Frente a una situación tan compleja como la que nos toca atravesar, nos encontramos solos ante una gran pregunta: ¿nuestras metas se condicen con nuestros deseos? La propuesta es identificar qué podemos hacer (y qué no) para recuperar el timón de nuestra vida.
Por Lic. Mariano
Qualeta
“Un hombre no debería
tener miedo a la muerte; debería tener miedo a no empezar nunca a vivir”.
Marco Aurelio
La crisis que desató -o
profundizó- la pandemia en todo el mundo expuso, a las claras, el agotamiento y
la desvitalización de muchas personas que, entonces, terminan por enfrentarse
con temor a la siguiente pregunta: ¿y si no puedo? O, mejor dicho: ¿tengo la
opción de no poder?
Hoy, más que nunca, se
extraña tomar un café con aquel confidente o con la persona que suele ser
testigo de nuestro dolor y de nuestra fragilidad en momentos de difícil
transición. Qué importante es poder retomar una charla con un padre, una madre,
con aquellos amigos o familiares para los cuales seguimos siendo los mismos más
allá de los títulos o medallas que ostentemos. Ahí, y solo ahí, es donde
podemos pedir ayuda, donde volvemos a nuestra esencia.
El problema reside en
que la omnipotencia es un estereotipo cultural que nos precede. Asumimos que
debemos poder con todo y así llegamos a la cuarentena llenos de desafíos, de
intentos por mostrar el poder que teníamos (y el que no, también). Incluso, en
el reto mayúsculo que demanda la pandemia y la nueva normalidad en plena
construcción, toda esa fuerza cultural que -como casi nada- permanece en pie,
nos impulsa a lograr más. Pero, ¿más de qué?
Valdría la pena
reflexionar si no poseemos más de lo que verdaderamente necesitamos y menos de
lo que deseamos. Observamos, de manera constante, personas esforzándose por
alcanzar metas que no condicen con sus deseos, sino que responden a necesidades
creadas y sentirse de ese modo parte del entorno.
Entonces, ¿no será
tiempo de poner en consideración el dejar de hacer, para asumir que nadie puede
con todo, ni siquiera los más omnipotentes? No se trata de frenar el impulso
laborioso que dedicamos a nosotros mismos sino, tal vez, el que es para un otro
que nos observa, mide, evalúa y parece justificar nuestra existencia. Es
importante aquí distinguir el hacer para otro, del hacer con el otro.
¿Qué sucedería si nos
permitiéramos no poder, si diéramos por tierra con aquella premisa que nos
obliga a ser todopoderosos? Si dejáramos de hacer para que nos apruebe “el
otro”, quedaríamos desnudos frente a la libertad de cumplir con nosotros
mismos. Eso nos enfrentaría a un atolladero porque, aunque pensemos que vivimos
en una cultura individualista, pocas veces estamos preparados para ocuparnos
puramente de nuestra persona.
En consecuencia, en
ocasiones sentimos que debemos camuflar nuestro accionar para que parezca que
pensamos en los demás, aunque así no fuera. Tendemos a eso porque lo que está
en juego es la imagen de que podemos dar lo que se espera de nosotros. Y tal
vez algo más.
SOLO EXISTE LA LUZ SI
HAY OSCURIDAD
El sentido del término
poder depende de si se lo toma como un verbo o como un sustantivo. En el primer
caso, hablamos de acción. Una que no frena. Porque el hacer se automatiza, se naturaliza
frente a la supervivencia. En este caso, será cuestión de registrar nuestro
cansancio y de obedecer a las sensaciones que comunica nuestro cuerpo/mente.
Sin embargo, si lo
analizamos desde la óptica del poder como sustantivo, el sentido está vinculado
a un constructo o construcción cultural que lo interpreta como un logro al
quehacer sin pausa. Es decir, genera la sensación de triunfo, de superación, de
poder omnipresente.
En mis años de
experiencia trabajando en procesos de cambio con personas y grupos en la
práctica terapéutica, así como en ámbitos institucionales y organizacionales,
identifico cuatro tipos de perfiles de omnipotentes.
El de la persona con
rol de poder, que se caracteriza por no comprender que los sueños son un
estímulo para avanzar en el viaje, y no algo que hay que materializar.
El del complaciente,
quien no ha aprendido a decir que no como forma de fortalecer su autoestima y
reforzar una relación.
El del sobreadaptado,
que es aquel que no le da a su cuerpo un lugar destacado en su vida y,
entonces, lo somete a esfuerzos ilimitados.
El del perfeccionista,
cuya autoexigencia lo neutraliza, impidiéndole materializar que una idea supere
la abstracción y acceda a la práctica.
“Si creemos que
detenernos es flaquear y mostrar un aspecto personal frágil, es porque estamos
pensando en el afuera, no en nosotros. Estamos pensando en el otro como público
y no en en el otro como camarada que nos acompaña en momentos en los que nos
permitimos mostrar nuestras sombras”.
Recuerdo la respuesta
del dueño de una empresa, ante mi pregunta acerca de cuál era su deseo frente
al cansancio que sentía frente a esta nueva realidad. Él soñaba con que lo
dejara vivir unos días en mi casa para, así, poder despojarse del estrés que
experimentaba. Esta metáfora es la muestra de que, más allá del sistema, somos
nosotros los que nos autopresionamos. Si esto sucede en un contexto habitual,
¿qué ocurrirá, entonces, con la omnipotencia en un contexto que se asemeja a un
barco a la deriva en la tormenta? Sería como querer armar en el camarote un
rompecabezas, pretendiendo ignorar nuestro vértigo y nuestra brújula rota.
Aquí es importante no
confundir la necesidad de seguir contra viento y marea (omnipotencia), de la
posibilidad de identificar lo que podemos hacer y lo que no.
Si creemos que
detenernos es flaquear y mostrar un aspecto personal frágil, es porque estamos
pensando en el afuera, no en nosotros. Estamos pensando en el otro como público
y no en en el otro como camarada que nos acompaña en momentos en los que nos
permitimos mostrar nuestras sombras (momento de entrega), nuestra impotencia
ante lo que no nos es factible controlar. Esas no son aguas donde navegan los
omnipotentes.
Sin embargo, en una
actualidad en la que son muchos los que redoblan los esfuerzos, es fundamental
que recuerden su propósito. El por qué lo hacen; el para quién. Es decir, que
reconozcan el sentido. Para lograrlo, la omnipotencia no ayuda; sí ayuda asumir
la vulnerabilidad que nos hace humanos. No podemos con todo. Y está bien.
Fuente: Sophia Online
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