Peleas con conocidos o
desconocidos, en el ámbito público o privado; discusiones por cosas nimias que
muchas veces terminan en verdaderas tragedias. Es tiempo de aprender a convivir
con el otro desde las diferencias para dejar de ver en él a un potencial
enemigo.
Peleas a las salidas de
los boliches, peleas entre automovilistas en las calles y rutas, peleas entre
vecinos, peleas dentro de las barras bravas, peleas en los consorcios,
discusiones entre desconocidos por cuestiones banales. Muchos de estos
enfrentamientos, que son repetidos y cotidianos, terminan de manera sangrienta,
se cobran muertos y heridos, dejan resentimientos que anuncian nuevas
tragedias.
Son tragedias en el
sentido estricto del término, tal como lo planteaban los antiguos y sabios
griegos.
La tragedia como género
nació de la mano de Esquilo (autor de Las Euménides, Agamenón y Las coéforas),
Sófocles (Edipo rey, Edipo en Colona, Electra) y Eurípides (Medea, Electra, Las
troyanas). Estos tres grandes poetas y dramaturgos establecieron los mecanismos
trágicos a través de sus obras en los siglos V y VI antes de Cristo. Así, vemos
que la tragedia es un proceso que una vez iniciado no se puede detener, y cuyo
final es indefectiblemente funesto y aciago.
Sin embargo, no se
trata de un final sorprendente o inesperado. Se sabe desde el principio cómo
ocurrirán las cosas y los únicos que parecen ignorarlo son sus protagonistas,
que marchan hacia el desenlace fatal de la misma manera en que los insectos
suelen precipitarse hacia la llama en donde arderán.
Tragedias anunciadas
Como extraordinarios y
sensibles observadores de la realidad, los tres grandes trágicos griegos no
hicieron más que reflejar a través del arte un fenómeno de la vida. El inmortal
e incomparable William Shakespeare llevaría aquella percepción a un grado
supremo en obras como Otelo, Macbeth, Rey Lear, Hamlet, Ricardo III y Romeo y
Julieta. Imposible no reconocer en las creaciones de estos artistas aspectos
ominosos, sombríos y siempre presentes del acontecer humano. Ellos, y otros notables
creadores más cercanos en el tiempo, explican a través de sus argumentos
trágicos de qué manera la oscuridad se cierne sobre nuestro paisaje existencial
en ciertos momentos de la historia.
Aquí y ahora este
parece ser uno de esos momentos.
La violencia, la
intemperancia, la intolerancia que se han ido naturalizando en las relaciones
interpersonales, tanto en el ámbito privado como en el público, se manifiestan
en episodios invariablemente trágicos, que terminan como se podía vislumbrar
que terminarían, y cuyo final anunciado solo parecen ignorar los protagonistas.
Ante esa sucesión de episodios, comienza a tomar forma una pregunta que
necesita respuesta prioritaria: ¿podemos convivir?
“La violencia, la
intemperancia, la intolerancia que se han ido naturalizando en las relaciones
interpersonales, tanto en el ámbito privado como en el público, se manifiestan
en episodios invariablemente trágicos, que terminan como se podía vislumbrar
que terminarían, y cuyo final anunciado solo parecen ignorar los protagonistas”.
Un requisito esencial
de la convivencia es el reconocimiento del otro, ese que llamamos prójimo. Y
prójimo significa próximo. Siempre hay un ser humano próximo, ya sea de manera
permanente (como pareja, familiares, vecinos, amigos, incluso adversarios) o
circunstancial (proveedores, clientes, paseantes, vecinos de asiento en un
colectivo, un avión, el subte, el tren o una sala de espera). Vivimos en un
mundo poblado de “otros”. Y entre los 7.200 millones de seres humanos que
pueblan el planeta no hay dos iguales, ni los hubo, ni los habrá.
La singularidad de cada
uno, su carácter de inédito e irremplazable, es definitoria. No hay manera de
vivir con un calco de uno mismo, siempre tendremos diferencias (de necesidades,
de prioridades, de gustos, de tiempos, de ideas, de proyectos, de sensaciones,
de sentimientos, de perspectivas, de percepciones), aun con las personas más
cercanas y queridas. Cuando esto no se acepta ni se reconoce, la intolerancia
siembra su semilla. Queda latente una sensación que comienza en frustración y
bien puede terminar en resentimiento.
Tiempo de crecer como
humanos
Si los otros no cumplen
al pie de la letra nuestras expectativas empezamos a alejarnos de ellos, a
descalificar sus percepciones. Recorremos el camino inverso al de la empatía.
