Cuando una sociedad “mata a Dios”
La sociedad anunciada por Cristo
Jesús y la enfermedad diagnosticada por Rudolf Steiner
Haciendo nuestras las palabras de
Cristo Jesús recogidas en el capítulo 24 del Evangelio de Mateo, se puede
afirmar que la humanidad contemporánea
sufre los males de siempre (injusticias, alienación, guerras, hambre,
daño a la Madre Tierra…), pero con más intensidad que nunca, y, además, nuevos
males (de la big data –almacenamiento y tratamiento masivo de la información
para el dominio y control social– a la manipulación genética) que nunca antes
había conocido.
¿A qué se debe? Pues a que son muchos
los seres humanos que padecen la enfermedad descrita por Rudolf Steiner en
“¿Cómo puedo encontrar al Cristo?”, consistente en “la negación de lo divino”:
“Un real y auténtico defecto físico, una enfermedad física, una carencia física
(…) Se trata de una enfermedad que no curan los médicos; sucede que ellos
mismos frecuentemente la padecen”.
Mirando a nuestro alrededor, podemos
comprobar que, efectivamente, esta dolencia se halla muy extendida. ¿Cuál es la
causa de que la enfermedad descrita por Steiner sea hoy una verdadera pandemia?
La respuesta es tan sencilla como compleja, tan simple como profunda: la causa
radica en que esta sociedad ha matado a Dios. Conviene explicarlo, aunque sea
de modo sintético.
El destierro de la Espiritualidad
Se suele a atribuir Friedrich
Nietzsche la frase “Dios ha muerto y yo lo he matado”. Pero el gran filósofo
germano no aludía a la muerte de Dios, sino a la muerte de la idea de Dios, que
es muy distinto, entendida como una humanidad que rechaza, por acción y
omisión, cualquier idea e ideal de trascendencia. Un hecho que él observaba
nítidamente en la sociedad de su época y preveía que ganaría intensidad en el
horizonte venidero.
De lo que deriva la predicción
nietzscheana de una gigantesca oleada distópica originada y removida por una
corriente profunda y potentísima de materialismo galopante que tiene su razón
en ese haber “matado a Dios” y, por tanto, en vivir bajo unos paradigmas y unos
parámetros existenciales que se aferran a lo material y al pequeño yo –el
efímero yo físico, emocional y mental y la personalidad a él asociada
trascendencia– con olvido de nuestro genuino ser imperecedero.
Lo que no tiene que ver con el creciente abandono de esas religiones que han tergiversado y manipulado la genuina Espiritualidad, sino al destierro de esta, de la Espiritualidad con mayúscula, con independencia de la tradición concreta en la que se plasme, mediante una práctica y una visión de la vida –la de uno mismo, la de los demás y la del mundo trascendencia que repudia lo trascendente y se echa en los brazos de lo evanescente y superficial.
Y cuando una sociedad “mata a Dios”…
¿qué queda?
Expulsada la Espiritualidad y la
trascendencia de nuestras vidas y de la sociedad, ¿qué queda? Pues un
uniformismo materialista disfrazado de teóricas opciones personales tan vanas
como inconsistentes; y una globalización que arrasa los principios y
fundamentos relevantes y extiende y asienta los falsos valores del rebaño… Lo
que acerca a la condición de “suicidas” a los seres humanos que caen en esta
insensata dinámica, puesto que, al matar a Dios, lo hacen, igualmente, con la
divinidad que atesoran en su Esencia y, por lo mismo, a su auténtico ser y
naturaleza.
Nietzsche les dio el apelativo de
“los últimos hombres”: hombres y mujeres pusilánimes que, expuestos a los
caprichos del mercado y renunciando a lo espiritual, profesan la religión de la
indolencia y la comodidad; que dan la espalda a los ideales transformadores y
desafiantes; que se encadenan a la apariencia y se olvidan de la esencia; que
se esconden en la tímida mediocridad como única forma de supervivencia; que
subliman sus preocupaciones narcisistas, tribales y triviales para disimular la
hosquedad y poquedad de su día a día; que se autoengañan en la
autocomplacencia; que se dicen a sí mismos que son felices y se sumergen en un
falaz “sentirse bien” en medio de la insoportable miseria vital en la que han
convertido su cotidianeidad; que miran una estrella –el potencial de una vida
desplegada en plenitud y consciencia– y no tienen deseo alguna de perseguirla,
solo parpadean y, entre parpadeo y parpadeo, se les va la vida…
Un mundo asustado ante sí mismo;
miedoso ante la vida y temeroso ante la muerte; receloso ante los valores
superiores, mientras celebra lo mundano; desconfiando ante la grandeza de miras
y el criterio propio…
¿Qué hacer ante estos “últimos
hombres”?
Estos “últimos hombres”, presas del
materialismo y de la enfermedad descrita por Steiner, ¿qué interés puede tener
en temas y asuntos relativos a la Consciencia, en sentido amplio, y a todo lo
que la Espiritualidad conlleva?; ¿cómo compartir con ellos al respecto sin
despertar su desdén y menosprecio?
Ante ellos, lo único que cabe hacer
es proyectarles, desde nuestro ser más íntimo, el Amor del que Cristo Jesús
hizo gala, respetando su libre albedrío, su proceso evolutivo y el estado de
consciencia en el que este se configura, aunque sin justificar el sufrimiento
que su materialismo produce en tantos seres sintientes inocentes (humanos,
animales…) y procurando paliarlo desde nuestra acción consciente.
Emilio Carrillo
Fuente: Tu Mismo
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