Aun en los tiempos más
oscuros, dice en esta columna Gabriel María Otálora, los seres humanos somos
capaces de renacer y de situarnos en el presente con madurez para construir el
futuro.
En el siglo V se produjo
un derrumbe generalizado en Europa a consecuencia de la decadencia del Imperio
romano. San Agustín, gravemente enfermo, vio como toda la seguridad de su
tiempo, basada en sólidos pilares religiosos y de todo tipo, se resquebrajaba.
Falleció sitiado en Hipona por los bárbaros (extranjeros) germánicos, que fue
conquistada poco después. A aquellos contemporáneos suyos les resultaba casi
imposible de digerir el derrumbamiento del orden mundial de entonces. Algo
similar ocurrió en Jerusalén cuando el Templo, signo esencial en la historia
religiosa del pueblo judío, fue arrasado por Pompeyo pocas decenas de años
después de la muerte de Jesús.
“Recordar la historia
es importante porque nos muestra la realidad como algo complejo y
desconcertante, incluso para bien”
Qué no decir de los
milenarismos tenebrosos que auguraban el fin del mundo. Más cerca de nosotros
la generación anterior a la mía fue coetánea de la Segunda Guerra Mundial, de
Mao, Stalin y del Holocausto judío… Afortunadamente, la situación mundial
causada por el coronavirus no es una situación equiparable, aunque haya puesto
en jaque a buena parte del Planeta. Recordar la historia es importante porque
nos muestra la realidad como algo complejo y desconcertante, incluso para bien,
porque los humanos somos capaces de reinventarnos aun sintiendo la vida sin
asideros sólidos donde agarrarse ante el miedo y la angustia que produce el
sufrimiento añadido de lo que no podemos controlar o es desconocido.
Si recordamos el
significado del término griego crisis, no es otro que “decisión” en el sentido
de oportunidad que nos emplaza a valorar posibles nuevos cambios de rumbo. Así
ha ocurrido siempre; hasta de la desesperación han salido acicates para que
renazca la esperanza, y con ella, nuevos sistemas de ideas y actualizaciones de
creencias. Es una suerte que la vida permite renacer con esperanza después de
tocar fondo, y vivir el presente con madurez para construir el futuro.
La nube diaria de
titulares negativos no deja ver los muchos signos y evidencias que destilan
esperanza por los cuatro costados: miles de voluntarios afanados en aportar
esperanza a los infectados por el coronavirus. Millones de pruebas de amistad,
de compañerismo, de solidaridad… tanta gente que nos rodea tratando de hacer el
día a día del confinamiento humanizado y alegre. El personal sanitario… sólo
nos acordamos de ellos cuando el dolor, como ahora, aprieta. La esperanza
también viaja con ellos.
Algo más que optimismo
Los que quieren
destruir son más ruidosos, pero son menos. Para un cristiano, vivir la
esperanza es mucho más que un estado de optimismo: es interpretar el futuro
posible y deseable con los ojos de una vivencia anticipada que da sentido al
momento presente mientras ponemos las bases para crear lo que todavía es una
meta.
La esperanza es la
cualidad teologal que nunca defrauda. La esperanza verdadera construye, no
espera; se vive más que se anhela. Es una disposición interior, es la que hace
posible su gran objetivo: dar un sentido al presente construyendo sobre la
realidad actual. No estéis tristes, exhorta el Evangelio, porque el plan de
Dios insufla toneladas de esperanza para despertar el corazón hasta convertirlo
en signos y hechos de esperanza para otros.
“Los humanos somos
capaces de reinventarnos aun sintiendo la vida sin asideros sólidos donde
agarrarse ante el miedo y la angustia”
En este contexto, me
parece muy oportuna la reflexión del cardenal Omella, ahora al frente de la
Conferencia Episcopal, recordando que las tecnologías de comunicación en este
tiempo de reclusión no deben absorber y robar todo el tiempo. Nos pide que
dediquemos espacios para repasar nuestra vida, para pensar con esperanza hacia
dónde y cómo queremos orientar el resto de nuestras vidas en este mundo, a la
espera del encuentro definitivo con Dios. Ahora tenemos más tiempo para todo,
incluso para nuestra oración y para acordarnos del sufrimiento en torno a este
dichoso virus, con graves y angustiosas consecuencias económicas para muchas
personas.
A pesar de la
limitación, el mal y la muerte, algo hay en nuestro interior que nos impulsa a
“esperar contra toda esperanza” (Rom 4,18) frente a las ganas de abandonarnos y
dejar de luchar. Es un consuelo saber que cualquier cambio gigantesco, empieza
siempre por algo inapreciable al ojo humano. Lo importante de verdad es
recordar que Dios acude a nuestra llamada, cumple sus promesas y nos renueva la
fe. Siempre. ¡Él es nuestra esperanza!
Este texto fue
publicado originalmente en ECLESALIA, el 23/03/2020, bajo el título Esperanza
siempre.
Gabriel María Otalora
Fuente: SOPHIA ONLINE
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