Entre tantas plagas psicológicas que cada tanto asolan a
nuestra sociedad, muchas parecen sublimes, y sin embargo no lo son, sobre todo
debido a una mala interpretación de conceptos, a una exageración de sus
virtudes, o a la confusión que genera en quien intenta poner en práctica sus
enunciados por no poder discernir cuándo se trata de algo sano y cuándo de algo
que enferma.
Una de ellas es el concepto de "amor incondicional".
Se instaló como una gata que sabe que ése es su almohadón y que nadie la sacará
de allí, dueña y señora, en este caso a través de best sellers varios. Y muchas
personas pusieron su fe en esa idea para llevarla a la pareja, la familia, la
amistad. "Ah, con razón no me funcionaba el vínculo!” , se dijeron. Y
empezaron a realizar la “práctica del amor incondicional” (de un modo confuso y
con mucha frecuencia realmente erróneo; también yo, hace muchos años!!): No
poner límites por “comprender al otro”, decir siempre que sí aunque se quisiera
decir que no para “darse totalmente”, aceptar la demanda excesiva del otro
“renunciando a sí mismo” (aunque el hijo, la pareja o el vecino se conviertan
en el pequeño-gran tirano de nuestra vida, gracias a nuestra actitud), y, sobre
todo, coronando cada gesto con el gran slogan del “amor incondicional”:
"sin esperar nada a cambio".
A lo largo de tantos años de ejercer como docente en
Psicología Transpersonal y como terapeuta he visto más gente dañada por esta
idea equivocada del “amor incondicional” que por muchos otros males… Abuso
psicológico, hijos híper-demandantes, dificultad para establecer qué se quiere
y qué no, falta de autoafirmación y de afecto hacia sí mismo, descuido
personal, enfermedades psicosomáticas derivadas de la actitud de “aguantar para
amar” (¿?).
El amor incondicional es otra cosa. Y, en los vínculos
cotidianos, para no polarizarse hacia una disposición que nos haga daño (y
malogre vínculos que podrían aún ser sanos) requiere que instalemos en nuestra
vida a su hermana gemela: la reciprocidad. La reciprocidad mínima es el simple
“gracias”: el reconocimiento afectivo de que se está recibiendo. (Hasta una
animal tiene dentro de sí el circuito emocional para ser sumamente expresivo en
dar las gracias! Cómo no lo ha de tener el animal humano que somos?).
Otras reciprocidades incluyen que si el otro está haciendo
algo por mí, me dispondré a aliviarle la vida en lo que esté a mi alcance: así
forjaremos alianzas de fortaleza para transitar por este mundo (algo a veces
tan difícil). Las familias, amistades y parejas que conozco como admirables
tienen esa condición (aun con hijos pequeños). Se reconocen mutuamente y se
agradecen, se hacen pequeños o grandes favores, se brindan gestos de apoyo, si
la madre cocina los hijos barren el comedor y el padre lava los platos… y la
última expresión del día es algo así como“Gracias por todo lo que hoy me
diste”.
Y también mencionémoslo: cuando la amistad o la relación de
pareja carece de gestos de reciprocidad necesitamos dejar de negarlo: reconocer
que se ha vuelto un amor unilateral (no incondicional!). Y que debemos
plantearlo para ver si es posible transformar ese vínculo, cambiar nuestra
actitud, y estar dispuestos a que si esa reciprocidad no puede forjarse… el
vínculo, en realidad, no existe: estamos solos, aunque estemos con otro. Como
dice Don José Larralde: “Pero es más soledad todavía / la soledad de dos, en
compañía.” Y eso daña. Cómo daña! Si no
es posible transformación alguna, habrá entonces que emprender el camino del
soltar…
Salvo excepciones, nadie está en condiciones de tanta carencia
como para no ser recíproco, al menos, con un “gracias”, mirando a los ojos,
sintiéndolo de verdad.
Quiero compartirles hoy una historia real, contada por Dulcina
Fonseca García, que nos habla de esa reciprocidad, de esa gratitud:
“Después de 11 años trabajando como médico en uno de los
países que hemos bautizado como ‘Tercer Mundo’, debí volver a mi casa por
asuntos personales.
En una cena familiar, un pariente cercano me preguntó que para
qué había estudiado Medicina si estaba malviviendo en una zona perdida de la
selva. Sin siquiera darme tiempo a responder, justificaba socarronamente su
duda afirmando que, para vivir así, mejor me hubiera hecho misionera y no
habría tenido que ¿malgastar? los mejores años de mi juventud estudiando.
Lo realmente curioso es que casi todos los allí presentes le
daban la razón haciéndome sentir un animal raro.
Quizá yo pensaría como ellos si me faltase la experiencia de
estos años: muchos pacientes han llegado a ofrecerme un plátano como
agradecimiento por haber ayudado en un parto o haber aliviado un dolor
innecesario de una enfermedad incurable.
Un simple plátano, qué miseria para nuestros estómagos
saciados, ¿verdad?. Lo que muchos no saben es que dos plátanos son la cena
incluso la comida de un día completo de un matrimonio con tres niños. Sin
embargo, en una acción de máxima gratitud (eso que a los occidentales nos
falta) han reconocido mi modesto trabajo compartiendo conmigo lo máximo que
tienen. ¿Puede un profesional sentir mayor satisfacción?”
© Virginia Gawel
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