Cerca del año y medio de vida, o dos,
parece que apretamos el botón de grabar y comenzamos a guardar recuerdos, al
menos de forma consciente, aunque la ciencia diga que almacenamos recuerdos de
experiencias vividas en el vientre de mamá.
El primer caramelo con que nos
dejamos engatusar, es la presencia de los padres, esa seguridad que nos da saber
que ellos se ocupan de todo y estamos “a salvo de los retos de la existencia”
Entonces tenemos tiempo y ánimos para
ocuparnos de una muñeca de trapo, un tren fabricado con latas de sardinas u
otras fantasías.
Y es que he conocido a muy pocas
personas que recuerden su niñez como algo terrible o desagradable, aun cuando
han tenido que enfrentar retos grandes por la situación social, familiar u
otras.
Un niño abandonado por sus padres,
maltratado o enfrentado a graves crisis sociales, como son por ejemplo los
refugiados en muchas partes del mundo de hoy; niños que son sacados de su
entorno y obligados a vivir en condiciones extremas de hambre y miseria; otros
que son adoptados por familias disfuncionales, que sufren abusos y violaciones
de los más elementales derechos humanos.
Para ellos, tal vez habría que hacer
un aparte.
Pero la mayoría de los niños en el
mundo viven en hogares relativamente “normales” donde al menos se les
garantizan las condiciones materiales y mínimamente afectivas para sobrevivir y
desarrollarse.
Y con esos cantos de sirena la vida
parece ponernos una primera dosis de entretenimiento, porque nos embebemos en
los trajines de niños y comienza a
modelarse la personalidad.
-
Soy el más listo de la clase, el más tonto, el de las canillas más
flacas y odio que llegue la clase de educación física, porque tengo que ponerme
en pantalones cortos.
-
Soy la gordita, la de las gafas o la rubia que entiende mejor que nadie
las matemáticas, la que mejor lee o la que padece dislexia y escribe la E con
los palitos hacia la izquierda.
-
Soy el hijo del médico o del policía, la niña que vive con su abuela
porque mi madre está en la cárcel.
-
Soy alto y juego baloncesto, el que mejor pinta o estoy en clases de
música para tocar el saxo.
-
Me porto bien y soy disciplinado, o no entro por el aro igual que mi
padre, o como mi abuelo que tiene una cicatriz de un porrazo que le dió un
policía.
Y a partir de entonces empezamos a
ponernos máscaras, a asumir roles de personajes con los que de alguna forma nos
identificamos. Crecemos inmersos en creencias que se van descargando de la nube
del universo, una tras otra, de forma automática, en dependencia de la región
geográfica donde nacimos, la familia, el entorno y puede ser, que la influencia
genética.
-
Hay que luchar muy duro en esta vida, dejar el pellejo para ser exitoso.
-
Me lo voy a pasar lo mejor que pueda en cada momento, porque esta vida
es corta.
-
Me iré a África a hacer un voluntariado porque allí encontraré la
iluminación igual que El Buda.
-
En la cárcel es donde mejor me siento, porque me dan todo y no tengo que
hacer nada.
Esa voz que habla en la cabeza sin
parar y tiene por costumbre ciertas rutinas:
-
Aquí donde vivo no me gusta: no hay oportunidades, los gobernantes son
corruptos, el clima es un asco y mi familia me rechaza.
-
Esta casa es una ruina, no he sabido construir una familia, nadie me
entiende ni me considera.
-
Lo que estudié fue un fracaso, debería haberme ocupado de ver cuál era
el campo que mejores posibilidades me ofrecía.
-
Mi pareja es exactamente lo contrario a lo que imaginaba, no me
comprende y siempre quiere salirse con la suya. Fue un error casarme con Él o
Ella. Si me hubiera casado con mi otro pretendiente seguramente me habría ido
de maravillas.
-
Esto está mal, torcido, no debería ser así, debería ser de otra manera.
-
A mi vida le falta algo: otro curso, otra maestría, mudarme a otra
ciudad, cambiar de trabajo, aprender otro idioma, comprar un barco, tener un
amante, saltar en paracaídas, visitar el Tíbet. Entonces seré exitoso.
Es como jugar béisbol y llegar hasta
la segunda base.
