LAS CINCO
INVITACIONES. INTRODUCCIÓN: EL PODER TRANSFORMADOR DE LA MUERTE
EL PODER
TRANSFORMADOR DE LA MUERTE
El amor y
la muerte son los grandes dones que se nos entregan; la mayoría de las veces,
los transmitimos sin abrirlos.
R.M.
RILKE
La vida y la muerte forman un solo paquete. No
es posible separarlos.
En el Zen
japonés, el término shoji se traduce como “nacimiento-muerte”. No existe
separación entre la vida y la muerte, salvo un pequeño guion, una delgada línea
que conecta a ambos.
No
podemos estar verdaderamente vivos sin mantener una conciencia de la muerte.
La muerte
no nos espera al final de un largo camino. La muerte nos acompaña siempre, en
la misma médula de cada momento que pasa. Ella es la maestra secreta que está
oculta a la vista de todos. Ella nos ayuda a descubrir lo que más importa. Y lo
bueno es que no tenemos que esperar hasta el final de nuestra vida para hacer
realidad la sabiduría que la muerte tiene que ofrecernos.
A lo
largo de los últimos treinta años he estado sentado al borde del abismo de la
muerte junto con unos cuantos miles de personas. Algunos llegaron a la muerte
llenos de desilusión. Otros alcanzaron la plenitud y atravesaron esa puerta
rebosantes de asombro. La diferencia consistía en la disposición a vivir gradualmente
adentrándose en los aspectos más profundos de lo que significa ser humano.
Imaginar
que en el momento de nuestro fallecimiento dispondremos de la fuerza física, la
estabilidad emocional y la claridad mental para realizar el trabajo de toda una
vida es una apuesta ridícula. El libro es una invitación a sentarse con la muerte, tomarse un té con
ella, dejar que nos guíe para llevar una vida con más significado y amor.
Reflexionar
sobre la muerte puede tener una repercusión profunda y positiva no sólo sobre
la forma en la que vayamos a morir, sino también sobre cómo vivamos. A la luz
de la muerte, es fácil distinguir entre las tendencias que nos dirigen hacia la
integridad y las que nos inclinan hacia la separación y el sufrimiento. La
palabra integridad (wholeness en inglés) está relacionada con los términos
“santo” y “salud” (también en inglés), pero no constituye una unidad vaga y
homogénea. Se expresa mejor como interconexión. Cada célula de nuestros cuerpos
forma parte de un todo orgánico e interdependiente que debe funcionar en
armonía a fin de mantener una buena salud. De modo semejante, todos y todo
existen en una constante interacción de relaciones que resuena a través de todo
el sistema, afectando a todas las demás partes. Cuando emprendemos una acción
que ignora esta básica verdad, sufrimos y creamos sufrimiento. Cuando vivimos
siendo conscientes de ella, apoyamos la totalidad de la vida y somos apoyados
por ella.
Nuestros
hábitos vitales tienen un poderoso impulso que nos lanza hacia el momento de
nuestra muerte. Surge la pregunta evidente: ¿Qué hábitos queremos crear?
Nuestros pensamientos no son inocuos. Los pensamientos se manifiestan como
acciones que, a su vez, se desarrollan en hábitos, y, al cabo, nuestros hábitos
fraguan en carácter. Nuestra relación inconsciente con los pensamientos puede
dar forma a nuestras percepciones, provocar reacciones y predeterminar nuestra
relación con los acontecimientos de nuestra vida. Podemos superar la inercia de
estos patrones haciéndonos conscientes de nuestras opiniones y de nuestras
creencias y lográndolo, realizamos una opción consciente de poner en duda esas
tendencias habituales. Las opiniones y los hábitos rígidos silencian nuestras
mentes y nos inclinan a vivir la vida en piloto automático. Las preguntas abren
nuestras mentes y expresan el dinamismo implícito en la condición humana. Una
buena pregunta tiene corazón, porque surge de un profundo amor a descubrir lo
que es verdad. Nunca sabremos quiénes somos ni por qué estamos aquí si no nos
planteamos preguntas incómodas.
