Ninguna transformación
es posible mientras nos basemos en esquemas exteriores
Los grandes cambios que
ha vivido la historia de la humanidad mayoritariamente han venido de la mano
del motor económico y del avance tecnológico. Desde la prehistoria el hombre ha
conquistado a sus congéneres para enriquecerse, expoliar materias primas o
desplazar sus fronteras. Que lo haya enmascarado con éxito o no con palabras
incuestionables como libertad que traten de legitimizar el asesinato y la
violación que implica toda guerra no es sino una de las muchas formas con las
que somos capaces de disfrazar nuestras intenciones, cosa que ningún animal
hace: no hay depredador que elabore complicados discursos para convencer a los
demás de la bondad de exterminar a una raza o esclavizar a un pueblo.
Toda nuestra biografía
como homo sapiens se ha basado en la obtención de ganancias, sea en forma de
especias, piedras o monedas. Creímos que tras la Segunda Guerra Mundial y su
drama atómico que convirtió en un instante a 120.000 japoneses en ceniza, seríamos
capaces de cambiar el chip. Pero para nuestro horror no fue así y desde ese
seis de agosto de 1945 hemos combatido en 140 guerras con un saldo de 13
millones de muertos. En Vietnam, Corea, Somalia, Iraq, en Kosovo.
El segundo motor de
cambio ha sido siempre el avance tecnológico. La revolución que supuso el hacha
de pedernal, la rueda, la imprenta, el globo, el motor de gasolina o internet
han supuesto cambios radicales en todos los aspectos de las personas. El mundo
cada vez se volvía más pequeño, más comprensible, más cómodo, más saludable.
Sustituíamos con cada invento un “–ismo”
y así cambiábamos de siglo con nuevas herramientas y nuevas filosofías
acordes con los descubrimientos. Sin embargo, la moral, aquella que funciona
como la voz de la conciencia, fue volviéndose cada vez más permeable a
justificar que las cifras siguieran cuadrando hasta el punto de que un griego
del siglo de Pericles era más consciente que cualquier habitante de este
planeta de hoy.
Es a todas luces obvio
que la política no es sino una marioneta de la economía y en sí hay tanta
distancia entre política y moral como entre ley y justicia. Del mismo modo, la
religión, la gran tabla de náufrago que nos queda, ha resultado ser cómplice de
aquélla. En sus orígenes y en su mensaje no ha sido así pero las campañas
religiosas contra el libre pensamiento ha sido tal constante que podemos
resumir que la historia de las religiones no es sino un catálogo de genocidios,
abusos sexuales, escándalos financieros y martirio de “infieles”. Y eso se ha
debido a que hay suficiente religión en el mundo como para que la gente se mate
entre sí pero no la suficiente para que se ame. Judíos y musulmanes, musulmanes
e hinduistas y cristianos contra todos demuestran lo que Krishnamurti advertía:
toda organización es putrescible.
Se habla mucho del
cambio. Del cambio por venir, del cambio necesario, de que hemos llegado a un
punto muerto donde sólo nos queda un cambio de pensamiento más acorde con el
medio ambiente, solidario, un mundo de conciencia. Malraux previno que el siglo
XXI sería espiritual. Y tenía razón. La política está lejos del ciudadano y el
avance tecnológico no lo ha liberado, sino que lo ha esclavizado: imprimimos
los libros que luego quemamos junto con quien los leía; inventamos un chat que
acerca a alguien a diez mil kilómetros pero que nos aleja veinte de quien se
encuentra al lado.
Ningún cambio es
posible mientras sigamos basándonos en los esquemas exteriores. El camino del
espíritu (universal, mestizo, babélico y multigurú) no es compatible con
continuar participando de una cuota de mercado o seguir dentro del orden
político. Jung demostró con bastante eficacia que antes de Cristo ya había un
cristianismo, es decir: el camino del espíritu no es sino una senda que ha de
andarse desde antiguo. Se debe envejecer en la marcha para rejuvenecer en su
encuentro.
No podemos pedir el
cambio social sin ser agentes del cambio individual y viceversa. Cualquier otra
cosa es una hoguera de vanidades. No podemos pedir cambio sin cambiarnos, sin
mudar esta piel y esta camisa, ni la forma de mirar al mundo al andar por sus
calles. El cambio en el siglo XXI no vendrá a través de líderes, ni de libros,
ni de revelaciones. Gandhi ya lo había resumido: “Si pudiéramos cambiarnos a
nosotros mismos, las tendencias en el mundo también podrían cambiar. Tal y como
un hombre es capaz de transformar su propia naturaleza, también cambia la
actitud del mundo hacia él”. El mensaje gandhiano, más moderno y necesario que
nunca, insiste en que la transformación
personal y la social han de ir de la mano, no basta con el cambio de la persona
si ésta no llega a ser esa masa crítica previa a la detonación que todo lo
salpique.
Victor M. Flores –
Instituto de Estudios de Yoga
Fuente: TuMismo
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