Una enseñanza de vida casual, a domicilio, es el punto de
partida para la nueva columna de Virginia. Porque, para iluminar el alma, basta
con echar por tierra los prejuicios: solo así se podrá reconocer la luz que
brilla aun en medio de la podredumbre.
Quiero avisar que lo que compartiré es una historia no muy
glamorosa. Pero me pareció tan valioso esto que me pasó, que anhelo convidarla.
Así que… ¡allí voy!
Estoy haciendo construir en mi casa (que está ubicada en el
campo), un salón para grupos de estudio. Desde hace tres meses, todos los días
tengo a mi alrededor una danza de hombres que realizan todo tipo de trabajo:
albañiles, pintores, herrero, electricista, plomero…
Hace un par de semanas tuve que llamar a una empresa para
vaciar el pozo ciego y así poder conectar los caños del baño que tendrá la
sala. (En los pueblos del interior no hay cloacas, sino que es “a la antigua”,
con pozos hacia donde drenan los fluidos del baño. Me explico, ¿no?) Llegó
entonces el camión cisterna que, eufemísticamente, porta un enorme cilindro de
metal que tiene un nombre más elegante: “tanque atmosférico”. (Disculpen los
detalles, pero hacen al corazón de la historia).
Del camión bajaron dos hombres: uno muy, muy bajito, morocho,
de bigotes; el otro muy, muy alto, muy, muy delgado, con la piel muy, muy
blanca y los ojos muy, muy verdes. No sabría calcular la edad, pero diría que
andaba entre los 55 y 60 años. Se notaba que era el que tenía la mayor
responsabilidad en la tarea. Los hice pasar, y a través de las ventanas cada
tanto los observaba trabajar. Me llamó la atención la expresión del señor
alto: su rostro irradiaba una sonrisa todo el tiempo, una mirada
luminosa. Vi que se había ocupado de destapar los resumideros de la cocina (lo
cual no era parte de su obligación), y que le ponía a su trabajo (un trabajo
que muchos desdeñarían) la misma atención e intención que si estuviera
diseñando un jardín Zen, o atendiendo un comedor escolar. “Afable”, sería la
palabra. Y así, su actitud diáfana parecía neutralizar los olores inevitables
con los que su tarea lo impregnaban. En mi casa, ese día. Y otros días en
muchas otras casas. Y ayer, y mañana. Siempre esa misma tarea. “Un trabajo de
m…”, dirían muchos. Evidentemente, ¡no él!
A los cuarenta minutos vi que estaba ya enrollando hacia el
camión el manguerón inmenso, larguísimo, de boca muy ancha. La tarea había sido
cumplida. Entonces me acerqué hasta el camión para resolver el pago, y… cuál no
fue mi sorpresa cuando su voz me paró en seco. Me miró al rosto con la misma
afabilidad, y, más que preguntarme, afirmó: “Usted sabe de mantras”. (Para
quienes no conozcan la palabra, define a oraciones que se repiten en estado
meditativo, y que provienen de distintas Tradiciones de Oriente, generalmente
en pali, sánscrito o tibetano, con una intención espiritual). Yo abrí los ojos
como para despertarme de algo tan surrealista. Entonces le dije: “¿Y usted cómo
sabe que yo sé algo de eso?”.
Tengo que poner punto y aparte, porque la frase que este
hombre largó al aire como quien avienta un pájaro es la razón de todo esto que
les cuento. Apoyó la manguera en el piso y, mirándome de modo luminoso, me
dijo: “Detrás de lo ordinario se encuentra lo extraordinario”.
Ignoro qué respondí yo: una nube de perplejidad difumina mi
memoria. Sé que le pregunté algo, y él, con un gesto de su cabeza, me dio a
entender que no hablaría de “eso” frente al señor bajito. Entonces entró hacia
mi jardín y me contó sobre sus exploraciones autodidactas con mantras,
respiración, posturas de yoga, y otras búsquedas profundas. Me contó
experiencias que estoy segura de que no convidaba a nadie. Y allí estábamos,
con un olor que no era exactamente a sahumerio, pero a la vez con un aroma
sagrado. Recordé a la flor de loto, nacida de la podredumbre, transmutada
en pétalos rosados que se vuelven cada vez más blancos a medida que madura
la flor.
Imagen en Camino exist con nombre de este blog 1
Jamás olvidaré esa escena.
Le pregunté si usaba internet, y me dijo que no. Luego se fue
tan sonriente como había llegado. ¡A esto sí que le llamo “lecciones de
espiritualidad a domicilio”! No sólo lo que me contó, sino su actitud, su
radiancia, su capacidad de observación que quizás le hizo notar un mínimo y
lejano símbolo del “Om” que hay en mi puerta (y que mide no más de siete
centímetros). Pero la lección más importante para mí es ésa: “Detrás de lo
ordinario se encuentra lo extraordinario”. Un pensamiento que neutraliza
todo prejuicio, que abre la conciencia hacia la apreciación, el asombro y la
gratitud.
“Detrás de lo ordinario se encuentra lo extraordinario”.
Siempre. Sólo hay que recordarlo, saber hallarlo. Y si en la vida nos toca
ocupar un rol, una situación, una instancia, esté o no está a la altura de lo
que hubiéramos esperado (en cualquier área de la vida), es nuestra actitud
interna la que puede hallar en ella profundas luminosidades. Es nuestra
actitud interna la que convierte lo ordinario en extraordinario, lo profano en
sagrado.
Virginia Gawel
Una lección de grandeza, desde la más grande de las humildades
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