Abusar del planeta y
perder su sentido de sacralidad nos dirige a un escenario inquietante
Los ecosistemas del
planeta son una extensión de nuestro sistema inmune y, al igual que en nuestro
organismo, nos defienden y sirven de escudo contra numerosos agentes patógenos
si su estado es óptimo.
Esta afirmación no
pretende ser hipotética, sino real. Es preciso, si deseamos vivir de forma
plena y saludable a lo largo del tiempo, renunciar al paradigma predominante
actual, en el que la salud del individuo parece no tener relación alguna con el
estado de salud planetaria.
Y para muestra, un
coronavirus. La pandemia actual causada por COVID-19, y muchas otras
enfermedades antes que ella, como el ébola, la gripe aviar, el virus de Zika,
el SARS, el MERS, el virus del Nilo, la fiebre de Crimea-Congo y tantas otras,
han resultado ser zoonosis, es decir, enfermedades infecciosas de origen animal
que terminan transmitiéndose al ser humano.
Una pandemia no es un
accidente, sino la pieza final que cae como consecuencia de un efecto dominó
iniciado mucho antes. Y es que más del 70% de las enfermedades emergentes en
las últimas cuatro décadas han resultado ser zoonosis, aconteciendo cada vez
con mayor frecuencia en nuestra realidad. La devastación de la biodiversidad y
la degradación de los ecosistemas naturales es una de las causas principales de
esta situación.
Cuando la biodiversidad
de un entorno natural es elevada y su calidad ambiental óptima, se genera un
fenómeno conocido como “efecto de dilución”. Este efecto muestra que en este
tipo de ecosistemas la carga patógena se encuentra muy diluida, ya que existe un
abanico enorme de especies animales que pueden ser huéspedes potenciales para
la enfermedad. No obstante, no todas ellas son las más adecuadas para la
evolución favorable del patógeno, pudiendo crear defensas naturales contra el
mismo, ser depredados por otros animales y/o transmitir la enfermedad a otro
animal. En conclusión, se reduce notablemente la probabilidad de que un virus,
por tomar un ejemplo actual, sea transmitido a un ser humano.
En cambio, si hacemos
de los bosques monocultivos para aprovechamientos madereros, si convertimos las
selvas en desiertos verdes o si degradamos ecosistemas tan frágiles como el
mediterráneo para levantar templos de ostentación, la vida que configura estos
espacios se ve reducida a su mínima expresión. Así, solo prosperan unas pocas
especies animales adaptadas a ese nuevo hábitat (en España lo vemos con
topillos, jabalíes, conejos o cabras) y, junto con ellas, crecen
exponencialmente los organismos nocivos que las usan como huésped. Esto trae
como consecuencia un éxito en la supervivencia de estos virus y bacterias,
creando enormes reservorios biológicos, dando lugar a desmedidos brotes de
enfermedad y siendo mucho más fácil su transmisión al ser humano. El caldo de
cultivo perfecto para una zoonosis.
Este hecho es bien
conocido por los pastores de las tierras del Sahel, en África, quienes, a la
hora de dormir, ubican su ganado entre el monte y ellos mismos para evitar ser
contagiados de enfermedades allí presentes. ¿En qué se basan? Sencillo,
aumentan significativamente la probabilidad de que los mosquitos piquen a las
ovejas y cabras en lugar de a los seres humanos. Están empleando la
zooprofilaxis.
Como vemos, contar con
ecosistemas ricos y saludables es nuestra mejor defensa contra enfermedades
infecciosas emergentes, las cuales serán cada vez más habituales según el
criterio de numerosos expertos y organismos de salud. Y es que, como decía uno
de mis profesores hace ya algunos años, “los incendios se apagan en invierno”.
De poco sirve la inversión en medidas de lucha directa contra una pandemia si
no dirigimos nuestra atención a las raíces del problema, el cual precisa un
cambio de modelo de consumo realmente profundo. Como afirma el antiguo texto
médico Huangdi Neijing, “tratar una enfermedad cuando ya ha aparecido es como
cavar un pozo cuando se está sediento”.
Abusar del planeta y
perder su sentido de sacralidad nos dirige a un escenario inquietante, en el
que el aumento de la temperatura global funde los hielos, liberando estos una
enorme cantidad de gases a la atmósfera y descongelando pretéritos virus. Este
es el caso de un glaciar en el Tíbet, el cual conservaba 33 virus distintos, de
los cuales 28 eran desconocidos para la ciencia y con potencial de infectar a
seres humanos.
Se torna imprescindible
recuperar lo sagrado, hacer de la naturaleza una experiencia trascendente y
entender que, como todo lo santo, no tiene precio porque su valor es
incalculable. Solo entonces renunciaremos a la soberbia que tantos problemas
nos genera y podremos asumir nuestro papel dentro del maravilloso mosaico de
vida planetaria.
Fuente: Tu Mismo – Revista
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