LA PAZ EN LAS BIENAVENTURANZAS PARTE 1

 


La paz en las Bienaventuranzas parte 1 Jesús conocía las enseñanzas de los Grandes Maestros que le precedieron y sabía la importancia que Buda le daba a la paz.

 

LA PAZ DE JESÚS Y BUDA

La paz es igual cuando proviene de la misma fuente... DIOS.

 

Estos días, mis queridos hermanos y hermanas, os dije algunas palabras sobre las Bienaventuranzas, en primer lugar sobre las Bienaventuranzas de Buda y, después, sobre las de Jesús, en el Sermón de la Montaña. Habréis observado que entre ambas hay algunas diferencias, lo que es normal; Buda precedió en cinco siglos a Jesús, su época y su tarea eran diferentes, pero en el fondo tienen algo en común.

 

Tomemos, por ejemplo, las palabras de Buda:

 

«Bienaventurados los pacíficos que, evitando la maledicencia, el orgullo y la hipocresía, practican la compasión, la humildad y el amor». Jesús dijo simplemente: «Bienaventurados los que aportan la paz, porque serán llamados hijos de Dios» Existen varias traducciones: «bonachones», «pacíficos» … pero yo prefiero «los que aportan la paz», debido a la palabra «paz», porque esta palabra es la que hoy me interesa. Jesús conocía la enseñanza de todos los grandes Maestros que le habían precedido y sabía la importancia que Buda le daba a la paz. Él mismo decía a menudo: «¡Que la paz sea con vosotros!», o bien: «¡Iros en paz!» Y, al final, les dijo a sus discípulos: «Me voy, y os dejo mi paz». ¿Por qué sólo dijo esto al final? Podría haberles dado la paz antes de partir, ¡la necesitaban tanto!

 

Y ahora también, en el mundo entero, todos buscan la paz, pero la comprenden de una forma muy externa. Dicen, por ejemplo: «¡Déjeme en paz!», es decir, quiero estar tranquilo. ¡Pero la paz es mucho más que eso! Para conocerla hay que estudiarla desde el punto de vista esotérico, y es una de las cosas más difíciles de realizar. Lo que a mí me interesa es cómo comprenden la paz los Iniciados, porque, si no, ¡es tan fácil encontrar un lugar en el que podamos estar tranquilos! No hay más que irse al desierto o a las altas montañas. Pero, aún así, interiormente no tienen la paz. ¿Por qué? Porque se han llevado su «transistor» en la cabeza, este dichoso transistor del que no se separan nunca y que está ahí, siempre en marcha… ¡Y lo que oyen! A menudo está sintonizando las estaciones del Infierno, donde también hay músicas, claro, pero ¡qué músicas!, ¡qué estrépito! Sin embargo, están ahí, en paz, en tranquilidad, en silencio… Sí, exteriormente, todo está en calma, pero interiormente se desencadenan las tempestades, las tormentas y los huracanes. Todo está alterado, porque el transistor está ahí, en marcha, y recibe, capta… ¿Por qué? Porque son ignorantes, simplemente, y cuando uno es ignorante nada puede marchar como Dios manda.

 

El organismo humano representa un microcosmos construido exactamente a imagen del macrocosmos, es decir, que existe entre ambos (microcosmos y macrocosmos) toda una red de correspondencias. Y la Ciencia esotérica, justamente, está basada en la ley de correspondencias. El hombre es algo muy pequeño en un cosmos inmensamente grande, pero cada órgano de su cuerpo está en afinidad con una región del cosmos que le corresponde. Evidentemente, no hay que imaginarse que el cosmos tiene órganos como los nuestros, pero, en su esencia, nuestros órganos y los órganos del cosmos tienen algo idéntico; están en correspondencia absoluta y, gracias a la ley de afinidad, el hombre puede alcanzar en el espacio las fuerzas, los centros y los mundos que corresponden a ciertos elementos que hay en él. Este conocimiento de las correspondencias abre, pues, unas posibilidades inauditas.

 

La literatura esotérica menciona muchas cosas que todavía no están bien explicadas. Por todas partes vais a encontrar las palabras «microcosmos» y «macrocosmos», pero muy pocos saben verdaderamente lo que son el microcosmos y el macrocosmos, y cómo ponerlos en relación para poder trabajar con ellos y obtener resultados. Y suponed que os revelo que el microcosmos está invertido en relación al macrocosmos… que lo que está abajo en el microcosmos corresponde a lo que está arriba en el macrocosmos… Reflexionad y veréis que eso trastocará vuestra comprensión de las cosas.