Sin un
recordatorio de la muerte, tendemos a no valorar la vida perdiéndonos a menudo
en inacabables búsquedas de autosatisfacción. Cuando mantenemos la muerte al
alcance de la mano, ella nos recuerda que no nos amarremos demasiado fuerte a
la vida. Quizá que nos tomemos a nosotros mismos y a nuestras ideas un poco
menos en serio. Que nos dejemos llevar un poco más fácilmente. Cuando
reconocemos que la muerte nos llega a todos, comprendemos que todos estamos
juntos en el mismo barco. Esto nos ayuda a ser un poco más amables y mejores
los unos con los otros.
Podemos
aprovechar la consciencia de la muerte para percatarnos del hecho de que
estamos vivos, para fomentar la exploración de nosotros mismos, para aclarar
nuestros valores, para hallar significado y generar acciones positivas. Es la
transitoriedad de la vida lo que nos brinda la perspectiva. Cuando entramos en
contacto con la naturaleza precaria de la vida, también llegamos a reconocer lo
que tiene de valioso. Y entonces, no queremos desaprovechar ni un minuto.
Queremos implicarnos de lleno en nuestras vidas y utilizarlas de modo
responsable. La muerte es un buen acompañante en ese camino que lleva a vivir
bien y a morir sin lamentarlo.
El
conocimiento de la muerte tiene relevancia no sólo para los que están muriendo
y para quienes cuidan de ellos. También puede ayudarnos a lidiar con la
pérdida, o con una situación en la que nos sintamos atrapados por la estrechez
de miras o nos sintamos sin control, independientemente de que estemos pasando
por una separación o un divorcio, sobrellevando una enfermedad o un despido, la
demolición de un sueño, un accidente de coche o incluso una discusión con un niño
o un colega.
Poco
después de que el famoso psicólogo Abraham Maslow hubiera sufrido un ataque al
corazón casi mortal, escribió en una carta: “El enfrentamiento con la muerte –y
su aplazamiento– hace que todo parezca tan precioso, tan sagrado, tan hermoso
que siento con más fuerza que nunca el impulso de amarlo, de abrazarlo y de
dejar que me abrume. Mi río nunca ha tenido un aspecto tan bello. . . La
muerte, y su posibilidad siempre presente, nos hace amar apasionadamente”.
No soy un
romántico de la muerte. Es un trabajo duro. Quizá el más exigente que jamás
realicemos en esta vida. No siempre sale bien. Puede ser triste, cruel,
caótica, bella y misteriosa. En la mayoría de los casos es normal. Todos
pasamos por ella.
Ninguno
de nosotros sale vivo de aquí.
Como
acompañante de personas moribundas, profesor de cuidados compasivos y
cofundador del Zen Hospice Project, la mayoría de las personas con las que he
trabajado eran personas corrientes. Individuos que se enfrentaban cara a cara
con lo que ellos imaginaron que era imposible o insoportable, que caminaban
hacia sus propias muertes o que cuidaban de alguien al que amaban y que ahora
estaba muriéndose. Pero la mayoría hallaron dentro de sí y de la experiencia de
morir los recursos, la claridad, la fortaleza, el valor y la compasión para
enfrentarse a lo imposible de formas extraordinarias.
Algunas
de las personas con las que trabajé vivían en condiciones espantosas: en
hoteles infestados de ratas o en bancos del parque de detrás del ayuntamiento.
Eran alcohólicos, prostitutas y personas sin hogar que sobrevivían con
dificultad en los límites de la sociedad. A menudo tenían cara de resignación o
estaban enfurecidos por su pérdida de control. Muchos habían perdido toda
confianza en la condición humana.
Algunos
provenían de culturas que yo no conocía y hablaban idiomas que yo no podía
comprender. Algunos tenían una fe profunda que los llevó a superar tiempos
difíciles, mientras que otros habían abjurado de toda religión. Nguyen tenía
miedo de los fantasmas. Isaiah era reconfortado por “visitas” de su difunta
madre. Había un padre hemofílico que había contraído el SIDA mediante una
transfusión de sangre. Años antes de su enfermedad, había repudiado a su hijo
homosexual. Pero al final de la vida, padre e hijo estaban los dos muriendo de
SIDA, tendidos uno al lado del otro en camas gemelas de una habitación
compartida, bajo el cuidado de Agnes, la esposa del padre y madre del hijo.
