Y de repente, cuenta un chiste muy
pesado que repiten los borrachos en mi país, el hombre se desequilibra y se cae
de la bicicleta donde iba a toda pastilla, luego de haber recibido la noticia
de que su mujer se había puesto de parto, mientras se emborrachaba en el bar de
la esquina. En el suelo magullado y perplejo se dice a sí mismo:
¡Pero bueno! Si es que no me llamo
Manolo, ni estoy casado y mucho menos sé
montar bicicleta.
Así de increíble podría ser la
desenfrenada carrera de la humanidad de hoy, sin rumbo ni sentido, parecida a
aquellos caballos a los que unos desalmados ponían bisulfuro en el ano.
Demasiado entretenimiento lelo,
comidilla enlatada para el insaciable ego que juega sin parar a la gallina
ciega.
Un buen ejemplo es la dudosa definición
de “sociedad del bienestar” en la que algunos países altamente desarrollados de
Europa y otros sitios del mundo, ofrecen en bandeja de plata a sus ciudadanos
una promesa de felicidad por el elevado nivel de posibilidades para adquirir
cosas materiales, servicios y otras migajas que al final, han traído como
contrapartida, una elevada tasa de suicidios y consumo de drogas legales e
ilegales, cuando han visto defraudados que tampoco era ese el foco de su
satisfacción plena y la añorada libertad.
Tal vez, en las enseñanzas de Jesús
de Nazaret y el cristianismo, específicamente en el evangelio de Mateo 24,
donde hay una referencia a “la gran tribulación”. Ahí se señala que “encontramos
los males de siempre pero con más intensidad que nunca, y se añadirán nuevos
males que la humanidad nunca antes había
conocido y que –por suerte- nunca más conocerá.
Pues más claro, agua, porque las
experiencias que vive la humanidad en este momento son justo los males de
siempre, con mayor intensidad y de males nuevos ni hablemos.
Un huracán de intensidad
aceleradamente creciente parece desarrollarse frente a nuestras narices,
trayendo la impresión de que en cualquier momento volará la “endeble cobija”
donde nos refugiamos.
O nos matará un virus, nos veremos
involucrados en una guerra genocida, estaremos a merced de los poderosos que
nos convertirán en esclavos modernos (si es que ya no lo somos)
Viviremos en una especie de susto
perpetuo, una sensación parecida al que camina solitario por las calles de una
ciudad infectada de francotiradores, que en cualquier momento pueden
alcanzarnos y acabar con nuestras vidas.
Un mundo hostil contra el cual
debemos protegernos y descuidar por ende, el crecimiento y desarrollo. No será
hora de digerir una manzana o disfrutar un atardecer, es hora de huir o
presentar batalla. Todo para el frente.
Hasta que “el mal” corone la cresta
del monte Everest, un asqueroso bicharraco se autoproclame “rey del mundo” por
tener cuatro monedas de latón, una lata de sardinas vieja y un saco de yute para
asustar a los niños.
En la actualidad hay unas decenas de
personas en el mundo que han logrado atesorar tanto patrimonio material, tanta
basurilla perecedera, que tienen el noventa y nueve por ciento de ese basurero
bajo control y con él, están manejando los hilos invisibles que les permitan la
ilusoria distopía de creer que son superiores.
Es posible que uno de ellos se
convierta en el llamado “anticristo” y se instale en un palacio a jugar a ser
monarca como en la edad media, mientras la energía potencial elástica de una
cámara de bicicleta, aumentará exponencialmente, cuanto más se estire.
Entonces llegará el momento del
nacimiento de una nueva humanidad a la cual estaremos invitados (o estarán
algunos) los que hayan atesorado aceite suficiente en sus lámparas para recibir
al novio, como se relata en la parábola de las “vírgenes prudentes y
necias” en el evangelio de Mateo 25.
No me atrevería a pregonar a voz en
cuello, desde el observatorio del vigía, la esperanzadora palabra de ¡TIERRA¡
pero a veces me detengo en las mañanas, mientras observo las hojas del naranjo,
el tierno verdor de las amapolas en el campo y el camino se me antoja hermoso,
digno de ser reverenciado y a la vez, angosto y polvoriento, pero todos los
indicios apuntan a que está finalizando.
Bienvenidos a un punto de los
infinitos ciclos del despertar de la consciencia, a uno de los puntos del
camino.
José Miguel Vale
Fuente: El Cielo en la Tierra
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