 

Jesús dijo que el que aporta la paz será llamado hijo de Dios. ¿Por qué? ¿Y qué significa ser hijo de Dios? Ser hijo de Dios es ser como Dios mismo, es ser a su imagen, de la misma manera que el microcosmos es a imagen del macrocosmos. Sólo que, aquí, la correspondencia ya no pertenece al dominio físico, material, sino al dominio del espíritu. En el dominio del espíritu volvemos a encontrar las mismas correspondencias. Dios, es lo grande; hijo de Dios, es lo pequeño, y ambos son semejantes. Así pues, microcosmos y macrocosmos se refiere al dominio de la materia, mientras que hijo de Dios y Dios se refiere al dominio del espíritu.

 

COMPRENDER LA PAZ

 

Tratemos ahora de comprender lo que es la paz.

 

El cuerpo físico está constituido por un gran número de órganos relacionados entre sí; cada uno hace un trabajo particular, pero todos deben estar en acuerdo, en armonía, porque, si no, se producirán trastornos, lo que en música se llaman disonancias. Así pues, cuando todos sus órganos hacen su trabajo desinteresadamente, impersonalmente, para el bien del organismo entero, el hombre está sano y en paz. Pero este bienestar, esta paz, no son aún más que estados puramente físicos. Para tener la paz del alma y del espíritu hay que ir mucho más arriba, es preciso que todos los elementos que constituyen el otro organismo, el organismo psíquico, vibren también al unísono, sin egoísmo, sin tiranteces, sin prejuicios, como los órganos del cuerpo físico cuando éste se encuentra en buena salud. La paz y la armonía, pues, son unos estados de conciencia superiores. Sólo que, como la paz depende también del organismo, y los menores inconvenientes que se producen en éste pueden turbar la armonía psíquica, es necesario que todo esté en armonía para que la paz se instale completamente.

 

La paz, tal como se comprende en general, todavía no es la verdadera paz. Si durante unos minutos, o unos instantes, no sentimos interiormente ninguna agitación ni trastorno, eso todavía no es paz, porque no es un estado duradero. La verdadera paz, una vez que se ha instalado, ya no podemos perderla. Sí, la paz no es solamente sentirse bien, tranquilos y sin preocupaciones durante un momento, sino que es algo mucho más profundo, mucho más precioso… Es ya un resultado. ¿Y de qué es un resultado? Lo veréis dentro de un rato.

 

En una orquesta, cuando todos los instrumentos están bien afinados y todos los músicos siguen la dirección del jefe de orquesta, el resultado es una armonía perfecta. De igual manera, en el ser humano la paz es también una armonía, un acuerdo perfecto entre todos los elementos, fuerzas, pensamientos, sentimientos. Esta paz profunda, indecible, es muy difícil de obtener, porque para ello hace falta voluntad, amor y un gran saber. Cuando el discípulo empieza a aprender y a comprender la naturaleza y las propiedades de cada elemento en él, cuando vigila para no introducir nada que pueda perturbar la armonía entre estos elementos, y, finalmente, cuando consigue eliminar de su organismo, de sus pensamientos y de sus sentimientos todo aquello que no vibra al unísono, entonces obtiene la paz.

 

Si alguien fuma, si come y bebe cualquier cosa, introduce en su organismo ciertos elementos nocivos que le hacen enfermar y no puede tener paz. Si tiene dolor de muelas, si tiene cólicos o palpitaciones de corazón, ¿cómo queréis que esté en paz? Ha permitido que se instalen en él partículas que obstruyen o que fermentan, y ahora tiene que eliminarlas. Lo mismo sucede para lo psíquico. Mientras el hombre ignore la naturaleza de sus sentimientos, de sus pensamientos, de sus deseos, de sus pasiones, de sus instintos, y mientras los respire y se alimente con ellos, sin saber si le harán bien o mal, nunca tendrá paz.