Muchas de
las personas con las que trabajé murieron a los veinte y pocos años, cuando sus
vidas apenas habían comenzado. Pero también había una mujer a la que yo
atendía, de nombre Elizabeth, que, a sus noventa y tres años, preguntaba: “¿Por
qué me ha llegado la muerte tan pronto?” Algunos tenían la mente muy clara,
mientras que otros no podían recordar sus nombres. Algunos estaban rodeados del
amor de familiares y amigos. Otros se hallaban completamente solos. A Alex,
privado del apoyo de ningún ser querido, su demencia provocada por el SIDA le
confundió tanto que una noche salió a la escalera de incendios y murió
congelado.
Atendimos
a policías y bomberos que habían salvado numerosas vidas, a enfermeras que
habían cuidado del dolor y de la dificultad de respirar de otros, a doctores
que habían certificado la muerte de pacientes por las mismas enfermedades que
ahora estaban asolando sus propios cuerpos. A personas con poder político, a
quienes habían hecho fortuna y a los que tenían buenos seguros de salud. Y a
refugiados cuyos bienes eran poco más que las camisas que cubrían sus espaldas.
Morían de SIDA, cáncer, enfermedades pulmonares, insuficiencia renal y
Alzheimer.
Para
algunos, morir fue un enorme regalo. Se reconciliaron con familias a las que
habían perdido hacía mucho tiempo, expresaron libremente su amor y su perdón, o
hallaron la amabilidad y la aceptación que habían estado buscando durante todas
sus vidas. Otros, sin embargo, se giraron hacia la pared en retirada, víctimas
de la desesperanza, y nunca regresaron.
Todos
ellos fueron mis maestros.
Estas
personas me invitaron a participar de sus momentos más vulnerables e hicieron
posible que yo me aproximara y me relacionara personalmente con la muerte.
Haciéndolo, me enseñaron a vivir.
Nadie que
esté vivo entiende verdaderamente la muerte. Pero como me dijo en una ocasión
una mujer próxima a su muerte: “Yo veo las señales de salida con más claridad
que usted”. En cierto modo, nada puede prepararnos para la muerte. Pero todo
cuanto hayamos hecho en nuestra vida, todo cuanto nos hayan hecho, y lo que
hayamos aprendido de todo ello, puede ayudar.
En un
hermoso relato breve, el premio Nobel Rabindranath Tagore describe los senderos
que serpentean entre las aldeas de la India. Dando saltos, guiados por su
imaginación o por un serpenteante arroyo, desviándose hacia un bello panorama o
rodeando una afilada roca, niños descalzos tejían senderos en zigzag a través
del campo. Al hacerse mayores, consiguieron sandalias y comenzaron a
transportar pesadas cargas, los caminos se hicieron estrechos, rectos y tenían
una finalidad.
Yo anduve
descalzo durante años. No seguí una senda lineal en este trabajo; serpenteé.
Fue un viaje de descubrimiento ininterrumpido. Yo tenía poca formación y ningún
título salvo un certificado de salvavidas de la Cruz Roja que a estas alturas
ya habrá caducado. Yo seguí el método Braille, tanteando mi camino.
Manteniéndome cerca de mi intuición, confiando en que escuchar es la forma más
poderosa de conectar, sacando a un primer plano el refugio del silencio y
dejando que mi corazón se abriera. Así fue como encontré lo que realmente
ayuda.
