Un llamado a abrir los
ojos y a correr todos los velos, para observar aquello que nos duele o nos
incomoda. Una invitación a dejar de lado los consejos y las técnicas, con el
fin de asumir un verdadero compromiso de cambiar nuestro modo de vivir.
Posiblemente tu
respuesta al título de esta columna sea “sí”. ¡Y el mío también! El problema
repite, se repite, se repite… y no comprendemos por qué. Parece que viniera
desde afuera pero, sobre todo en aquello que se reitera, el gran desafío es ver
cuál es mi parte. Porque solo dándome cuenta de mi parte podré cambiar el
juego. Como una vez me dijo una alumna, impactada por su “darse cuenta” en ese
mismo instante: “¡Entonces esto es como el pin-pon! ¿Y si yo dejo de hacer
‘pin’…?”.
O sea: tu problema, mi
problema, es desbaratar el juego cambiando nuestra parte.
Para eso, hay que
desarrollar algo que no es “una técnica”, “un recurso”, “una herramienta”. Es
un modo de vivir. Es vivir en estado de autoobservación continua. Así lo
proponen las disciplinas de Oriente, y desde allí lo toma la Psicología
Transpersonal. Eso requiere, sí, de aprender cómo hacerlo, y de una intención
permanente, innegociable, tan sagrada como un voto del corazón, de observar
todo lo que en mí se mueva: mis intenciones, mis pensamientos, mis sensaciones,
mis emociones, mi actitud corporal, mis gestos, mi manera de articular la voz y
el lenguaje, la impresión que quiero producir en el otro, mis eventuales modos
de procurar controlar o manipular la situación, los roles en los que me encajo
a mí misma, los mandatos internos que voy siguiendo sin advertirlo…
Y más. Mucho más.
Ya sé que parece
abrumador. Y, sobre todo, al principio… ¡lo es! Porque, como dice Charles Tart,
“la atención de una persona promedio es como un músculo flácido”. Por ende,
requiere de entrenamiento. Y cuando entrenamos en un gimnasio determinados
músculos, partimos de lo que no tenemos. Fortalecemos lo que no hay.
Desarrollamos habilidades a partir de la mera torpeza.
Es ir dándome cuenta,
cada vez más, de lo que en mí se mueve.
¿Cuál es el resultado
posible? Que al empezar a entrenar la atención en la vida cotidiana, lo hagamos
con el músculo que no es, porque el correcto está esmirriado. O sea, en vez de
autoobservarnos desde la Conciencia-Testigo (que las disciplinas de Oriente nos
invitan a despertar dentro nuestro), toma la tarea el intelecto, y pensamos
acerca de lo que nos pasa, lo interpretamos, lo enumeramos, o inclusive lo
describimos como un relator deportivo describe los pases hasta que se produce
el gol.
¡Y, me consta, puede
hasta ser insufrible tenerse a sí mismo en ese estado!
Sin embargo, no es
diferente que cualquier otra disciplina en la que uno quiera ser virtuoso:
tocar un instrumento musical, ser un buen bailarín, esculpir una figura con
gracia… Sí: autoobservarse se parece a un arte. Y de tanto tocar cuerdas que
desafinan, de tanto caerse en el giro de danza, de tanto maltratar el mármol o
la madera… un día uno encuentra que está pudiendo. ¡Que está pudiendo!
El sabor es diferente:
ya no es el intelecto el que busca observar. Fluye de manera natural una
atención que se distingue porque, justamente, puede ver mucho más allá,
incluyendo al intelecto: los pensamientos, conclusiones, imaginarios, tanto
como las sensaciones, emociones, todo lo que se mueva en nuestra interioridad
(y, con frecuencia, a nuestro alrededor). Cuando eso sucede, ha habido algo más
que un cambio psicológico (o, si se quiere, psicoespiritual). Ha habido un
cambio en nuestro cerebro. De estar intentando desde el hemisferio izquierdo
(limitado y estrecho para el arte de autoobservar), otras conexiones se han ido
fortaleciendo, como los músculos en el gimnasio. Es el hemisferio derecho el
que puede ahora aportar sus potencialidades, sin que el izquierdo se apague.
¿Y qué se logra con
eso? Otra calidad de atención. ¿Y para qué sirve lograrlo? Para darme cuenta.
¿Y qué gano con darme cuenta? Libertad. La libertad de comenzar a actuar con
otros patrones vinculares sin ya repetir los disfuncionales, la libertad de
desligarme de mandatos que maniataran mis decisiones, la libertad de callar
cuando es mejor no decir, y de decir cuando es mejor no callar, la libertad de
un pensamiento más ancho, una emotividad más alegre, más inspirada e
inspiradora… más compasiva. Es un proceso que no termina jamás, y que comienza
con ese “no poder”… ¡pero querer! Un anhelo intenso del espíritu inclinado a
hallar la propia identidad no-condicionada, y, con ella, el propio Destino.
¿Qué cambios se
producen en la atención de quien se entrena en autoobservarse (tanto durante la
meditación como, sobre todo, en medio de las demandas de la vida)?
La atención se vuelve:
–más frecuente, es
decir, son menores las brechas de falta de conciencia de sí entre cada momento
en que recordamos prestar atención profunda, muy prolongadas, (¡a veces por
meses o años!) en quien no se ocupa de mirarse a sí mismo;
–más estable, pues no se
desbarata el propósito tan fácilmente ante factores externos o internos,
conservándose frente a los desafíos vitales;
–más penetrante, o sea,
podemos darnos cuenta de que nuestro psiquismo tiene como capas de
pensamientos, sentires y demás, pudiendo entonces la atención ir viendo qué se
mueve en cada una de esas capas (a veces contradictorias entre sí). Se vuelve,
como le llamaba Krishnamurti, una atención sin opción, advirtiendo tanto lo que
“nos gusta” como lo que “no nos gusta”.
Esta atención es la semilla
de la libertad y su falta la razón de la mayoría de nuestros problemas.
Por eso, solemos decir
“¡No me di cuenta!” (refiriéndolo a algo que haya sucedido hace solo un rato, o
ante decisiones que hemos tomado décadas atrás, con malas consecuencias). Darse
cuenta es el antídoto al veneno de la ausencia de sí. Tráete a tu vida. Yo
estoy en la misma Tarea. En el Ahora nos encontraremos.
Fuente: Sophia Online – Revista
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