Son los seres vivos más viejos y más
altos del planeta. Representan la conexión con lo sagrado y con los ciclos
vitales. Recuperar esa mirada es restablecer el lazo que nos une en nuestro
recorrido existencial.
El primer disparo ocurrió en 1999 en
el distrito de Lincolnshire, Inglaterra. Beth Moon se paró frente a un viejo
roble y presionó el obturador de su cámara. Así empezó esta fotógrafa nacida en
los Estados Unidos un vínculo estrecho que aún mantiene con los árboles más
antiguos, más grandes y más significativos del planeta. En realidad, como casi
todas, la historia de este lazo empezó en su infancia. “Desde que me levantaba
hasta la noche, cuando me llamaban para volver a la casa, jugaba afuera. Los
árboles eran mi refugio. Buscaba los mejores para poder treparme, sentarme en
una rama y ver el mundo desde allí arriba”, contó a Sophia por mail. Hoy, a los
61 años, es reconocida a nivel internacional por sus fotos, algunas de las
cuales ilustran esta nota. “Caminar en los bosques puede ser sanador y curativo
en muchos aspectos. A mí, hacerlo me despeja la mente, me inspira y me da
calma”.
Beth Moon podría ser una de esas
personas a las que la psiquiatra estadounidense Jean Shinoda Bolen, autora del
best seller Las diosas de cada mujer (Kairós, 2001), llama “personas árbol”,
aquellas que sienten una atracción especial por un árbol en particular y
empatía por la especie en general. La propia Shinoda Bolen, en su libro Sabia
como un árbol (Kairós, 2012), se reconoce como tal y reconstruye el dolor que
sintió cuando, por capricho de un vecino, fue talado un añejo pino de Monterrey
que se erguía frente a su casa.
En el planeta viven 3 billones de
árboles, una cifra descomunal que incluye 12 ceros detrás del 3. A diferencia
de otras especies de seres vivos, que solo se dejan ver en regiones vírgenes o
muy silvestres, ellos están alrededor, en nuestra proximidad más cercana.
Podemos verlos en las metrópolis o en los pequeños pueblos, desde la ventana de
un rascacielos, a bordo de un tren o desde la cama, en el silencio de la noche,
bañados por la luz de la luna. Su presencia, de tan común, a veces se hace
invisible. Apenas sabemos que echan hojas en otoño y que reverdecen en
primavera; con suerte, todavía podemos identificar algunos por sus nombres. Los
ignoramos. Esto no sucede entre quienes experimentan atracción por ellos, como
Beth Moon, quien dice vivir en estado de asombro ante su majestuosidad y
supervivencia.
“Hubo árboles antes que hubiera
libros. Y acaso, cuando acaben los libros, continúen los árboles. Y tal vez
llegue la humanidad a un grado tal de cultura, que no necesite ya de libros,
pero siempre necesitará de árboles. Y, entonces, abonará los árboles con
libros”.
Miguel de Unamuno (1864-1936)
Para quienes encuentran esa conexión
con los árboles, la comunicación que se da es silenciosa y no requiere, según
el psicoterapeuta Thomas Moore, de argumentos racionales. “No necesitamos
explicar cómo se da este diálogo, sino simplemente encontrar el camino de
vuelta hacia un mundo encantado en el que somos una comunidad con la naturaleza
y ella deja de ser muda”, escribe en su libro The Re-Enchantment of Everyday
Life (El reencantamiento de la vida cotidiana), publicado por Harper Collins en
1996.
¿Quién de niño no encontró alguna vez
refugio en un árbol para leer historias de aventuras? ¿Quién no fantaseó con
una casita sobre sus ramas? ¿Quién no sintió alivio al sentarse bajo su sombra
generosa en días de calor ardiente? ¿Quién no se adormeció en el césped con el
arrullo del viento entre las hojas?
“Todo esto –dice Moore– nos indica
que los árboles no son meros objetos materiales, sino que tienen cuerpo, alma y
espíritu”.
Y todo, gracias a ellos
En alguna montaña del Bosque Nacional
de Inyo, al este de California, vive Matusalén, un pino de 4848 años. No está
permitido publicar fotos de él ni revelar su ubicación exacta, para protegerlo
de actos vandálicos. Matusalén, esculpido por los feroces vientos a tres mil
metros de altura, ya estaba ahí cuando Neil Armstrong pisó la Luna, cuando los
mayas construyeron las pirámides, cuando Virgilio escribió La Eneida, cuando,
en el año 965 antes de Cristo, el rey David murió y lo sucedió su hijo Salomón.