La muerte
y yo hemos sido compañeros durante mucho tiempo. Mi madre falleció siendo yo un
adolescente y mi padre sólo unos pocos años más tarde. Pero años antes de que
tuvieran lugar sus muertes, yo ya los había perdido. Los dos eran alcohólicos,
por lo que mi infancia se caracterizó por años de caos, abandono, violencia,
lealtad equivocada, culpa y vergüenza. Me hice experto en andar sobre arenas
movedizas, siendo el confidente de mi madre, hallando botellas de licor
ocultas, peleando con mi padre, guardando secretos y haciéndome mayor demasiado
rápido. Así que, en cierto modo, sus muertes me supusieron un alivio. Mi
sufrimiento era una espada de doble filo. Yo crecí sintiéndome avergonzado,
asustado, solitario e incapaz de hacerme querer. Pero ese mismo sufrimiento me
ayudó a relacionarme de forma sensible con el dolor de otros, y eso se
convirtió en parte de mi vocación de aproximarme a situaciones que muchos otros
tienden a evitar.
La
práctica budista, con su énfasis en la transitoriedad, en la aparición y la
desaparición instantáneas de cada experiencia concebible, fue una influencia
temprana e importante para mí. Enfrentarse a la muerte se considera fundamental
en la tradición budista. Puede hacer que maduren la sabiduría y la compasión, y
fortalece nuestro compromiso con el despertar. La muerte se contempla como la
fase final del crecimiento. Nuestras prácticas diarias de conciencia y
compasión cultivan las saludables cualidades mentales, emocionales y físicas
que nos preparan para enfrentarnos a lo inevitable. Mediante la aplicación de
estos hábiles medios yo aprendí a no quedar incapacitado por el sufrimiento de
mi vida anterior, sino más bien a permitir que formara en mi interior la base
sobre la que descansa mi compasión.
Cuando mi
hijo Gabe estaba a punto de nacer, yo quería comprender cómo traer su alma al
mundo. Así que me inscribí en un taller con Elisabeth Kübler-Ross, la
renombrada psiquiatra suiza, más conocida por su innovador trabajo sobre la
muerte y los moribundos. Ella ha ayudado a muchos a abandonar esta vida; yo
contaba con que ella podría enseñarme a invitar a mi hijo a adentrarse en la
suya.
Elisabeth
se sintió fascinada con la idea y me tomó bajo su protección. Me invitó a
asistir a más programas a lo largo de los años, aunque no me facilitó mucha
instrucción. Yo me sentaba en silencio al fondo de la sala y aprendía
contemplando la forma en la que ella trabajaba con personas que se enfrentaban
a la muerte o que sufrían trágicas pérdidas. Sin duda esto dio forma al modo en
el que más adelante acompañé a las personas en el centro para enfermos
terminales. Elisabeth era hábil, intuitiva y a menudo dogmática, pero sobre
todo, demostró cómo amar a quienes ella atendía, sin reservas ni apego. En
ocasiones, la angustia que dominaba la sala era tan aplastante que yo meditaba
a fin de calmarme o realizaba prácticas sobre la compasión, imaginando que yo
podría transformar el dolor que estaba presenciando.
Una noche
lluviosa, después de un día especialmente difícil, me sentía tan agitado al
volver a mi habitación que me caí de rodillas en un charco de barro y rompí a
llorar. Mis intentos de eliminar el dolor de los participantes no eran más que
una estrategia de autodefensa, un modo de tratar de protegerme del sufrir.
Justo
entonces llegó Elisabeth y me levantó. Me llevó de vuelta a su habitación para
tomar un café y fumar un cigarrillo. “Tienes que abrirte y dejar que el dolor
se mueva a través de ti”, dijo Elisabeth. “No es para que te lo quedes”. Sin
esta lección, no creo que pudiera haber permanecido en presencia del
sufrimiento que presenciaría en las siguientes décadas, de una manera sana.
Stephen
Levine, poeta y maestro budista, fue otra de las figuras influyentes en mi
vida. Fue mi principal maestro y gran amigo durante treinta años. Era un
rebelde compasivo además de un guía intuitivo y auténtico que fue capaz de
abrazar diversas tradiciones evitando hábilmente el dogma de cualquier enfoque
concreto. Stephen y su mujer, Ondrea, fueron verdaderos pioneros liderando una
amorosa revolución en la forma de cuidar a aquellos que están en el proceso de
morir. Gran parte de lo que creamos en el Zen Hospice Project ha sido una
expresión de sus enseñanzas.