Buscamos relacionarnos solo con aquellos que vemos como nuestros clones. Que
quieren, sienten, piensan como nosotros. Construimos entonces grupos de
“nosotros”, los iguales, los coincidentes. Entre “nosotros” nos entendemos, nos
protegemos, nos alabamos. De entre “nosotros” van surgiendo líderes (mejor
llamarlos caudillos), en cuya jefatura confiamos, a quienes nos entregamos,
entregamos nuestra capacidad de decisión, la libertad de nuestro albedrío.
Lo hacemos porque, de
lo contrario, corremos el riesgo de la exclusión, de la no pertenencia. Y
mientras esto ocurre, quienes no se pliegan, quienes piensan, sienten, sueñan o
desean distinto se convierten en “ellos”. Y “ellos” no son confiables, no
merecen ni estima ni atención. Llegado el caso, tampoco compasión. “Ellos” son
sospechosos de provocar nuestras desdichas, nuestras frustraciones.
Más que sospechosos,
llegan a ser directamente culpables.
“Y cuanto más nos
encerramos en nuestra rígida y estrecha ciudadela de “nosotros”, más “ellos”
vemos por todas partes. Diferentes grupos de “ellos”. La familia política, los
hinchas del otro equipo, los del quinto piso, los de la vereda de enfrente, los
de otra religión, los no creyentes, los extranjeros, los carnívoros, los
veganos, los porteños, los del interior, los de la provincia vecina, los
oficialistas, los opositores, las mujeres, los varones, etcétera, etcétera”.
Y cuanto más nos
encerramos en nuestra rígida y estrecha ciudadela de “nosotros”, más “ellos”
vemos por todas partes. Diferentes grupos de “ellos”. La familia política, los
hinchas del otro equipo, los del quinto piso, los de la vereda de enfrente, los
de otra religión, los no creyentes, los extranjeros, los carnívoros, los
veganos, los porteños, los del interior, los de la provincia vecina, los
oficialistas, los opositores, las mujeres, los varones, etcétera, etcétera.
Según en donde nos paremos seremos siempre “nosotros” contra diferentes
“ellos”. Y en “ellos”, quienes fueren, depositaremos todo aquello que no
aceptamos de nosotros.
Serán los portadores de
nuestra sombra.
Creando a un enemigo
En un texto
extraordinario, titulado El creador de enemigos, el filósofo estadounidense Sam
Keen (autor entre otras obras de Fuego en el cuerpo, Amar y ser amado, La vida
apasionada e Himnos a un Dios desconocido), propone crear el retrato de un
enemigo tomando una tela en blanco y dibujando en ella “la envidia, el odio y
la crueldad que no te atreves a admitir como propias”. Indica deformar la
sonrisa de ese rostro hasta que sea una mueca de crueldad. “Exagera cada rasgo,
continua Keen, hasta transformar a cada ser humano en una bestia, una alimaña,
un insecto”. Más adelante dice: “Cuando hayas terminado el retrato de tu
enemigo podrás matarlo o descuartizarlo sin sentir culpa o vergüenza alguna”.
Así, lo más rechazado y
odiado del “otro”, de “ellos”, suele ser un espejo de nosotros.
Cuando en una sociedad
se intensifica la dinámica de “nosotros” y “ellos” –proceso en el que, a
nuestra vez, nos convertimos en los “ellos” de otros– ya nadie cree en
propósitos, visiones e intereses comunes, los que siempre pueden existir a
pesar de las diferencias, o con las diferencias. Tampoco se respetan o aceptan
leyes, normas y reglas que articulen esas diferencias y permitan la
convivencia. Cada grupo de “ellos” establece su ley, su justicia, y se cree con
derecho a convertirlas en universales y válidas para todos. La sociedad se
fragmenta, la convivencia se hace imposible. Se impone la ley del más fuerte o
del más violento.
La tragedia despliega
sus alas.
¿Podemos, entonces,
convivir? Podremos hacerlo, posiblemente, cuando abramos los ojos y veamos que
estamos rodeados de otros, que todos somos diferentes, y aprendamos a respetar
esas diferencias (siempre que no sean de valores morales esenciales) y a
enriquecernos con lo que ellas nos proveen. Porque siempre los otros tienen
algo de lo que carezco y viceversa. En un mundo de diferentes podemos convivir.
Si únicamente vivimos entre “nosotros” solo sabremos confrontar.
Sergio Sinay
Fuente: Sophia Revista OnLine
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