En
realidad, aprender a meditar es aprender a morir. En la cumbre del sueño de la
humanidad reside la ilusión de la inmortalidad, generada por la experiencia
cotidiana de despertarse todas las mañanas.
En
el nivel de la consciencia vigilia y del intelecto se sabe que no es cierto,
que un día moriremos. Sin embargo, la experiencia cotidiana nos confirma la
vivencia de que eso no va a ocurrir hoy, ni mañana. Ocurrirá… sí, claro… un día
-nos decimos cuando lo vemos en los demás–, pero no mañana, nos dice nuestra
experiencia.
En
el siglo XIX y principios del XX, la muerte se tomaba como algo natural, y como
tal se la aceptaba, llegando incluso a hacerse retratos la familia al completo
con el cadáver dentro del ataúd. Por el contrario, en aquella época de
instintos reprimidos, el sexo era un tema tabú: no se hablaba de ello y a los
niños se les ocultaba información con argumentos ridículos tales como que los
hijos vienen de París o los trae la cigüeña. Absurdo entre los absurdos, máxime
cuando un niño, al carecer de prejuicios, acepta lo natural con naturalidad,
sea vida o muerte.
Hoy
día, finales del siglo XX y principios del XXI, la corriente del pensamiento se
ha dado la vuelta y el sexo ha dejado de ser un tema tabú y, por lo tanto,
reprimido. Por el contrario, ha pasado a serlo la muerte. El tema de la muerte
y el morir se ha tornado en materia aséptica y distante. Al cadáver se lo aísla
en una disimulada cámara frigorífica y tras una mampara de cristal. Se le puede
ver, mas no tocar. Lejos quedan los tiempos en los que al cadáver se le velaba
“de cuerpo presente” en la propia casa y durante toda la noche.
Pero,
¿quién querría tocar a un cadáver? Y no sólo se trata de tocar, es mucho más,
pues en la actualidad no se quiere ni oír hablar de la muerte. Quizás, tal
actitud ante la muerte resulte del abrupto despertar de la consciencia que
provoca el simple hecho de enfrentarse a la rotunda certeza de tener que morir.
Tal despertar hace correr el riesgo de un repentino darse cuenta de cosas y asuntos
que puedan no interesar al tejido productivo en que se basa la sociedad que nos
ha tocado vivir. El despertar individual resulta incómodo al sistema.
Darse
cuenta siempre es peligroso. Saber que uno se va a morir invita a un
replanteamiento general de la vida, y es posible que existan voluntades
interesadas en que ese tipo de darse cuenta se produzca lo más tarde posible y,
si llegara a darse el caso, se olvide con la máxima rapidez posible gracias a
la amplia gama de distracciones e impresiones a que nos vemos sometidos.
Sin
embargo, es inevitable. Sucederá. Se aprende a vivir en el mismo momento de
morir. Por eso, la práctica de la meditación es el arte de aprender a morir sin
tener que llegar a abandonar el cuerpo, porque sólo muriendo es posible
apreciar en todo su esplendor el milagro que es estar vivo. Porque ¿quién muere
en verdad? El ego. El ego se rinde ante la sola idea de la muerte y todas sus
pretensiones claudican. Entonces se tiene la oportunidad de trascenderlo para
saberse ser la vida y vivirla desde la lucidez desapegada que otorga la
consciencia.
Al
morir en vida una nueva y singular comprensión sobreviene, la cual a su vez se
torna en sabiduría. Esto lo saben bien aquellos que han tenido la experiencia,
porque para el resto no dejan de ser más que meras palabras. Así pues, mientras
que se rehúya el reconocimiento de la propia muerte, nuestra existencia será un
caos sostenido en el tiempo. Caos que, aunque no lo parezca, está generado por
un collar de deseos engarzados entre sí por la misma ilusión: creer que nunca
moriremos. Alguien le dijo a Buda: “Tengo un problema”. Y Buda le respondió:
“Tu único problema es creer que tienes tiempo”.
Publicado
en la revista digital “yogaenred”
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