Stephen
me enseñó que era posible asumir el sufrimiento de mi vida, utilizarlo como
agua de molino y transformarlo alquímicamente en combustible para el servicio
desinteresado, y todo ello sin darle demasiada importancia. Al principio, su
ejemplo me sirvió como inspiración para mi trabajo y muchas veces para mi
comportamiento, tal y como suelen hacer los estudiantes devotos. Era una
persona muy amable, y con gran generosidad me prestó su voz hasta que fui capaz
de encontrar la mía propia.
¿Cómo
llegamos a estar allí donde nos encontramos a nosotros mismos? La vida acumula
y nos expone a diversas oportunidades de aprendizaje, y si somos afortunados,
prestamos atención.
Mientras
viajaba por México y Guatemala, con poco más de treinta años, fui voluntario
para trabajar con refugiados centroamericanos que habían sufrido tremendas
dificultades, y fui testigo de muertes horribles. De vuelta en San Francisco en
los años 80, la crisis del SIDA empezó a afectar seriamente. Casi treinta mil
residentes locales se vieron afectados. Yo trabajé en primera línea como
asistente de salud a domicilio y cuidé a muchos amigos, demasiados, que
murieron a causa de este virus devastador.
Pronto
quedó muy claro que mi respuesta como individuo no era suficiente. Por ello, en
1987, trabajando con mi querida amiga Martha de Barros y unos cuantos más
comenzamos en Zen Hospice Project. De hecho, la idea de crear el centro fue de
Martha, sin duda una idea brillante. Ella fue la madre que dio a luz al
programa a través del patrocinio del San Francisco Zen Center.
El Zen
Hospice Project fue el primer centro budista para moribundos de Estados Unidos;
una fusión de la perspectiva espiritual y la acción social práctica. Nosotros
creíamos que existía una correspondencia natural entre los practicantes del Zen
que cultivaban un “corazón que escucha” con la práctica de meditación y
aquellos que necesitaban ser escuchados: las personas que estaban en proceso de
morir. No teníamos programa alguno y planes, pocos, pero al final formamos a
unos mil voluntarios. Aunque las historias que comparto son en su mayoría
acerca de mis propios encuentros, nadie en particular creó el Zen Hospice. Lo
hicimos todo juntos. Una comunidad de grandes corazones comprometidos con un
propósito común respondiendo a una llamada al servicio.
Ciertamente
queríamos aprovechar la sabiduría de la tradición Zen de hace 2.500 años, pero
no teníamos interés alguno en imponer ningún dogma ni promover una forma de
morir estrictamente budista. Mi lema era “encuéntrate con ellos allí donde
estén.” Animé a nuestros cuidadores a apoyar a los pacientes para que pudieran
descubrir aquello que necesitaban. Casi nunca enseñamos a la gente a meditar,
ni tampoco impusimos nuestras ideas acerca de la muerte o del morir. Creíamos
que las personas a las que servíamos nos mostrarían cómo necesitaban morir.
Creamos un entorno bonito y receptivo en el que los residentes se sentían
amados y respaldados, en el que eran libres para explorar quiénes eran y en qué
creían.
Aprendí
que las actividades de cuidado son en sí mismas bastante ordinarias. Preparas
una sopa, frotas una espalda, cambias las sábanas sucias, ayudas con la
medicación, escuchas historias vividas en una vida y que ahora están
terminando, apareces como una presencia amorosa y tranquilizante. Nada
especial. Realmente, solo simple amabilidad humana.
Sin
embargo, pronto descubrí que estas actividades del día a día, cuando se asumen
como una práctica de consciencia, pueden ayudar a despertarnos de nuestros
puntos de vista establecidos y nuestros hábitos de evitación. Ya seamos los que
hacemos las camas o los que estamos confinados a ellas, todos tenemos que hacer
frente a la naturaleza incierta de esta vida. Nos volvemos conscientes de la
verdad fundamental de que todo viene y va: cada pensamiento, cada relación
amorosa, cada vida. Vemos que el morir está en la vida de todo. Resistirse a
esta verdad lleva al dolor.