 

La paz es, pues, la consecuencia de un saber preciso sobre la naturaleza de los elementos. Y después, claro, como acabo de deciros, hace falta una gran atención y la voluntad de no introducir jamás, ni de dejar que se introduzcan, elementos perturbadores. Cuando el hombre llegue a ser razonable, prudente, despierto, vigilante, para salvaguardar su reino, este reino que él mismo representa, solamente entonces obtendrá una paz estable y duradera. ¿Y cómo se manifestará esta paz? Como una felicidad indescriptible, una sinfonía ininterrumpida, un estado de conciencia sublime en el que todas las células se bañan en un océano de luz, nadan en las aguas vivas y se alimentan de la ambrosía. El hombre vive entonces en una armonía tal que el Cielo se refleja en él: empieza a descubrir todos los esplendores que antes no había visto, porque estaba demasiado agitado y su mirada interior, e incluso exterior, no podía fijarse en las cosas para verlas.

 

Si alguien tiene preocupaciones, si acaba de enterarse de que se ha arruinado, o de otra mala noticia, aunque pase por los lugares más bellos, llenos de flores o de muchachas encantadoras, no verá nada de nada, el pobre, porque estará concentrado en otra cosa; aunque mire, sus ojos no ven nada. Sólo la paz permite ver y comprender la presencia de todas las cosas más sutiles; por eso lo Iniciados, que empiezan a saborear la verdadera paz, descubren las maravillas del universo. Mientras que los otros están agitados, corren a derecha e izquierda, tan inquietos y tan atormentados que no tienen tiempo de pararse para leer y descifrar este libro que está a su alrededor, que está dentro de ellos, y pasan por la vida sin ver nada.

 

La paz, pues, aporta la luz, la visión clara de las cosas, y, al mismo tiempo, permite conocer el éxtasis. No se puede alcanzar el éxtasis viviendo en la turbación y la agitación. Todos los santos, todos los profetas, todos los Iniciados, que han saboreado el éxtasis, empezaron por restablecer durante mucho tiempo, -con la oración, el ayuno y las meditaciones- esta paz, esta armonía, este acuerdo con todo el universo, con todos los mundos poblados de criaturas sublimes. Nunca se ha visto a nadie saborear el éxtasis sin haber restablecido previamente las condiciones adecuadas y, ante todo, la paz.

 

Pero la paz sólo puede venir cuando todas las células se ponen a vibrar al unísono con una idea sublime y desinteresada. Por eso los Iniciados tienen razón al decir que el hombre no puede conocer la paz mientras no introduzca en sus células, en su ser, pensamientos de amor, es decir, la misericordia, la generosidad, el perdón, la abnegación. No puede, porque solamente estos pensamientos aportan la paz.

 

Mirad: si tenéis algo que reprochar a vuestro vecino, si no podéis perdonarle y os devanáis los sesos para saber cómo vengaros… o bien, si alguien os ha pedido prestado dinero y pensáis sin cesar que os lo tiene que devolver, no es posible que tengáis paz, porque estos pensamientos son demasiado personales, demasiado egoístas. Y, aunque estéis tranquilos durante unos minutos, durante unas horas, eso no es aún la paz, es un poco de reposo, una calma momentánea (y esta paz, hasta los malvados pueden tenerla) y, después, de nuevo caéis en estados negativos.

 

La verdadera paz es un estado espiritual que, una vez que lo hayamos obtenido, no podemos perder. Cuando tenéis el deseo de cumplir la voluntad de Dios y de amar a todos los hombres, de ayudarles, de perdonarles, esta idea, que hace vibrar al unísono todas las partículas de vuestro ser, os aporta la paz. Y, una vez que hayáis llegado a obtener esta paz, os sigue por todas partes: la tuvisteis ayer, y hoy se encuentra ahí todavía… Incluso al día siguiente, cuando os despertáis, está de nuevo ahí, y os asombráis al constatar que ni siquiera necesitáis hacer esfuerzos para tenerla de nuevo. Antes, para serenaros, os veíais obligados a concentraros durante mucho tiempo, a rezar, a cantar, o hasta a tener que ingerir algo; y ahora ya no es necesario.

