Más allá de sufrir el dolor, cuando el alma aprende, se enciende un fuego interior. Y en ese fuego consumidor, que sólo puede destruir aquello que no somos, emerge nuestra esencia. Somos hijos del mismo fuego de la mente universal que arde en todas las razas humanas de diferentes maneras, y germina según la calidad de la semilla de cada surco o civilización, aportando sus frutos a toda la tierra.
Nos espera la solidaridad, la alegría inocente de dar, la
magia de vivir sencillamente en el paisaje de la vida, que surge con su rara
belleza cuando logramos despejar las tinieblas de las fronteras artificiales
que erigimos para separarnos. No sabíamos lo que hacíamos, al huir o rechazar a
otros para afirmarnos, cortamos las raíces que nutrían nuestro propio nosotros.
Cuando el eterno aprendiz que en nosotros vive, aprende la
lección que cada evento trae a la vida, descubre que es tan bella la noche como
el día, la sombra como la luz, la tristeza como la alegría. Reconoce que una
sola corriente de vida, la misma que une el sol a la tierra, va tejiendo la red
sutil que une cada flor a su semilla y todas las formas a sus respectivas
esencias. Aprende que constelaciones, estrellas y planetas están intangiblemente
unidos a cada uno de los organismos y sus células.
Entretejidos por la misma vida que a todos habita, los reinos
de la naturaleza, las especies, los géneros y las familias, van dando forma al
precioso holograma de la diversidad. Somos lo que somos con cada uno de todos
los demás. El cauce del ser une las dos riberas del río de la vida. Todas las
playas de culturas y civilizaciones son una ribera continua en el océano de la
humanidad. En ese océano de sentido, sentimos que el sentido de ser es el amor.
Y es amor lo que se despierta en el canal del parto que representa este dolor.
Nacemos de nuevo a lo que somos y desde el fondo del ser surgen oleadas de
compasión y solidaridad. Un sentimiento de regocijo interior nos invade cuando
a pesar del dolor, o tal vez por el mismo dolor que ha despertado nuestra más
genuina sensibilidad, servimos y experimentamos al dar lo mejor de nosotros una
sensación de unidad, que restaura al interior un sentimiento de integridad, de
confianza y de paz.
El dolor tiene sentido cuando no nos resistimos a ese su
llamado a despertar nuestra propia humanidad. Orando, meditando, acompañando,
abrazando de todos los modos posibles, damos sentido al dolor.
Jorge Carvajal P.
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