Hubo
otras experiencias cruciales que moldearon mi forma de hacer frente al
sufrimiento y mi comprensión de lo que la muerte nos puede enseñar acerca de la
vida. Me uní a otros líderes espirituales y me sumergí profundamente en el
sufrimiento humano ayudando a facilitar un retiro único en Auschwitz-Birkenau. Dirigí grupos de duelo,
asesoré a innumerables personas en el curso de enfermedades terminales, guie retiros
destinados a personas con enfermedades mortales y organicé muchos servicios
conmemorativos; quizá demasiados.
En medio
de todo aquello, yo era padre de cuatro niños, y les ayudaba a convertirse en
adultos extraordinarios que tienen en la actualidad sus propios hijos. Puedo
asegurar que educar a cuatro adolescentes al mismo tiempo era con mucha
frecuencia más duro que cuidar a pacientes a punto de morir.
En 2004
fundé el Metta Institute con el fin de promover el cuidado consciente y
compasivo de los moribundos. Reuní a
grandes maestros, incluyendo a Ram Dass, Norman Fischer, Rachel Naomi Remen
(M.D.) entre otros, con la idea de contar con un personal de categoría
internacional. Lo nuestro era un proyecto de legado destinado a recuperar el
alma en el cuidado y restaurar una relación con el proceso de morir que
afirmara la vida.
Hemos
formado a cientos de profesionales del cuidado de la salud además de crear una
red de apoyo nacional de médicos, educadores y abogados para aquellos que se
enfrentan a enfermedades que ponen en riesgo la vida.
Por
último, hace varios años me enfrenté a mi propia crisis personal de salud: un
ataque al corazón que me puso cara a cara con la mortalidad. La experiencia me
mostró lo diferente que es la perspectiva desde el otro lado de las sábanas. Me
hizo incluso más empático ante las luchas a las que se enfrentan mis
estudiantes, clientes, amigos y miembros de mi familia, de las que he sido
testigo.
Por lo
tanto, muchas veces en la vida nos movemos más allá de lo que imaginamos que
seríamos capaces y el hecho de atravesar ese límite nos impulsa hacia la
transformación. Alguien dijo una vez que “la muerte no viene a ti sino a otra
persona a la que los dioses preparan.” A mí me parece cierto este sentimiento.
La persona que soy hoy, que está viviendo esta historia, no es exactamente la
misma persona que aquella que morirá. La vida y la muerte me van a cambiar.
Seré diferente en algunos aspectos fundamentales. Para que algo nuevo surja de
nosotros, tenemos que estar abiertos al cambio.
Por lo
general, como sociedad estamos más abiertos a discutir sobre la muerte de lo
que estábamos hace años. Existen más libros sobre el tema; el cuidado a
terminales está bien integrado dentro de la escala del cuidado de la salud;
tenemos voluntades anticipadas y órdenes de no resucitación. La muerte asistida
por un médico es ahora legal en varios Estados y países.
Aun así,
la opinión predominante sigue siendo que morir es un suceso médico y que lo
máximo que podemos esperar es sacar lo mejor de una mala situación. Yo he sido
testigo del dolor de las personas al dirigirse hacia su muerte sintiéndose
víctimas de las circunstancias, sufriendo consecuencias negativas por factores
que estaban más allá de su control, o lo que es peor, creyendo que ellos eran
la única causa de sus problemas. Como resultado de todo esto, demasiadas
personas mueren con angustia, culpa y miedo. Podemos hacer algo en este
sentido.
Cuando
vives una vida iluminada por el hecho de tu muerte, esto orienta tus
decisiones. La mayoría de nosotros nos imaginamos muriendo en casa rodeados de
aquellos a quienes amamos y aquellos que nos aman, reconfortados por lo
familiar. Y aun así, raras veces ocurre de esta forma. Aunque siete de cada
diez norteamericanos afirman que preferirían morir en casa, el 70 por ciento de
los norteamericanos muere en un hospital, un asilo o similar.
