Cuando una criatura
viva está en peligro lucha o huye, según sea la fuente o la dimensión de
aquello que la acecha. Y, una vez atravesada la situación y conservada la vida,
es muy distinto lo que les ocurre a los seres humanos y a los demás seres
vivientes. Ningún animal se dedica a reflexionar sobre el riesgo atravesado,
sobre lo cerca que estuvo del final. No recurre a psicólogos o psiquiatras en
busca de superar el shock post traumático, no se propone cambiar hábitos ni
modos de vida. Regresa al punto en el cual lo encontró el peligro. Si dormía
vuelve a dormir, si comía vuelve a comer, etcétera.
En los humanos, en
cambio, aparece un interrogante. Puede surgir de manera consciente o
inconsciente, directa o alegórica, en todo caso lo cierto es que está allí.
Tanto el humano como el animal quisieron conservar la vida. La pregunta que
afronta el humano es, sin embargo, exclusiva. ¿Para qué quiere vivir? ¿Cuál es
el propósito de conservar la vida?
Tiempo de
espiritualidad
El psicoterapeuta y
escritor Thomas Moore relata su propia experiencia al respecto en el libro El
cuidado del alma en la medicina, parte de la serie de ensayos que viene
dedicando a ese cuidado, y al alma misma, desde diferentes perspectivas. Allí
cuenta cómo se sintió cuando se le diagnosticó una enfermedad cardíaca que
requeriría una operación. Sus miedos, sus especulaciones, su ansiedad, sus
momentos de depresión. La confrontación, en definitiva, con su propia
mortalidad. De una manera o de otra, y por mucho que le escapemos a la cuestión,
un día no tendremos más remedio que enterarnos y aceptar que somos mortales,
señala Moore. Y agrega: “La forma en que recibamos esa noticia y nuestra manera
de afrontarlo, dependerá en gran medida de cómo hayamos cuidado de nuestra alma
y de nuestro espíritu”.
De alguna manera, nos
está recordando que se muere como se vive.
“Se impone la
espiritualidad, entendida no como mera cuestión religiosa, sino como la
capacidad de trascender el momento e incluso de vernos como partes de un todo,
para encontrar en esa pertenencia paz, amor y el sentido de nuestra vida”.
En la profundidad de la
vida o en su superficie, en atención plena hacia la experiencia o distraídos,
sabiendo cómo y para qué hemos vivido o yéndonos tan ignorantes como llegamos.
Ante la certeza de la mortalidad, y en situaciones que la certifican, hace
falta más que asesoramiento psicológico o intervención médica, aunque ambos son
valiosos, dice Moore. Se impone la espiritualidad, entendida no como mera
cuestión religiosa, sino como la capacidad de trascender el momento e incluso
de vernos como partes de un todo, para encontrar en esa pertenencia paz, amor y
el sentido de nuestra vida. Las preguntas esenciales que se presentan entonces,
apunta el autor, son: ¿Por qué a mí? ¿Qué sentido tiene todo esto y cuáles son
sus consecuencias? ¿Sabré hacer frente a mi muerte si ese es el caso? ¿Ha
tenido sentido mi vida? ¿Ha valido la pena?
Durante las
interminables cuarentenas vividas a lo largo de estos meses extraños, todos
hemos temido, con mayor o menor intensidad, ser víctimas del coronavirus. El
primer miedo fue al contagio, y el miedo de los contagiados fue a la muerte.
Nos hemos comprobado y sentido mortales más allá de las teorías. Y, queriéndolo
o sin querer, aceptándolo o no, sabiéndolo o no, hemos estado de frente a la
pregunta mencionada al principio. ¿Para qué queremos conservar esta vida que
tememos perder? ¿Cuál es su propósito, cuál su sentido?
Este tema es central en
una entrevista que el 11 de enero de 1980 le hizo el periodista Franz Kreuzer a
Víktor Frankl en Viena. Allí se aborda un tema fundamental en el pensamiento
del gran médico austriaco, autor de El hombre en busca de sentido y La
presencia ignorada de Dios, entre obras esenciales. “El descubrimiento de un
sentido en la vida está abierto fundamentalmente a todas las personas, afirmaba
Frankl, con independencia del coeficiente de inteligencia, del nivel de
educación, del sexo o de la edad, con independencia incluso de si se es
religioso o no”.
Aparición del sentido
¿De qué hablamos cuando
hablamos de sentido? De algo, según Frankl, que se puede encontrar en el
trabajo, en una acción o actitud, en una obra que creamos, en un gesto, en algo
que llevamos al mundo para compartirlo, de nuestra relación con la naturaleza,
de cómo vivimos nuestros valores, del amor, que él define como la capacidad de
percibir, registrar y experimentar a alguien en toda su singularidad. En todos
los casos el sentido se manifiesta en nuestro vínculo con los otros. Aparece
cuando somos capaces de mirar más allá de nosotros, en lo que Frankl llamaba
autotrascendencia. Ponía como ejemplo al ojo. Este puede ver el mundo, todo lo
que lo rodea e incluso lo que está más allá, pero no puede verse a sí mismo. Un
ojo que se ve a sí mismo, advierte Frankl, es un ojo enfermo.
Como Narciso, que se ve a sí mismo reflejado en las aguas del lago, se enamora de esa imagen, se olvida del mundo, o deja de percibirlo, y se inclina tanto en el intento de admirarse de cerca, que cae al agua y se ahoga. El sentido de nuestras vidas se escapa cuando nos dedicamos a ella de forma egoísta, intentando preservarla de todo, incluso de los otros, y cuando esa conservación es un fin en sí mismo, y no se trata de vivir para algo. Vivir para algo, vivir para alguien es vivir con sentido, decía Víktor Frankl.
El mito de Narciso
refleja la necesidad de dejar de vivir de forma egoísta.
“El sentido de nuestras
vidas se escapa cuando nos dedicamos a ella de forma egoísta, intentando
preservarla de todo, incluso de los otros, y cuando esa conservación es un fin
en sí mismo, y no se trata de vivir para algo. Vivir para algo, vivir para
alguien es vivir con sentido, decía Víktor Frankl”.
En otras de sus
ejemplos señalaba que, así como la presencia de la sed confirma la existencia
del agua (si no existiera el agua no tendríamos sed), la angustia existencial
confirma la existencia del sentido. Si este no fuera una aspiración, una
necesidad básica del alma, jamás nos enfrentaríamos a inexplicables ansiedades,
a profundas sensaciones de vacío.
Hay en los humanos
voluntad de sentido, es parte de nuestro ADN, según el médico y pensador
austriaco. Y quien honre a esa voluntad tendrá, en situaciones límite, una
posibilidad de supervivencia, en palabras de Frankl, “incomparablemente mayor a
la del resto de la gente”. Es que, como advirtió ese otro gran psicólogo y
pensador que fue el suizo Carl Jung, padre de la psicología arquetípica, la
neurosis es el sufrimiento del alma que no ha encontrado su sentido.
Acaso estas reflexiones
nos permitan mirar más allá (como el ojo) del simple temor al contagio. Acaso
nos ayuden a transitar estos tiempos extraños de un modo menos paranoico.
Quizás nos inclinen a entender que vivir es más que respirar, comer, beber,
dormir. Que todo eso es esencial para existir, pero que luego la existencia
necesita un propósito. Y que cuando lo tiene y está conectada con él, eso no
nos hace inmortales. Pero nos deja la tranquilidad de que, en donde nos alcance
la finitud (algo que está fuera de nuestro conocimiento y nuestro control), lo
vivido habrá tenido sentido, habrá dejado una huella.
Sergio Sinay
Fuente: Sophia Online
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