 

Debéis trabajar durante mucho tiempo con la idea de amar, de hacer el bien, de perdonarlo todo, hasta el momento en que esta idea se vuelva tan poderosa que impregne todas vuestras células y éstas empiecen a vibrar al unísono con ella… Entonces la paz ya no os abandona y, aunque se produzcan acontecimientos que vengan a turbaros, miráis dentro de vosotros mismos, y la paz está ahí. Ya no es como antes, un momento de serenidad, una tranquilidad fabricada, impuesta, que sólo dura mientras trabajáis para mantenerla. ¿Habéis visto las fieras? Cuando el domador está ahí, hacen como que se entienden, pero, en cuanto éste les deja, de nuevo se lanzan las unas sobre las otras para destrozarse. Pues bien, con las células sucede lo mismo. Mientras hacéis esfuerzos, ejercicios, mientras pronunciáis fórmulas, bueno, aceptan calmarse un poco, pero, en cuanto os ausentáis, cuando tenéis la cabeza en otra parte, los trastornos vuelven de nuevo. Eso es lo que vemos también en la sociedad, en las familias, en las escuelas… Sí, sobre todo en las escuelas: cuando el maestro está presente, los niños son buenos y están cada uno en su sitio, pero, en cuanto el maestro sale, se agitan, gritan y se pelean.

 

Lo mismo sucede con nuestras células: en cuanto nos ausentamos un poco, es un caos. Debemos, pues, ocuparnos de ellas, lavarlas, alimentarlas, como si fuesen nuestros hijos, nuestros alumnos. Sí, y cuando hayamos logrado educarlas, cuando sepan hacer su trabajo sin pelearse y sin discutir, entonces la paz estará ahí, la paz profunda, aquélla de la que hablaba Jesús, y Buda también… Porque Buda tuvo que trabajar también durante años para alcanzar esta paz; durante años luchó y sufrió para llegar a dominarlo todo y armonizarlo todo en él. Y la paz, ¿veis?, no la puede aportar el orgullo, ni la maledicencia, ni la hipocresía. Buda sabía verdaderamente de lo que hablaba cuando decía que, para obtener la paz, el hombre debe desembarazarse de la maledicencia, del orgullo, de la hipocresía, y cultivar, al contrario, la compasión, la humildad y el amor, que son, justamente las tres virtudes que lo acuerdan y armonizan todo.

 

Jesús, en cambio, dijo solamente: «Bienaventurados los que aportan la paz, porque serán llamados hijos de Dios». Pero es evidente que sobreentendía lo mismo. Para tener la paz hay que llegar a introducir en uno mismo la humildad, la compasión y el amor, porque, sin estas virtudes, siempre vivimos en la agitación. Otra diferencia entre Jesús y Buda es que Buda no habló de recompensas. Buda solamente dijo:

 

«Bienaventurados aquéllos que transmiten su saber con dulzura y sinceridad.»

«Bienaventurados aquéllos que se ganan la vida sin perjudicar o lastimar a ninguna criatura.»

«Bienaventurados, más allá de toda expresión, aquéllos que escapan a las limitaciones de su personalidad.»

«Bienaventurados aquéllos que han alcanzado el éxtasis con la contemplación de la verdad profunda y auténtica concerniente al mundo y a nuestra existencia.»

Mientras que Jesús siempre añadió la recompensa:

«Bienaventurados los que aportan la paz, porque serán llamados hijos de Dios.»

«Bienaventurados los dulces, porque ellos heredarán la Tierra.»

«Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.»

Evidentemente, lo que hoy os digo sobre la paz no es nuevo para vosotros, ya lo habéis oído varias veces… pero debéis oírlo aún, hasta que lleguéis a realizar esta paz en vosotros. Solamente, lo repito, para que esta paz venga a instalarse en el plano físico, debéis conocer las reglas de la nutrición; y para que se instale en los planos astral y mental, debéis conocer la naturaleza de los sentimientos y de los pensamientos.

 

Entre el hombre y el universo, entre el microcosmos y el macrocosmos, existe una correspondencia absoluta, pero, con su forma de vivir, el hombre ha roto esta correspondencia; ya no está en acuerdo, en sintonía, su organismo ya no está en correspondencia ideal, perfecta, con el macrocosmos, con Dios. Esta correspondencia es la que el hombre debe restablecer ahora. Cuando vibre de nuevo en armonía con los ángeles, con los arcángeles, con el mundo divino, volverá a ser un hijo de Dios. Pero a los humanos no se les instruye sobre eso. En las escuelas, en las familias, se les enseña de todo, salvo de cómo vibrar en armonía con todos los principios celestiales, con todas las entidades divinas, con el Dueño del universo. Muy pocos seres en la Tierra tratan de obtener la paz, de tener éxtasis, para asemejarse, por fin, a su Padre celestial, a su Creador; y, cuando lo consiguen, obtienen poderes, los ángeles están a su servicio, como estaban al servicio de Jesús cuando él realizó esta armonía con su Padre celestial. Sí, cuando Jesús llegó a realizar esta paz en sí mismo, los ángeles empezaron a servirle. El hombre solamente obtiene verdaderos poderes si llega a vibrar en armonía con toda la creación. Pero, mientras siga siendo anárquico, siempre es rechazado, combatido, aplastado. Estas son unas leyes absolutas, no soy yo quien las ha inventado, y cada uno puede constatarlas en sí mismo.