El tópico
dice que “morimos como vivimos.” Según mi experiencia, eso no es del todo
cierto. Pero ¿cómo sería vivir una vida que nos llevara hacia aquello que la
muerte tiene que enseñarnos, en lugar de vivirla simplemente intentando evitar
lo inevitable? Podemos aprender mucho acerca de vivir plenamente cuando nos
resulta cómodo sentarnos con la muerte.
Supongamos
que dejamos de aislar la muerte, separándola de la vida. Imagina cómo sería si
considerásemos el proceso de morir como una etapa final de crecimiento que
llevara consigo una oportunidad de transformación sin precedentes. ¿Podríamos
girarnos hacia la muerte como si fuera un maestro y preguntarle: “entonces,
¿cómo debería vivir?”?
El
lenguaje que utilizamos juega un papel importante en nuestra relación con la
muerte y los moribundos. No me gusta utilizar la expresión los moribundos.
Morirse es una experiencia por la que pasan las personas, pero no es su
identidad. Como ocurre con otras generalizaciones, cuando agrupamos a todas las
personas que están viviendo una experiencia concreta en un mismo lote, nos
perdemos aquello tan único que la experiencia, y cada una de las personas que
están pasando por ella, puede ofrecer.
Morirse
es inevitable e íntimo. He visto a personas normales que al final de su vida
desarrollan unas comprensiones profundas y se involucran en un poderoso proceso
de transformación que les ha ayudado a emerger como alguien más grande, más
expansivo y mucho más real que ese ser separado que habían supuesto que eran.
Esto no es un cuento de hadas con final feliz que contradiga el sufrimiento que
hubo antes, sino más bien una trascendencia de la tragedia. El descubrimiento
de esta capacidad en muchas personas suele ocurrir en los últimos meses, días o
incluso minutos de vida.
“Demasiado
tarde,” podrías decir. Y yo podría estar de acuerdo. Sin embargo, el valor no
reside en cuánto tiempo han disfrutado de la experiencia, sino en la
posibilidad de que una transformación así exista.
Las
lecciones de la muerte están disponibles para todos aquellos que escojan ir
hacia ella. Yo he visto abrirse el corazón no solo en las personas cercanas a
la muerte, sino también en sus cuidadores. Estos han encontrado una profundidad
del amor dentro de ellos mismos al que no sabían que podían acceder. Han
descubierto una verdad profunda en el universo y la bondad confiable de la
humanidad que nunca les ha abandonado, independientemente del sufrimiento al
que se hayan tenido que enfrentar.
Si esa
posibilidad existe en el momento de morir, existe aquí y ahora.
Es en la
exploración de ese potencial en lo que vamos a sumergirnos juntos aquí: la
capacidad innata para amar, para confiar, para perdonar y la paz que habita
dentro de cada uno de nosotros. Este libro tiene que ver con recordarnos lo que
ya sabemos, algo que las grandes religiones intentan ejemplificar pero que de
alguna forma se pierde por el camino. La muerte es mucho más que un
acontecimiento médico. Es un tiempo de crecimiento, un proceso de
transformación. La muerte nos abre a las dimensiones más profundas de nuestra
humanidad. La muerte despierta a la presencia, una intimidad con nosotros y con
todo lo que está vivo.
Las
grandes religiones y tradiciones espirituales tienen innumerables nombres para
lo innombrable: el Absoluto, Dios, la naturaleza de Buda, el Ser Verdadero…
Todos estos nombres son demasiado pequeños. De hecho, todos los nombres se
quedan demasiado pequeños. Son como dedos apuntando a la luna. Yo te invito a
que traduzcas los términos que yo utilizo de cualquier forma que te ayude a
conectar con aquello que conoces y en lo que más confías en lo más profundo de
tu corazón.