El tejo de Fortingall, en Escocia, tiene 5000 años; 4000 el ciprés de Abarkuh,
en Irán; 3600 un alerce milenario en Chile. Las cifras sobre árboles son así de
escandalosas. No existe otro ser vivo más viejo ni otro más alto. Tampoco más
generoso: gracias a su entramado biológico, convierten el dióxido de carbono en
el oxígeno que necesitamos para respirar, nos brindan alimento, materia prima
para construir casas y celulosa para transformar en papel. Nos dan el fuego.
Aun así, cada año se talan unos 150.000 millones de especímenes. Como nos
recuerda el historiador británico Thomas Pakenham, cada árbol tiene un diseño
distinto y todos están vivos, algo tan evidente y, sin embargo, tan usualmente
pasado por alto.
Símbolo universal
Los vikingos se hicieron famosos por
su conocimiento de las mareas y por aventurarse a tierras nuevas, aunque no
tanto por su enorme caudal simbólico: ellos concebían al universo como un gran
fresno, el Ygdrassil. Ese árbol era su casa y la de los dioses; las
ramificaciones representaban la unidad en la diversidad, y las raíces, el
tronco y la copa, el mundo subterráneo, el mundo terrestre y el mundo celeste,
respectivamente. Los veneraban tanto que, cuando tenían que cortarlos para usar
su madera, les pedían permiso.
“El árbol es un símbolo universal,
muy ancestral, una matriz simbólica que han tomado todas las tradiciones para
representar un esquema del cosmos y su lugar en él”, le explica a Sophia la
antropóloga Ana María Llamazares, autora de Del reloj a la flor de loto (Del
Nuevo Extremo, 2011). “En las tradiciones orientales, el árbol aparece también
como símbolo de totalidad y como lugar de iluminación”. Llamazares agrega que
las distintas culturas fueron vistiendo con distintos ropajes a esa matriz
simbólica.
Desde tiempos remotos, al árbol como
representación de algo más lo llamamos “árbol cósmico” o “árbol de la vida”. Su
figura, coinciden muchos autores, es arquetípica, lleva la marca de agua con la
que, de acuerdo con el psiquiatra Carl Gustav Jung, los humanos venimos al mundo.
Como explica Shinoda Bolen, el arquetipo es una conexión establecida
intuitivamente que surge de una fuente común. El árbol, entonces, no es solo un
árbol, sino algo más: un tilo es simplemente un tilo, un ciprés es simplemente
un ciprés, hasta que le otorgamos un significado más profundo.
“El símbolo permite hacer visibles
cosas invisibles. Podemos acceder a ellas desde un lenguaje metafórico, poético
y artístico”, dice Llamazares. “El árbol como símbolo hace visible muchas
cosas. Hace visible, por ejemplo, la interconexión entre el cielo (la copa), la
tierra (el tronco) y el inframundo (las raíces); entre el individuo y la
divinidad o lo sagrado. Como eje del mundo o axis mundi. También lo asociamos
con los ciclos vitales, porque dentro suyo están representadas las cuatro
estaciones, que son una vuelta completa de la vida: la primavera como
nacimiento y renacimiento, el invierno como muerte, el otoño como incubación,
el verano como florecimiento”.
«El árbol como símbolo hace visible
muchas cosas. Hace visible, por ejemplo, la interconexión entre el cielo (la
copa), la tierra (el tronco) y el inframundo (las raíces); entre el individuo y
la divinidad o lo sagrado». Ana María Llamazares, antropóloga.
Para Jung, las formas comunes con las
que la humanidad ha asociado al árbol son el despliegue físico y espiritual, el
crecimiento, lo maternal, la vejez, la muerte y el renacimiento y la
transformación. “Un árbol es símbolo del Sí-Mismo (…) –escribe Shinoda Bolen–,
un término genérico para las incontables maneras en que experimentamos tener un
sentimiento de propósito que crece de dentro hacia afuera. La conexión con el
Sí-Mismo es como tener una brújula interior que se ve atraída por el imán de la
divinidad o de la sabiduría”.
La mirada del árbol como algo sagrado
parece haberse apagado. Poco subsiste de esa idea ancestral en la que los seres
humanos se concebían en comunidad con la naturaleza. ¿Dejamos algo en el
camino? ¿Nos estamos perdiendo un aspecto de la vida? ¿Estamos pasando por alto
una dimensión esencial?
