Otra consultante, que volvía de pasar unos días con su
familia, refería algo parecido: le extrañaba que sus hermanos siguieran
aferrados a comportamientos de la niñez y tuvieran reacciones tan exaltadas por
cuestiones que ella ya había dejado atrás.
Los asuntos infantiles (que son el núcleo de nuestra
personalidad y de nuestros aprendizajes en cada encarnación) no se superan con
los años. Es una falacia que el tiempo, por sí mismo, cura todo. Si no hemos logrado elaborarlos, los traumas continuarán vivos por el resto
de nuestras vidas. Tendremos ochenta años y seguiremos actuando
emocionalmente como de cinco.
En términos generales, los adultos mayores han vivido
con las consignas de su propio tiempo e indagar en sus problemas internos no ha
sido una prioridad, ni siquiera algo a considerar. Como me decía mi
madre: “piensas demasiado”.
Lo común era que uno continuara con las tradiciones
familiares, no sólo en cuanto a trabajos o propiedades, sino también a formas
de pensar, de sentir, de actuar, de educar, etc. Nadie se preguntaba
si eso era correcto o no, si servía o no: era así. Como mucho, uno se
quejaba o se rebelaba, pero no se cambiaba esencialmente.
A partir del psicoanálisis y del fuerte progreso
tecnológico, las nuevas generaciones comenzaron a indagar en sus orígenes para
hallar esos conflictos que les impedían ser ellos mismos y tener sus propias
metas.
Un escollo habitual que se presenta es que tenemos
“lealtad familiar”. Educados en la culpa, sentimos que no podemos ser
mejores que nuestros ancestros. Presos
de una falsa fidelidad, nos boicoteamos para no superar sus mandatos, tanto sea
económicos (“somos pobres, pero honrados”) o educativos (“somos universitarios,
lo demás no está a la altura”), o emocionales (“nosotros no lloramos”), por
ejemplo.
La falta de conciencia de estas pautas hace que las
continuemos, aunque lógicamente sepamos que no nos sirven. Aquí es
donde se nota esta dualidad entre una parte adulta (racional) que desea mejores
modelos para vivir y otra parte infantil (emocional) que está atada a lo
familiar. A veces, nos damos cuenta de esta dinámica, pero no sabemos
cómo liberarnos, sin pelearnos. Buscar ayuda es la clave entonces.
Nos cuesta pensar que nuestra infancia puede tener
tanto poder. Seguimos adelante, tapando el sufrimiento,
creyendo que el tiempo sanará las heridas, considerando que ya somos grandes y
que las dominamos. Hay dos indicios para saber si realmente es
así. Uno es que podemos hablar del pasado o de circunstancias
difíciles sin cerrarnos ni caer en emociones insuperables. Sus enseñanzas han
sido incorporadas y hay una actitud de paz y confianza al respecto.
El otro es que hemos logrado lo que nos hemos propuesto y lo compartimos alegre
y abundantemente.
Los demás son espejos en donde nos podemos
observar. Nuestra familia provee las condiciones para los aprendizajes
que vinimos a hacer. Como comenté en otro Boletín, es tiempo de asimilarlos, soltarlos y crear las condiciones personales en
las que queremos vivir en un nuevo mundo. Está en nuestras manos.
Laura Foletto
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