Yo voy a
emplear el término sencillo Ser para referirme a aquello que es más profundo y
más expansivo que nuestras personalidades. En la esencia de todas las
enseñanzas espirituales se encuentra la comprensión de que este Ser es nuestra
naturaleza más benevolente y fundamental. Nuestro sentido ordinario del ser,
nuestra forma habitual de experimentar la vida, es aprendida. El
condicionamiento que tiene lugar mientras vamos creciendo y desarrollándonos
puede oscurecer nuestra bondad innata.
El Ser
tiene determinados atributos, o cualidades esenciales que habitan como
potenciales dentro de nosotros. Dichas cualidades nos ayudan a madurar, a
volvernos más funcionales y productivos. Completan nuestra humanidad y añaden
una riqueza, una belleza y una capacidad a nuestras vidas. Estas cualidades
puras incluyen el amor, la compasión, la fortaleza, la paz, la claridad, el
contento, la humildad y la ecuanimidad, por nombrar algunas. A través de
prácticas como la meditación y la contemplación podemos aquietar nuestras mentes,
nuestros corazones y nuestros cuerpos, y como resultado, nuestra capacidad para
sentir nuestra experiencia se vuelve más sutil y más penetrante. En esa quietud
que descubrimos somos capaces de percibir la presencia de estas cualidades
innatas. Estas cualidades son algo más que estados emocionales, aunque al
principio podemos sentirlas como emociones. Resultaría más útil pensar en ellas
como nuestro sistema de orientación interno, que nos puede llevar a un sentido
de bienestar más grande.
Estos
aspectos de nuestra naturaleza esencial son tan inseparables del Ser como lo es
la humedad del agua. Dicho de otra forma: ya tenemos todo lo que necesitamos
para este viaje. Todo existe ya dentro de nosotros. No necesitamos ser alguien
especial para acceder a nuestras cualidades innatas y utilizarlas al servicio
de una libertad y una transformación más grandes.
La
primera vez que escribí las cinco invitaciones fue en el dorso de una
servilleta a treinta mil pies sobre Kansas. Estaba viajando para reunirme con
otros pensadores críticos en el campus de la Universidad de Princeton, para
colaborar en un documental de seis horas sobre los moribundos en Estados Unidos
llamado On Our Own Terms. En la sala se encontrarían los expertos en salud más
avanzados del país, defensores de la muerte clínicamente asistida, partidarios
de los cambios en la política Medicare y un grupo de periodistas de los duros.
Nadie iba a desear una retórica budista. Bill Moyers, el productor del
documental, me llevó a un lado y me preguntó si podría hablar sobre lo
fundamental del acompañamiento a aquellos en proceso de morir.
Cuando me
llegó el turno de hablar, saqué la servilleta en la que había garabateado
durante el vuelo.
No
esperes.
Da la
bienvenida a todo, sin rechazar nada.
Aporta
todo tu ser a la experiencia.
Encuentra
un lugar de descanso en medio de los acontecimientos.
Cultiva
una mente que no sabe.
Las cinco
invitaciones son mi intento de honrar las lecciones que he aprendido al estar
sentado en la cabecera de la cama de muchos pacientes en proceso de morir. Son
cinco principios impregnados de amor que se respaldan entre sí. A mí me han
servido como orientaciones fiables para hacer frente a la muerte. Y, al final,
son orientaciones igualmente importantes para vivir una vida con integridad. Se
pueden aplicar igual de acertadamente a aquellas personas que tienen que
gestionar todo tipo de transiciones o de crisis; desde mudarse a una nueva
ciudad, establecer o abandonar una relación de pareja, o acostumbrarse a vivir
sin los hijos en casa.
Pienso en
ellas como en cinco prácticas insondables que se pueden explorar y en las que
se puede profundizar constantemente. Como teorías tienen poco valor. Para poder
entenderse se tienen que vivir y realizar a través de la acción.
Una
invitación es una solicitud a participar o a asistir a un evento particular.
Este evento es tu vida, y este libro es tu invitación para que estés plenamente presente en cada
uno de los aspectos de ella.
Autor:
Frank Ostaseski
Introducción.
Introducción del libro Five Invitations (Ostaseski, 2017). Traducción
Maria José Tobías.
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