“En la actualidad, nuestra cultura ha
rechazado este mundo de la simbología. Se ha adentrado en una faz económica y
política donde los principios espirituales son descartados por completo. Puedes
tener una ética práctica y ese tipo de cosas, pero no hay espiritualidad en
ningún aspecto de nuestra civilización occidental contemporánea”, se lee en el
libro Mitos de la luz (Marea, 2017), del mitólogo estadounidense Jospeh
Campbell.
Acampar bajo las copas Beth Moon
acampó debajo de los baobabs en Botsuana y de árboles del dragón en Socotra, en
el Cuerno de África. “Fue inolvidable. Jamás me sentí más vibrante y más viva”,
dijo a National Geographic. Ella, que viajó a Yemen, Israel, África, Camboya y
distintas partes de Europa en busca ejemplares de características únicas, dice
que siempre sintió una conexión con los árboles a nivel profundo. Contó a
Sophia que este trabajo, al que proyecta darle continuidad, surgió como un
desafío profesional y como un llamado espiritual: “A menudo pienso que estoy
haciendo lo que debo hacer”. Los criterios que tiene en cuenta para fotografiar
árboles son su edad, su inmensidad y su historia. En el periódico británico The
Daily Mail, dijo que a través de la fotografía busca capturar y traducir el
asombro que siente ante la naturaleza: “No quiero simplemente documentar, sino
retratar la belleza y el entusiasmo que siento ante ellos”.
En el principio creó Dios el cielo y
la tierra
En el tercer día de la creación, Dios
quiso que la tierra produjera vegetación, hierbas que dieran semillas y árboles
que dieran fruto. “Y todo eso ocurrió”. En el sexto, creó al ser humano, “macho
y hembra los creó”. Los puso en el Jardín del Edén, en cuyo centro había dos
árboles: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Prohibió
a Adán y Eva comer los frutos del segundo porque, si lo hacían, serían
expulsados del paraíso. Ellos desobedecieron y comieron de él. Por su
desobediencia, Dios los expulsó del Edén y los castigó: a ella le dijo que
pariría con dolor, y a él, que ganaría el pan con el sudor de su frente.
Después de echarlos, puso al Ángel de la Espada Flamígera para proteger al
árbol de la vida, representación de la vida eterna. El relato del Génesis,
primer libro de la Biblia, narra hechos que, a lo largo de la historia, fueron
interpretados como la caída del ser humano en el pecado.
Sobre la mesa del living hay café y
agua fresca. Inés Olivero, psicóloga y presidenta de la Fundación para la
Asistencia de Personas Adictas a Personas, ofrece su mirada de esos pasajes:
“El árbol del conocimiento del bien y del mal simboliza al intelecto, a la
razón; es el que discierne, el que distingue y separa para conocer. Representa
lo masculino. El árbol de la vida es el que no juzga y para el que no hay ‘bien
y mal’; es el de la integración de los opuestos, de lo femenino y lo masculino.
Pero para acceder al encuentro con el árbol de la vida es necesario,
previamente, ‘caerse del caballo’, reconocer las limitaciones del conocimiento
racional y aceptar la Sombra, a través del empoderamiento de lo femenino y el
uso de la intuición”.
En el Apocalipsis, un libro por fuera
del Nuevo Testamento, el árbol de la vida vuelve a escena: “En medio de la
plaza, a otra margen del río, hay un árbol de vida que da fruto doce veces, una
vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles (22:1-2). Y no
habrá ya maldición alguna” (22:3). También dice: “Dichosos los que laven sus
vestiduras, así podrán disponer del árbol de la vida y entrarán por las puertas
en la ciudad” (22:14).
“El árbol del conocimiento del bien y
del mal simboliza al intelecto, a la razón; es el que discierne, el que
distingue y separa para conocer. Representa lo masculino. El árbol de la vida
es el que no juzga y para el que no hay ‘bien y mal’; es el de la integración
de los opuestos, de lo femenino y lo masculino
“Lo femenino de la humanidad ha sido
asediado desde el comienzo; vivimos en la supremacía del intelecto, el que cree
saber todo y el que denosta la intuición. Pero sin lo femenino activo, se
genera un daño difícil de reparar: nos impulsa a negar y hasta destruir el
potencial de la intuición como manifestación femenina de la mente. ‘No es bueno
que el hombre esté solo’ remite a la herida que causaría el menoscabo de la
intuición, algo que existe tanto en hombres como en mujeres, ya que, en unos y
otros, determina el potencial de nuestra creatividad”, dice Olivero.
