Es
esa dulce melancolía por habernos alejado de él (o de ella). Tao, Shiva,
Olorun, Javé, Alá, Dios, la Diosa... No importa su nombre, sino lo que
representa esa ausencia. Según el teólogo brasileño Leonardo Boff, la falta de
espiritualidad es la gran amenaza para el ser humano. ¿Vos también necesitás
recuperarla?
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“Saudade”,
en português, no se puede traducir a otros idiomas, porque no es una cosa que
se define, sino que se vive y se sufre. En Brasil la describimos así: es una
melancolía tierna, una mezcla de un dolor suave por un bien que fue vivido, que
ya no vuelve más, pero que regresa dulcemente a la memoria: el primer beso de
la persona amada o la mirada profunda de una mujer que, en un andén de la
estación del tren, se encontró con la mirada también penetrante de un hombre y
ambos sintieron un amor inmediato.
Si
bien el tren partió y nunca más se volvieron a ver, aquella profunda mirada
mutua, que llegó hasta el fondo del alma, nunca pudo ser olvidada.
En
su máxima intensidad, saudade es la experiencia de ser tomado totalmente y no
sentir ya el cuerpo propio. Esa saudade es dolorosa cuando no se consigue
volver a renovarla. Pero la saudade no deja que el pasado sea solo pasado.
Aunque ausente, lo vuelve presente, solo que invisible.
En
nuestro peregrinar por la vida, todo lo bello, realizador, impactante y
profundo que nos toca, deja un rastro de saudade. Un niño con cáncer, dijo muy
bien: “saudade es el amor que queda cuando ya todo pasó”.
La
sociedad moderna tardía y letrada ha saturado a muchos de bienes materiales,
los ha llenado de vanas promesas de felicidad y hasta les ha forjado un falso
evangelio de la prosperidad, para el cual entregan tiempo, entusiasmo y un
sacrificado dinero, como en las iglesias neopentecostales fundamentalistas,
explotados por pastores que son verdaderos lobos con piel de ovejas. El
mercado, conscientemente, los mantiene ocupados con mil ofertas de consumo, de
viajes, de experiencias nuevas que les hacen difícil encontrarse consigo
mismos. Se vive etsi Deus non daretur, “como si Dios no existiese”. O como si
hubiese sido borrado del horizonte de la existencia.
Misteriosa
saudade
Pero
no todo es manipulable en el ser humano. En él hay misterios, rincones
impenetrables que guardan memorias y arquetipos ancestrales. De ahí puede
surgir una dulce melancolía muy particular, la saudade de Dios, del Ser que
habita lo profundo. Durante muchos siglos daba cohesión a la sociedad y ofrecía
un fundamento a la existencia humana.
Por
razones muy complejas que no cabe analizar aquí, irrumpió el ser humano nuevo
de la modernidad, que prescindió de Dios. Se presentó como un deus minor in
terra, como “un dios menor en la tierra”. Su experiencia fundacional se definió
por la voluntad de poder, el poder ejercido como dominación sobre los otros,
sobre la mujer, sobre los pueblos, sobre la naturaleza, sobre la vida y sobre
el espacio exterior.
En
la nueva conformación del mundo asumió tantas tareas que, de repente, se dio
cuenta de que ya no podía realizarlas. El pequeño dios cayó en “el complejo de
Dios”. Ya no tiene fuerzas, se siente frágil, impotente, temeroso de sí mismo,
pues ha creado una máquina de muerte que puede terminar con él de múltiples
formas distintas. Ha inaugurado lo que llaman el antropoceno, una nueva era
geológica en la cual la gran amenaza a la vida y al planeta es él mismo. Hizo
guerras que solo en el siglo XX mataron a 200 millones de personas. Devastó la
naturaleza, que ahora se vuelve contra él con huracanes, calentamiento global,
aumento de los océanos, escasez de bienes y servicios, sin los cuales no se
sustenta la vida.
“Anunciamos
la muerte de Dios porque nosotros lo matamos. Y lo matamos para ocupar su
lugar, y para ser el Superhombre que se ha convertido en “el pequeño dios”, que
vive más allá del bien y del mal. Él decide todo. Durante más de dos siglos ha
tratado de realizar ese propósito y ha fracasado”.
Ahí
surge lo que estaba escondido en aquel rincón recóndito de su interioridad: la
“saudade de Dios”. No importa el nombre “Dios”, importa lo que representa:
aquella Energía poderosa y amorosa que sustenta todo y que, por eso, debe ser
viva e inteligente; aquel Valor Incuestionable vivo e irradiante que orienta
los comportamientos humanos y controla las fuerzas de lo Negativo.
El
mantra de la cultura ilustrada es engañoso.
Anunciamos
la muerte de Dios porque nosotros lo matamos. Y lo matamos para ocupar su
lugar, y para ser el Superhombre que se ha convertido en “el pequeño dios”, que
vive más allá del bien y del mal. Él decide todo. Durante más de dos siglos ha
tratado de realizar ese propósito y ha fracasado. Ha sucumbido al propio peso
de las tareas que se impuso. Ahora anda errante, solitario, buscando a qué
agarrarse. Vive la ilusión, ya referida por un místico.
El
enemigo del Sol subió a una terraza, cerró los ojos y gritó a todos: ya no hay
más sol; el Sol murió porque yo lo maté. Ignorante, no ve más el sol, no por
culpa del sol, sino de sus ojos cerrados. El Sol estará siempre allí
iluminando, pues esa es su naturaleza. Tal vez Dios entró en un eclipse. Y eso
exacerba aún más la saudade de Dios, de que Él finalmente penetre la nube de la
arrogancia humana y venga humildemente a ser acogido por nosotros.
Esa
saudade de Dios no existe en la inmensa mayoría de los pueblos que no pasaron
por la circuncisión de la modernidad. Jamás se les pasó por la cabeza la
absurda arrogancia de “matar a Dios”. Mucho menos pretendieron ser “el pequeño
dios” dominador de todo y de todos. Viven la “saudade de Dios”, sintiéndolo en
sus trabajos cotidianos, en el convivir amoroso con la familia, en la dura
lucha para asegurar día tras día los medios de subsistencia.
Ellos
no necesitan creer en Dios, pues saben de él. Lo sienten y lo viven en la piel
del cuerpo, en el espíritu, en el sufrimiento y en la discreta alegría de
vivir.
Estos
son los guardianes de la sagrada memoria del Dios de mil nombres (Tao, Shiva,
Olorun, Javé, Alá, Dios…). Son los profetas y maestros para los hijos de la
modernidad tardía, capaces de humedecerles las raíces para que reverdezcan y
superen la triste soledad que los devora. Basta que los encuentren y los
escuchen. Entonces también ellos “sentirán la saudade de Dios”.
¡Qué
saudade tenemos de ese Dios vivo y verdadero! ¡Qué saudade…!
Fuente: Interser
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