Vivimos
una época compleja en la que, muchas veces, se hace difícil tomar contacto con
lo trascendente. Eso, a la larga, puede provocar angustia y la oscura sensación
del sinsentido. Por eso, es hora de comenzar a invertir en nuestro mayor
capital: el espíritu.
Como
humanos, podemos atravesar épocas de pobreza espiritual. Para algunos, puede
parecer un concepto demasiado duro. Sin embargo, cuando la vida presenta
situaciones en las que la mundanidad no puede responder, aparece ese bache
existencial que pareciera no llenarse con lo conocido, carcomiendo nuestra
realidad psíquica, social y laboral.
Cultivar
la espiritualidad, contactar con lo sagrado, volver con humildad hacia nuestro
interior y abordar la trascendencia, emergen como opciones válidas para salir
de esa pobreza que vuelve menos intensa nuestra calidad de vida y hasta nos
puede sumir en una tristeza profunda.
“Incluso
habiendo alcanzado un nivel de vida satisfactorio, cerca de la mitad de la vida
reaparece la angustia del sinsentido y comienza una crisis existencial que no
se resuelve con mayores o mejores logros, sino con un cambio sustancial de
perspectiva. En esa crisis se manifiesta el sentimiento de ‘pobreza espiritual’
al descubrir que no hay un lenguaje que conecte con un plano más elevado de
conciencia, salvo el religioso, que no es compartido por todos. Es entonces
cuando la angustia presenta en el horizonte dos posibilidades: empezar a morir,
como se espera en nuestra biología, o por el contrario, iniciar una búsqueda de
trascendencia, donde se ve la muerte como un aspecto más de la vida. Tomando
las palabras de Teilhard de Chardin, ‘a mayor mismidad mayor espiritualidad’”,
afirma la psicóloga Inés Olivero.
En
un mismo sentido, la rabina Silvina Chemen completa el concepto: “No hay cómo
sostenerse ante un proyecto o falta de proyecto material, si no tenemos
trabajada nuestra fortaleza espiritual. Y creer que cuando estamos satisfechos
con nuestras necesidades materiales no necesitamos seguir trabajando nuestros
desafíos espirituales nos lleva a una sensación de vacío e insatisfacción
constante”.
Desde
la filosofía nos abrimos, de la mano de Paola Delbosco, a otro punto de vista:
“Podría haber un sentido positivo de la pobreza espiritual, cuando esto
significa que uno se despoja en su interior de todo lo que distrae, atrae,
contrae, y se expande hasta la raíz misma de la existencia, que sin duda para
el creyente es Dios. La pobreza espiritual sería, en esa acepción del término,
el equivalente al descalzarse de Moisés en presencia de Dios en la zarza
ardiente. Frente a lo sagrado uno admite su pequeñez, se desnuda de todas las
máscaras mundanas o sociales. El segundo sentido, quizás más literal, es el de
un espíritu que se achicó, que no sabe más expandirse a la altura no de lo que
somos sino de lo que anhelamos ser. El principal camino de este empobrecimiento
es el consumismo: el hambre de sentido, que nos impulsa a buscar más allá de
nosotros mismos (inclusive en el otro o los otros), se apaga con sustitutos,
que llaman desde el llano, pero impiden levantar vuelo”.
Renacer desde el alma
Sobre
los “sustitutos” y supuestas “promesas
de alivio existencial”, Olivero considera que “es necesario aclarar la
importancia de verificar la seriedad que ostentan esas propuestas, ya que en
muchos casos parecería tratarse de un shopping espiritual donde se promete
alcanzar la iluminación en un taller de fin de semana. Hay una manipulación muy
grave en esas ofertas que confunden y desvían del verdadero norte a personas
ingenuas o excesivamente confiadas. La espiritualidad requiere un compromiso
visceral con el trabajo interior: meditación, oración, disciplina emocional y
una férrea búsqueda de la Verdad”.
Chemen,
en tanto, considera “que ciertas tradiciones o grupos en las tradiciones
religiosas se niegan a adquirir nuevos lenguajes, reconocer nuevos escenarios y
resisten, como en una trinchera, a las nuevas maneras de vivir, personales,
familiares y sociales. Y esto genera un gran vacío que se llena buscando otro
tipo de ‘salvaciones’ que, para mí, son peligrosas”.
