nuestros puntos de vista o las que se
comportan de manera contraria a nuestros valores. En vez de tender un puente,
preferimos catalogarlas como “personas tóxicas” y alejarnos.
A nivel social a veces se producen
auténticos linchamientos mediáticos, que refuerzan la idea de que está bien
criticar, aunque no conozcamos a la persona, sus motivos y ni siquiera tengamos
la certeza de que actuó mal. Lo hacemos porque nos reconforta pensar que
existen el bien y el mal absolutos, esa idea nos transmite una ilusoria sensación
de orden y seguridad.
Al juzgar al otro pretendemos
colocarnos por encima, asegurándonos de que somos «mejores» porque no
actuaremos de la misma forma. Así negamos la dualidad que existe en nuestro
interior, y, de cierta forma, la proyectamos sobre el otro. Negamos los valores
y actitudes negativas que nos asustan y creemos ver en el otro.
Por supuesto, tampoco se trata de
premiar los malos comportamientos, no hay dudas de que la sociedad debe
mantener cierto orden, y por ello existen las reglas y castigos para quienes
las incumplen. Tampoco se trata de asumir una postura masoquista poniendo la
otra mejilla, en ciertos casos, alejarse de algunas personas es lo único que
podemos hacer para preservar nuestro equilibrio emocional. Sin embargo, antes
de apresurarnos a criticar a los demás y expulsarlos de nuestra vida con la
etiqueta de “tóxicos”, sería conveniente tomarnos el tiempo para intentar
ayudarles.
Sentir compasión por una persona
vulnerable o que está sufriendo es una respuesta natural, nuestro cerebro está
«programado» para ello. Perdonar a quien se ha equivocado y tenderle la mano para
ayudarle a cambiar es mucho más complicado porque exige un acto consciente en
el que debemos ser capaces de ponernos en el lugar de la otra persona. Este
acto no solo demanda un gran esfuerzo sino también una gran confianza en uno
mismo.
Sin embargo, si nos detuviésemos un
momento para mirar más profundo, más allá del comportamiento, podríamos ver a
la persona. Un estudio realizado en la Universidad de California reveló que las
personas más críticas y mordaces suelen ser también las más vulnerables emocionalmente
ya que utilizan la crítica como estrategia defensiva para esconder su
fragilidad.
Esta preciosa historia zen nos anima
a no apresurarnos a juzgar a las personas y aprender a perdonar, para ayudar
desde la compasión a quienes no cuentan con las mismas herramientas que
nosotros. A veces para ayudar basta con dar el ejemplo y mostrar que somos
capaces de perdonar, sentir compasión y ser tolerantes.
Fuente: Rinco n de la Psicologia
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