Para ella, el ser humano empieza su
tránsito con un árbol –el del conocimiento del bien y del mal–, equivalente a
la razón, a lo masculino; luego llega al Calvario y la Crucifixión, como la
muerte del poderío racional, y se encuentra con la importancia de los símbolos
y la apreciación de las señales de otro orden que orientan a la integración. El
Apocalipsis nos muestra el camino de vuelta hacia el árbol de la vida. Este
árbol incluye ambos potenciales humanos (masculino y femenino) y abraza los
opuestos. Es el viaje de retorno a la fuente, al origen. El Apocalipsis,
entendido como revelación y no como caos, es una escala hacia otro destino: “El
hombre nuevo debe surgir de la integración de lo femenino y lo masculino
interno, religando y no confrontando. En el mundo del nihilismo, del consumo,
hay inquietudes que no sabemos cómo formular ni resolver y que desgastan
nuestras mejores cualidades; de pronto, acceder a mitos como el viaje del héroe
y a las manifestaciones de las distintas religiones nos hace entretejer hilos
hasta encontrar un sentido”.
Inspiración Las manifestaciones
culturales entre los humanos y los árboles han sido, y son, prolíficas: al filo
de su muerte, Vincent Van Gogh (1853-1850) pintó una serie de cuadros de
árboles y bosques. El tríptico El árbol de la vida, de Gustav Klimt
(1862-1918), es una de sus obras más conocidas. En El Silmarillion, el escritor
británico J.R.R. Tolkien narra el origen de una raza de cuidadores de árboles
que tienen, ellos mismos, cuerpos arbóreos. Hadas, duendes y humanos habitan
los bosques de Sueño de una noche de verano, de Shakespeare. En los cuentos de
los hermanos Grimm, los bosques son morada de criaturas fantásticas y
escondites tenebrosos. En la película de animación Mi vecino Totoro (1988), del
japonés Hayao Miyazaki, Totoro se presenta como una mezcla de mapache, gato y
búho, y es, a la vez, el gran espíritu del bosque. En Avatar (2009), del
cineasta James Cameron, la morada de sus personajes en el planeta Pandora es un
árbol ancestral y gigante cuyas semillas son espíritus puros.
La metáfora de tu vida
Nadie es dueño de los símbolos, pero
todos lo somos. En sus talleres sobre chamanismo y espiritualidad, Ana María
Llamazares toma el símbolo del árbol para reconectar con una trama vital y
llena de sentido. Ella explica que personas y árboles compartimos la posición
vertical, y eso nos permite identificarnos y acercarnos al autoconocimiento:
“Si introyectamos este símbolo, podemos visualizarnos con las piernas
enraizadas hacia el inframundo –lo que tenemos negado de nosotros mismos–, y a
la vez conectados con la tierra. Al torso lo podemos identificar con el tronco,
como canal de conexión, y a los brazos, con las ramas que se expanden hacia
arriba. Así podemos experimentar un sentimiento de totalidad dinámica, donde la
energía asciende y también desciende. Somos seres encarnados que vivimos en la
tierra del medio; entonces, el trabajo consiste en empezar por ir al inframundo
para subir a los mundos superiores, después volver al mundo del medio y así
integrar cielo y tierra. Este ejercicio es un recurso para escuchar con más
fuerza la voz interior”.
Jean Shinoda Bolen dice que la imagen
de un árbol es una metáfora para las personas que atraviesan un proceso de
desarrollo espiritual. “Ser como un árbol –comenta– es acceder a la iluminación
que llega tras las enseñanzas, la oración y la meditación; también es vivir en
un universo cooperativo en relación con la vida, como los pueblos indígenas”.
En la misma senda, Thomas Moore
propone volver a mirar el mundo como un espacio encantado. Así, sabríamos que
no estamos conectados a los árboles en la cadena natural de los seres vivos,
sino que nosotros mismos somos árboles. Solo entonces, nos dice, sabremos por
qué en los cuentos de hadas la respuesta al misterio de la vida suele
encontrarse en los bosques, el lugar donde los árboles se congregan para
desplegar su encanto.
Carolina Cattaneo y Lina Vargas
Fuente: Sophia Online
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