¿Creer o no creer?
Muchas
religiones sostienen desde el dogma que la fe es un don que proviene de Dios,
en tanto otras apoyan la idea de que la fe se encuentra, si se la busca.
Olivero propone una mirada integradora: “Creer nos permite crear. La
inspiración que se recibe hace sentir la cooperación de lo divino en nuestros
logros y también en las situaciones de frustración y de dolor. La vivencia de
sentirnos acompañados por Lo Intangible sostiene en los momentos difíciles y
fortalece en los nuevos intentos. Cada uno tiene una imagen diferente de la
divinidad, distintos niveles de cercanía, pero en todos los casos se siente su
energía. A veces, los más resistentes, lo encuentran en la sabiduría grupal y
participan sintiéndose integrados. También es una forma de rezar”, sostiene.
Con
respecto específicamente al acto de orar, Chemen describe: “Rezar significa
dejar de lado los ruidos externos, los gritos, los bocinazos, los insultos, las
bajezas que estamos escuchando para darnos lugar a volver a oír nuestras
palabras de esperanza, de poesía, de respeto… La fe no justifica o deja de
justificar nada de lo que sucede en el mundo, sino que es una hermosa herramienta
para saber que uno tiene más fuerza de la que cree, mas confianza (con-fe) para
encontrar los modos de salir adelante”.
¿Será
posible rezar cuando vivimos en las grandes ciudades, donde el entorno se
anticipa hostil?
Prima
facie, la naturaleza, el campo, estar cerca de un curso de agua y rodeados de
vegetación con el cielo por techo, serían espacios más que propicios para
quienes se hallan en la búsqueda de respuestas a los grandes interrogantes que
les presentan sus propias vidas.
Sin
embargo, Delbosco trae a la reflexión a Simone Weil, una filósofa judía
francesa (1908-1943). «Ella decía que ‘la atención pura, sin mezcla, es
oración’. Esta consiste en ponerse en presencia de Dios, no tanto en palabras
(aunque podría servir la palabra como vehículo de la memoria, la gratitud, el
pedido), sino con todo nuestro ser, sabiendo que todo lo que somos y lo que
tenemos es un don, y al don se puede responder adecuadamente solo desde la generosidad. Pensando en entornos propicios,
también en la ciudad, para la persona entrenada, hay remansos de paz. Creo que
nos acerca al sentido trascendente de la
vida los gestos de ayuda, comprensión, amabilidad, solidaridad que se ven en la
calle, en los colectivos, en las plazas. Lo que ayuda a escaparnos de la
pobreza espiritual, entendida como privación de profundidad, es vivir cada
encuentro con los demás como algo sagrado: es la oportunidad de dar algo de
nosotros, aunque solo sea una sonrisa, un saludo, la escucha, y de recibir algo
del otro”.
Según
Olivero, todos buscamos respuestas en distintos puntos de la vida: “Si bien las
mujeres tenemos una mayor cercanía con la interioridad, son muchos los hombres
ávidos de una conexión más profunda. Por otra parte, en ocasiones, hay
despertares previos a la mitad de la vida, en jóvenes que experimentan señales
de ‘algo más’ en las situaciones críticas que deben afrontar. En cuanto a los
niños es posible orientarlos a experimentar Lo Sagrado en el respeto y el amor
por sus iguales, por los mayores (confiables) y favorecer un contacto cercano
con la naturaleza y los animales, de ese modo se percibe la grandeza de la
Creación. La humanidad ansía la paz y la solidaridad, que solo se obtienen con
dedicación, vida interior y esperanza en algo superior a nosotros”.
Desde
nuestras actitudes y opciones personalísimas vamos construyendo nuestro tiempo
cultural y heredamos a las generaciones que nos siguen no solo nuestra lengua,
construcciones, tecnología, sino también nuestros modos de comprender el hoy,
enlazándolo con nuestra visión a futuro de la humanidad. El sentido que le
damos ese paso por el mundo, a través de coordenadas concretas, serán la clave
para quienes nos lean como civilización y miren, algún día, qué tratamiento le
hemos dado a todas las etapas de la vida.
Virginia
Bonard
Fuente:
Revista Sophia
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