Aún recuerdo mi último trabajo escolar para el día del padre, parece que han pasado solo unos pocos años y fue en el siglo pasado jjjjj.
Era un plato de café con sellos pegados y luego forrado de un hermoso fieltro rojo; logrando así un cenicero (los ceniceros eran un regalo muy común en los años 70).
Aún conservo este cenicero con sellos de Franco y alguno del Juan Carlos I; realmente no recuerdo si llegué a dárselo a mi padre, solo recuerdo que fue mi último trabajo; pues al año siguiente mi profesora me dijo:
“No Rosa, tú no hace falta que hagas el trabajo, tú no tienes padre”.
Y nunca más lo hice.
No hubo maldad en esa frase, sin embargo me dolió hasta el corazón; no llore en clase, ni delante de mi madre; simplemente no volví a llorar; cerré la llave de mis sentimientos y la enterré muy, muy hondo; para que nadie me volviese a dañar.
Siempre digo que ser maestr@ es una tarea muy ardua, pues puedes ayudar a despertar al mundo a un niño o simplemente enterrarle y hacerle aborrecer la enseñanza.
Es una tarea muy delicada, los niños son esponjas, son frágiles y son almas despertando.
Vuelvo a repetir que sé que no tenía maldad su frase, pues en otras ocasiones me demostró su valía, sin embargo solo recuerdo esa frase de forma nítida. Han tenido que pasar décadas para poder aceptarlo.
Seguramente ella pensaba que me hacía un favor, pues las manualidades y yo nunca hicimos migas, pero me dolió su frase, diferenciándome de los demás niños, haciéndome distinta ante ellos.
Tal vez no había comprendido aún lo que significaba la pérdida de mi padre; tal vez sus palabras me hicieron despertar a mi realidad; a comprender que nunca más volvería a saber de él, verle, hablar con él, darle mi regalo del padre…
¡Posiblemente me sirvió para desviar mi dolor, para culpabilizar a alguien, para tener a alguien a quien enfocar como culpable de lo que ocurría!
Seguramente esa es la parte positiva de mi historia; necesitaba a alguien a quien culpabilizar, a quien dirigir mi dolor.
No obstante, tarde muchos años en recuperar la llave de mis emociones, en dejar de demonizar a aquella pobre maestra que su único delito fue no saber; no saber que ocurre en la cabeza de una niña callada; no saber que las palabras pueden dañar más que espadas; no saber y posiblemente no tener tanta información como hoy sobre la educación y no ser consciente de cuanto se marca una pequeña persona que solo esta aprendiendo a ser.
Hoy aún miro mi cenicero rojo y recuerdo ese día:
Mí último día del padre.
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