Ante la angustia o la sensación de
vacío, aparece la necesidad de mirar más allá de lo obvio y de percibir lo
trascendente, una de las grandes cuestiones humanas. El camino, nos dice Sergio
Sinay, empieza por permanecer despiertos y no poner la vida en piloto
automático.
Cuando un dedo señala la luna, el
perro mira el dedo, mientras el ser humano mira la luna. Con esta imagen el
médico y psiquiatra austríaco Viktor Frankl (1905-1997), padre de la
logoterapia y autor de un libro ineludible, como es El hombre en busca de sentido,
aludía a una característica exclusiva de nuestra especie: la búsqueda de
sentido. Mirar más allá de lo obvio, percibir lo trascendente. En torno de esa
búsqueda giran, consciente o inconscientemente, las grandes cuestiones humanas.
Y cuando el sentido no aparece caemos en un oscuro vacío. La angustia
existencial. Nos atrapan como garras preguntas que no encuentran respuesta.
¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? ¿Por qué este absurdo sin explicación? “Tarde o
temprano, en todos los individuos y en todas las culturas, ocurre algo que
demuele las respuestas aceptadas y deja en su lugar preguntas angustiosas”,
dice el filósofo Sam Keen en su libro Himnos a un dios desconocido,
refiriéndose a su propia experiencia de pérdida de fe en un momento de su vida,
tiempo en el que las respuestas que hasta entonces lo habían satisfecho dejaron
de hacerlo y lo obligaron a nuevas exploraciones.
Somos humanos y estamos expuestos a
situaciones dolorosas, incomprensibles, que encontramos carentes de sentido.
Nadie está libre de decirse, durante una noche oscura del alma, que “nada tiene
sentido”. Y de abandonarse al compás de esa frase. Para Albert Camus
(1913-1960), un auténtico hombre moral, autor de El extranjero y La peste,
entre otras grandes obras, la pregunta fundamental de la existencia es si vale
o no vale la pena vivir. Con ese tremendo interrogante inicia El mito de
Sísifo, ensayo esencial del pensamiento existencialista. Hay quienes se sienten
sobrepasados por la vida y la abandonan, dice Camus. Han sido ganados por el
absurdo, que él define como la disociación entre la persona y la vida. Si
observamos nuestra vida como un parpadeo de luz entre dos eternas oscuridades
(la previa a nuestro nacimiento y la posterior a nuestra muerte), podemos
pensar, y muchos lo hacen, que se trata de un absurdo. Pero Camus, que no era
creyente religioso, señalaba que, para que no sea simplemente un absurdo, es
necesario encontrar su sentido, vivir con ese norte. Como Frankl, como Soren
Kierkegaard, como Jean Paul Sartre y como otros pensadores existencialistas
hablaba de “encontrar” y no de “crear” un sentido. El sentido existe, no se
inventa ni se crea. Se descubre.
Se suele decir que ciertas cosas nos
ocurren para que aprendamos o cambiemos algo, que en algunas situaciones que
nos presenta la vida hay un mensaje. Que por algo, en fin, nos sucede lo que
nos sucede. Y exprimimos nuestra mente y estrujamos nuestro corazón tratando de
encontrar el por qué, como quien persigue la piedra filosofal. Y hasta encontramos
respuestas, pero estas, como pasa con los analgésicos, calman nuestra angustia
durante un tiempo y luego pierden su efecto, de manera que retornamos al
desasosiego. O a correr detrás de diferentes tipos de oráculos o nigromantes
para que nos entreguen la explicación y el alivio. Eso funciona hasta que
regresa la confusión. ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? ¿Por qué este absurdo?
¿Qué sentido tiene esto que me pasa?
«Nadie está libre de decirse, durante
una noche oscura del alma, que ‘nada tiene sentido'».
Será muy difícil encontrar la
respuesta en el acontecimiento, intentando descifrarlo como si fuera un
jeroglífico. No está allí. La respuesta, el para qué, el sentido, aun el de lo
más absurdo, habita en nosotros. No se trata de que alguien o algo (Dios, el
universo, los planetas) nos hayan enviado un mensaje críptico. Simplemente hay
cosas que ocurren. En realidad, las cosas ocurren. Podemos mirar las cosas y
buscar la explicación en ellas, como el perro que mira el dedo. O ver más allá
del dedo, un más allá que no está afuera, como la luna, sino adentro. El
sentido no viene “incorporado” a las situaciones que vivimos. El sentido, aun
el del aparente sinsentido, lo encontraremos en nosotros. Lo que de veras
importa es aquello que esos acontecimientos producen en nosotros, qué nos
permiten entender, con qué recursos propios e ignorados nos conectan, hacia qué
horizontes abren nuestras mentes y nuestros corazones.
«El sentido existe, no se inventa ni
se crea. Se descubre«.
En el ser humano, explicaba Frankl,
existe la voluntad de sentido. Un esfuerzo permanente, a veces consciente, a
veces sumergido, de encontrar sentido a sus vicisitudes y a su existencia. Esa
voluntad es más fuerte y profunda que la voluntad de placer y por eso no
importa lo mucho que se tenga materialmente, o lo mucho que se disfrute de
circunstancias placenteras. Si no se encuentra sentido, detrás de esas fachadas
puede permanecer emboscada la angustia existencial, una insatisfacción
permanente, el vacío existencial. Parafraseando al filósofo alemán Federico
Nietzsche, Frankl sostenía que quien tiene para qué vivir encuentra un cómo.
Ese “para qué” conecta con el sentido. Pero no hay un sentido único, porque
todas las personas somos diferentes, de manera que el sentido, explicaba Frankl,
es singular y se encontrará en las circunstancias singulares de cada vida.
«La respuesta, el para qué, el
sentido, aun el de lo más absurdo, habita en nosotros»
Por otra parte, nuestras vidas no son
fotos fijas. Son películas, las imágenes no están congeladas, sino en
movimiento. Esto significa que tampoco existe un sentido único y estático a lo
largo de nuestra existencia, sino los que él llamó “momentos de sentido”. Esto
invita a permanecer despiertos, a no poner la vida en piloto automático, a
estar presentes en cada situación según como esta se manifieste. Así, en
ocasiones se descubre sentido en la alegría, pero también se lo puede percibir
en el dolor y en el sufrimiento. En un caso y en el otro será, vale repetirlo,
un sentido singular, correspondiente a una experiencia única, no transferible,
que es la de cada persona. De ese modo, donde otros ven sinsentido, quien vive
la circunstancia puede encontrar sentido en ella. Un sentido que solo ese ser
percibe. No le será aportado desde afuera, no le será explicado por otros. Será
la consecuencia de su voluntad de sentido y de la aplicación de lo que Frankl
consideraba nuestro órgano de sentido: la conciencia. Así como los pulmones son
los órganos mediante los cuales respiramos, el hígado es el órgano de la
metabolización, el cerebro el de la regulación nerviosa y el corazón el de la
sanguínea, la conciencia también es un órgano, aunque no aparezca en ninguna
radiografía ni tomografía. El órgano mediante el cual podemos rastrear el
sentido aun en las situaciones y circunstancias más inexplicables o absurdas de
la vida. El que nos permite observar más allá del dedo, sabiendo que el dedo
(la circunstancia) es nada más, aunque nada menos, que el orientador, el que
indica hacia dónde mirar. Lo que veamos será cosa nuestra.
Sergio Sinay
Fuente: Sophia Onine
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