 

Cuando el hombre salió de los talleres del Creador, le dieron todo lo necesario para desarrollarse y para volver a encontrar el camino hacia su patria celestial. Cuando un niño viene al mundo no le falta nada; puede tener el corazón ligeramente desplazado hacia la derecha, o el estómago demasiado pequeño, o los riñones que funcionen mal, pero, tiene, de todas formas, un corazón, un estómago, unos riñones, unos pulmones, etc., todo está ahí. De la misma manera, cada vez que un alma viene a encarnarse en la Tierra, posee unos órganos y unos instrumentos que corresponden a todas a todas las cualidades y las virtudes que están allá arriba, en el Cielo. Y, puesto que esto es así, todo le es posible. Progresivamente, claro, pero hace falta, antes que nada, conocer las leyes.

 

LAS LEYES

 

¿Y cuáles son estas leyes?

 

Si ponemos, a una cierta distancia, dos pianos bien afinados, y tocamos una tecla de uno o de otro teclado, producimos un sonido; pero el otro piano responde también, como si alguien hubiese tocado la tecla correspondiente. Decimos que hay resonancia. Todos conocen este fenómeno, pero no se han parado a profundizarlo para comprender que lo mismo sucede en el hombre. Sí, si éste logra afinar su piano, es decir, su ser, no sólo físicamente sino también psíquicamente, con este gran piano que es el universo, puede llegar hasta las potencias celestiales para hacer intercambios con ellas y recibir, de esta manera, ayuda y consuelo. Sí, es una forma de comunicar: habláis, y os oyen; podéis incluso provocar ciertas fuerzas en el universo para hacerlas venir hasta vosotros y utilizarlas. Es, justamente, en estos intercambios en donde Dios ha puesto las más grandes posibilidades de evolución, pero los humanos, que lo ignoran, nunca tratan de tocar conscientemente con este piano, es decir, de alcanzar unas teclas más elevadas; tocan siempre las teclas inferiores, que les ponen en comunicación con las regiones infernales. Raramente tocan las notas que pueden conectarles con el Cielo.

 

Preguntáis: «Pero ¿cómo afinar nuestro piano… nuestro organismo?» No os inquietéis, se afinará sólo. Si cultiváis el amor, la abnegación, la misericordia, la indulgencia, la amplitud de miras, el organismo empezará a afinarse por sí mismo, porque trabajáis con unas fuerzas que, automáticamente, armonizan todo lo demás. Si habéis desequilibrado vuestro sistema nervioso, ¿acaso lo habéis hecho conscientemente, científicamente? ¿Sabíais exactamente dónde y cómo ibais a producir el desorden? No, pero introduciendo en vosotros pensamientos y sentimientos estrafalarios lo habéis desequilibrado todo; no es necesario, para eso, conocer el emplazamiento de todos los centros del sistema nervioso. De la misma manera, pues, llegaréis a afinar vuestro organismo trabajando con pensamientos y sentimientos superiores que harán vibrar armoniosamente todos vuestros centros espirituales.

 

Siento que al hablaros así, mostrándoos la importancia de este trabajo, muchos de vosotros van a decidirse a consagrarse a él, de vez en cuando, sabiendo que todo su futuro depende de ello: su felicidad, su gloria, su esplendor, todo. Mientras los humanos no conozcan la realidad de las cosas, descuidan cultivar ciertas cualidades, y después se arrastran en las decepciones, las amarguras. Se quejan constantemente de que la vida no tiene sentido, de que Dios no existe, porque nada les va bien. Pero no porque ellos sean estúpidos, estén enfermos y sean desgraciados, deja de haber en el mundo seres inteligentes, sanos y felices. Sí, lo que es defectuoso es su razonamiento. No han aprendido a reflexionar y a estudiar, porque quizá no hayan tenido amigos e instructores inteligentes, y entonces repiten las mismas estupideces. No saben que pueden hacer un trabajo para alcanzar las teclas superiores de su teclado a fin de que el gran piano responda exactamente y venga a socorrerles, a ayudarles, a sostenerles; y entonces, están siempre quejándose, lloriqueando, arrastrándose en la pereza, mientras que otros trabajan y tienen resultados. ¿Por qué no van a verles y a preguntarles cómo podrían cambiar su vida? Pero no, no se desplazan, ¡y seguirán eternamente en el atolladero!

