No es la cantidad de tiempo que
vivimos lo que indica si nuestra vida es valiosa, sino la forma en que
encaramos cada una de los renacimientos que nos toca atravesar. ¿El desafío? No
reducirnos a la mera supervivencia.
Cada comienzo de año, en este tiempo
y en este lugar, puede y suele generarnos la sensación de haber sobrevivido al
año anterior. Por muchos más motivos, en los últimos dos años. Como suele
decirse, el sobreviviente no siempre elige sus métodos, ni puede hacerlo. Su
prioridad es atravesar el riesgo que lo amenaza. En ese momento no se pregunta
para qué. Sin embargo, tal interrogante sigue siempre a los seres humanos, como
su sombra. Y al igual que ocurre con nuestra sombra, no somos conscientes de
ella todo el tiempo, ni ella necesita de esa consciencia para existir. A
diferencia de otras especies, decía Víktor Frankl (1905-1997), padre de la
logoterapia, una vez que hemos salvado nuestra vida los humanos recibimos de
parte de ella esta pregunta: ¿para qué me quieres? Y nos la repetirá una y otra
vez a lo largo de nuestra existencia a través de un infinito número de
situaciones, algunas sencillas, otras complejas.
¿Sobrevivir para qué? En uno de sus
luminosos y siempre recomendables ensayos, titulado Que filosofar es prepararse
a morir, el ensayista y pensador francés Michel de Montaigne (1533-1592), uno
de los grandes humanistas de la historia, escribe: “La utilidad de vivir no
reside en el tiempo, sino en la intensidad con que la vida se vive: hay quien
vive lo suficiente viviendo pocos años. Pensadlo mientras permanecéis en el
mundo: de vuestra voluntad depende el hecho de vivir bastante, y no el número
de años”. No es, en definitiva, cuánto tiempo vivimos, sino el sentido de ese
tiempo, la huella que dejará en otros, en el mundo, y el modo en que hará que
este mundo quede un poco mejor (apenas un poco, con eso basta) después de
nuestro paso.
Acerca de cómo vivir
Estas reflexiones abren paso a una
diferenciación fundamental. La que distingue a la supervivencia de la
resurrección. Aunque puedan confundirse son cosas distintas. Sobrevivir es
haber conservado la vida pese a todo, y a menudo de cualquier manera. Resucitar
es regresar de una muerte física, espiritual o simbólica para abrir en la vida
un nuevo rumbo de trascendencia y sentido. Quien resucita ya ha muerto, por lo
tanto se ha despojado del temor más angustiante. Sabe que la muerte existe de
una y mil formas, aunque a la que más le tememos es a la del cuerpo, sabe que
volverá a encontrarse con ella, pero está más allá de esa preocupación. Su
energía, su atención, su intención, su voluntad y sus dones están dirigidos
ahora a la vida en un sentido mucho más amplio y profundo que el vegetativo.
Leamos a Primo Levi (1919-1987), escritor italiano y combatiente antifascista
que, prisionero de un campo de concentración, sobrevivió al Holocausto. Dice en
su memorable libro Si esto es un hombre: “Muchísimos han sido los caminos
imaginados y seguidos por nosotros para no morir: tantos como son los
caracteres humanos. Todos suponen una lucha extenuante de cada uno contra
todos, y muchos una suma no pequeña de aberraciones y de compromisos. El
sobrevivir sin haber renunciado a nada del mundo moral propio, a no ser debido
a poderosas y directas intervenciones de la fortuna, no ha sido concedido más
que a poquísimos individuos superiores, de la madera de los mártires y los
santos”.
«Sobrevivir es haber conservado la
vida pese a todo, y a menudo de cualquier manera. Resucitar es regresar de una
muerte física, espiritual o simbólica para abrir en la vida un nuevo rumbo de
trascendencia y sentido. Quien resucita ya ha muerto, por lo tanto se ha
despojado del temor más angustiante. Sabe que la muerte existe de una y mil
formas, aunque a la que más le tememos es a la del cuerpo, sabe que volverá a
encontrarse con ella, pero está más allá de esa preocupación».
Tras la lectura se nos abre un
desafío: el de vivir, como dice Levi, sin renunciar a nuestros valores y a
nuestros principios aún en las peores circunstancias, y sin ser mártires ni
santos sino los simples mortales que somos. Para enfrentar este desafío no hay
que retirarse del mundo ni huir de él. Por el contrario, se trata de afrontarlo
en la vida cotidiana, en nuestros espacios de trabajo, de estudio, de relación,
de convivencia. En las decisiones que tomamos, en las elecciones que hacemos,
en las acciones que ejecutamos, en el modo en que honramos nuestros vínculos y
nuestros espacios comunes, incluidos esos que compartimos con aquellos a
quienes no conocemos. En cómo respondemos a las inevitables consecuencias de
nuestras acciones. Todo eso nos mostrará como agentes morales y personas
responsables. Es decir, personas que ponen el acento en ensanchar y profundizar
la vida y no meramente en conservarla y prolongarla.
También así es posible contribuir a
la esperanza, que es mucho más que el optimismo. La esperanza no da por sentado
que todo saldrá bien porque sí, por magia o por generación espontánea. La
esperanza cuenta con un propósito y trabaja por él sin garantías, aún sabiendo
que puede no cumplirse, porque el valor no está en la llegada sino en el viaje.
Charles Darwin (1809-1882), el naturalista y biólogo inglés a quien se deben
las teorías fundacionales sobre la evolución de las especies, afirmaba que “el
ser humano puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua,
unos ocho minutos sin aire, pero solo un segundo sin esperanza”. Quien
sobrevive busca ante todo agua, comida y aire, quien resucita tiene esperanza.
Sucesión de oportunidades
También, como puntualiza el filósofo
francés André Comte-Sponville en su Diccionario filosófico, cabe recordar que,
desde el momento en que quien resucita previamente ha muerto, no es inmortal. Y
la resurrección tampoco es reencarnación, puesto que se resucita siendo el
mismo individuo (el mismo compuesto cuerpo-alma lo llama Comte-Sponville),
aunque no necesariamente la misma persona, sobre todo si tomamos la idea de la
pensadora alemana Hannah Arendt (1906-1975) de que nacemos humanos y nos convertimos
en personas a medida que construimos vínculos, encarnamos y actuamos valores,
exploramos propósitos y sentido.
La resurrección tiene, por cierto,
una fuerte resonancia religiosa y su noción es fundamental en el cristianismo.
Al morir y resucitar, se sostiene allí, Jesús lo hizo por todos y anunció el
destino de cada ser humano. Pero más allá de la fe, de creencias o de
agnosticismos, es cierto que en la vida morimos y resucitamos cíclicamente. A
nuestro primer nacimiento, el físico, le sigue la muerte del bebé que resucita
como niño o niña, esa etapa morirá para dar paso a la resurrección como
adolescente, quien morirá para que resucite el joven. Y así será con la
adultez, la madurez, la vejez. Con proyectos, realizaciones, caminos elegidos
que terminan para que aparezcan otros: profesiones, actividades, incluso
vínculos.
En cada etapa, como con cada año,
habrá una experiencia que depende de nosotros convertir en resurrección y no
dejarla reducida a una mera supervivencia. En su novela La mala hora, escribía
Gabriel García Márquez: “La vida no es sino una continua sucesión de
oportunidades para sobrevivir”. Hagamos que sea una continua sucesión de
oportunidades para renacer.
Sergio Sinay
Fuente: Sophia Online
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