-
Ahora sólo me falta que alguien batee de “hit” y completaré la carrera.
Luego el cuidado de los hijos y ese
afán por alcanzar un patrimonio, cuanto más grande mejor. Después los nietos
como uno de los últimos chups-chups que nos ofrece la vida en bandeja de plata.
-
Inteligentes y guapos todos, los más listos y agraciados, un regalo
inmerecido a mí, que no soy nada.
Al final, con el traje de la
epidermis deshecho y los órganos aburridos de filtrar sangre o producir bilis,
con los ojos desenfocados de la retina y los huesecillos del oído desajustados,
las articulaciones desengrasadas y el miedo a punto de subirse al podio a
recibir su trofeo, algunos, sólo algunos por el momento, nos damos cuenta:
-
No soy el que se queja, ni el que envejece, ni el que se enferma, ni el
que sufre.
-
Soy además de todo eso, el que observa al que se queja, envejece, se
enferma y sufre, desde donde el tiempo no existe, ni el espacio.
-
Soy la consciencia que es consciente de sí misma.
Para mi humilde parecer, saber no es
lo mismo que tener conocimientos. Una persona que pasa su vida acumulando
conocimientos, es un erudito, alguien de quien dicen:
-
¡Qué gran cultura tiene fulano! Ha visitado medio mundo, es doctor en
ciencias, conferencista, empresario, médico renombrado, ¡sabe de todo!
Digo: es posible que tenga muchos
conocimientos, que se haya esforzado, que desde el punto de vista práctico,
haya acumulado conocimientos que le sirvan para alcanzar cosas materiales,
pero…
Generalmente quien cree tener muchos
conocimientos, ¡NO SABE NADA!
Porque hay una sola cosa que saber,
una sola:
Hay que saber quien eres, hay que
alcanzar a trascender el pequeño ego y convertirte en la consciencia que es
consciente de sí misma.
En ese momento, que es siempre ESTE
MOMENTO. lo sabes todo, porque haces que tu pequeño yo, se rinda, se doblegue,
doble la rodilla y comprenda, muchísimo más allá de los conocimientos, que sólo
hemos venido a este mundo a hacer posible el milagro de que la consciencia, sea
consciente de sí misma.
En ese momento, que generalmente
ocurre en los ancianos que están próximos a dejar atrás su envoltura material,
cuando ya no hay reservas de energía vital, ni fuerza física, y ha disminuido
mucho el ruido de la mente egotista, se va apoderando de ellos una paz que
antecede al salto a otra dimensión, va desapareciendo en algunos, la creencia
de que pueden hacer algo para evitar el inminente final de una etapa y se rinden.
En ese momento se vuelven sabios,
porque no son más que puros demoduladores de la sabiduría infinita, que no es
temporal y que, por fin libre de la cárcel material en la que estamos
envueltos, se manifiesta a través de ellos.
Tengo una amiga, cuyo padre era un
campesino, que seguramente jamás leyó un libro de espiritualidad o asistió a un
seminario. Creo que ni siquiera tenía creencias religiosas y unas horas antes
de su muerte, la llamó y le dijo:
-
Hija, mi cuerpo se está muriendo, ¡pero yo no!
En esa frase no hay conocimientos,
ahí, ha brotado, igual de misteriosamente que brota una nueva planta de la
tierra, la sabiduría de la consciencia.
La buena noticia es que no hay que
esperar a que llegue ese postrer momento: si cada día estás un rato en silencio
interior, si observas la naturaleza, si te haces consciente de tu respiración,
si llegas a comprender, primero por unos breves segundos y luego, más y más
veces al día, que detrás de tu mundo mental y emocional hay un observador
desapegado, una presencia que siempre ha estado y estará, si logras no hacerle
la guerra a tu ego, sino observar como observa un padre a un niño pequeño,
entonces poco a poco conocerás la verdad que te hará libre y la sabiduría
brotará de ti como el agua del manantial o las hojas de las ramas, o el plumaje
de la piel de las aves.
¿Quieres convertirte en sabio?
¡Renuncia a conocer otra cosa que no sea a ti mismo!
Autor: José Miguel Vale
Fuente: Compartir lo que Se
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