 

Sí, mis queridos hermanos y hermanas, hay que desplazarse. Suponed que seáis desgraciados, que estéis angustiados, que nada ande bien… ¿Qué podéis hacer? En vez de quedaros ahí, llorando y dando vueltas sin ton ni son, ¿por qué no vais a ver a estos seres que pueden ayudaros? Diréis: «Pero ¿dónde están?… ¿Dónde podemos encontrarlos?» Están ahí, están ahí continuamente, y, con el pensamiento podéis dirigiros a ellos y alcanzarles, gracias a la ley acústica de resonancia, o bien, como la llamo yo a menudo, la ley de simpatía o de afinidad. Cuando conoce esta ley, el hombre se ve obligado a superarse, a sobrepasarse, para tocar las cuerdas más sensibles, las más sutiles de su ser y hacerlas vibrar en armonía, sabiendo que habrá fuerzas, entidades y regiones que le responderán. ¡Cuántas veces os he hablado de esta ley acústica del eco! Decís: «¡Os amo!…» Estáis solos y, sin embargo, hay una multitud de voces que os responden: «¡Os amo!» Si decís: «¡Os detesto!», el eco lo repetirá también. Puesto que esto es una realidad en el plano físico, ¿por qué no sería también una realidad en el plano del pensamiento?

 

Tomad una pelota y lanzadla contra una pared. Si no os apartáis, vuelve sobre vosotros golpeándoos. Se trata de la misma ley que la del eco, la del choque de vuelta. También conocen los hombres esta ley en el plano físico, pero nunca piensan que en el dominio psíquico también existe la misma ley. Sí, si emitimos algo malo, como no sabemos cómo ir a otra región para escaparnos de los efectos, recibiremos, un día u otro, algunas tejas sobre la cabeza. Así es como se explica todo. Puesto que las cosas son así, debemos decidirnos a trabajar con otros métodos para obtener unos resultados completamente diferentes. No hay otras conclusiones.

 

Mientras no hayáis comprendido el secreto mágico de la ley de afinidad, nunca obtendréis grandes resultados. Cada sentimiento que experimentáis es de una naturaleza determinada y, en virtud de esta ley, va a despertar en el espacio unas fuerzas de la misma naturaleza que se dirigen hacia vosotros. Si vuestro sentimiento es malo, el resultado será malo; si es bueno, recibiréis algo bueno. Gracias a esta ley podemos atraer todo lo que queramos de los grandes depósitos del universo, pero siempre que emanemos, que proyectemos pensamientos y sentimientos de la misma naturaleza que aquello que deseamos. Estos pensamientos y estos sentimientos son los que determinan absolutamente la naturaleza de los elementos y de las fuerzas que serán despertadas muy lejos, en alguna parte del espacio, y que, tarde o temprano, llegarán hasta vosotros.

 

Esta ley de afinidad es para mí el mayor arcano, la varita mágica. En ella he basado toda mi existencia. Conociendo esta ley, trabajo en un sentido determinado, pensando en todo lo mejor y más bello que hay, y espero que eso suceda. Muchas cosas ya han sucedido, y otras sucederán más tarde. Gracias a esta ley puedo explicároslo todo: la estructura de los humanos, su inteligencia, su riqueza, su miseria, ¡todo!

 

Mirad lo que sucede en el mar con los peces. El mar contiene todos los elementos químicos, todos los minerales, y he ahí que tal pez se forma un cuerpo coloreado, brillante, fosforescente, y tal otro se forma un cuerpo apagado y feo. ¿Por qué? Porque cada uno ha atraído las partículas correspondientes. Evidentemente, se trata de algo inconsciente, pero cada pez toma del mar los elementos que convienen a su naturaleza. Y con nosotros sucede lo mismo. Nosotros somos peces sumergidos en el océano etérico, y, como este océano contiene todos los elementos difundidos por el Creador, llegamos a ser tales o cuales según los elementos que hayamos atraído para formar nuestro cuerpo. Así es como todo se explica. Por ejemplo, alguien es feo, desgraciado, está siempre enfermo; quizá eso no venga de esta encarnación, sino de encarnaciones anteriores en las que no estaba instruido ni tenía las cosas claras, y en las que, en este estado de ignorancia, atrajo unos elementos perniciosos de los que ya no sabe cómo desembarazarse. Pero ahora, conociendo esta ley de afinidad, que es la ley mágica más formidable, la base de toda creación, tiene que comenzar inmediatamente un trabajo de transformación y, si no es posible restablecerlo todo en esta encarnación, será para la próxima.

 

Sin el conocimiento de esta ley, mis queridos hermanos y hermanas, os lo digo, os lo repito, lo subrayo, no iréis muy lejos. Pero si creéis en esta ley, que es absoluta, y comenzáis desde hoy a tocar en el registro superior de vuestro teclado, atraeréis unas partículas de una naturaleza tan luminosa, tan preciosa, que todo empezará a restablecerse en vosotros, primero en el plano astral y mental, y, finalmente, incluso en el plano físico, porque todo el mundo verá que os habéis vuelto más simpáticos, más irradiantes, más inteligentes, y hasta más poderosos; entonces os considerarán de otra manera, os recibirán de otra manera, y vuestro destino cambiará. En la vida todo está relacionado.

 

Mientras el hombre no sepa sobre qué ley está basada la existencia y siga saqueándolo todo a su alrededor, evidentemente, las fuerzas de la naturaleza no pueden ayudarle mucho tiempo y se ven obligadas a abandonarle. Pueden ayudarle durante un cierto tiempo, pero, si ven que continúa destruyendo todo lo que Dios le ha dado, le abandonan. Y después, ¡cuántas tristezas y amarguras!… un verdadero infierno. Desgraciadamente, hay muchos que han llegado a esta situación. ¡Con cuántos me he encontrado!… Y ni siquiera sabían cómo habían llegado hasta ahí. Además, ni siquiera podía explicárselo, porque todo estaba oscuro e ilógico en su cabeza. Hubiera sido necesario volver a empezarlo todo desde el principio, instruirles durante años… y, sobre todo, ¡hubiera sido necesario que tuviesen la buena voluntad de escuchar! Pero no la tenían, y en cinco minutos no podía mostrarles el encadenamiento de los hechos: dónde y cuándo habían empezado a extraviarse, y cómo, poco a poco, habían llegado a esta situación deplorable.

 

Muy pocos son capaces aceptar el encadenamiento que existe entre causas y consecuencias. Aunque se les muestre con argumentos y pruebas casi tangibles, no lo ven. En realidad, todo lo que se produce en la existencia o en el universo ha sido previamente preparado. Sí, y eso debéis inscribirlo, porque en el Tercer Testamento esta gran verdad estará también inscrita, junto a muchas otras, como un punto irrefutable. Nada se produce en la vida social, económica, política, religiosa, artística, científica, sin que haya habido previamente unas condiciones, unos factores, es decir, unas causas que hayan preparado este acontecimiento. Si os imagináis que las cosas suceden así como así, sin razón, entonces nunca podréis ser aceptados en una Escuela iniciática. La primera condición exigida por los grandes Maestros de la humanidad es este conocimiento del encadenamiento de causas y de consecuencias: saber que nada se produce sin causa. Entonces os aceptan, y después trabajan con vosotros, os ayudan a mejoraros. Pero si no creéis en esta ley, quienquiera que seáis, no os aceptan, os cierran la puerta porque os consideran como un ser peligroso. Ésta es otra de las cosas que ignoráis.

 

Os doy el medio espiritual más grande, la llave oculta más grande, pero ¿cuántos de vosotros van a servirse de ellos? Hacedlo, aunque sólo sea para verificar lo fiel y verídica que es la Naturaleza, para verificar que todo lo que está escrito en los Libros sagrados se realiza y que los Iniciados nunca han engañado a los humanos. Como nunca habéis preparado las condiciones adecuadas para verificar la veracidad de los Evangelios, entonces, evidentemente, no os los tomáis en serio.

 

OMRAAM MIKHAEL


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