La vida, en su fuente,
es creación.
No somos víctimas del
envejecimiento, la enfermedad y la muerte. Estos son parte del escenario, no el
observador, que es inmune a cualquier forma de cambio.
Cuando te pones en
contacto con tu propia inteligencia interior, te pones en contacto con el
núcleo creativo de la vida. En el antiguo paradigma se asignaba el control de
la vida al ADN, molécula de enorme complejidad que ha revelado a los genetistas
menos del 1 por ciento de sus secretos. En el nuevo paradigma, el control de la
vida pertenece a la conciencia.
Por ejemplo: los niños
que pueden reducir la secreción de hormonas de crecimiento, los estudiantes de
medicina que alteran su producción de interleucinas cuando se sienten
nerviosos, los yoguis que pueden manipular a voluntad el ritmo cardiaco, etc.,
indican que los procesos corporales más básicos responden a nuestro estado de
ánimo.
Los millones y millones
de cambios que se producen en nuestras células son solo el pasajero panorama de
la vida; detrás de la máscara está el que ve, quien representa la fuente del
flujo de la conciencia. Todo lo que yo pueda experimentar comienza y termina
con la conciencia; cada pensamiento o emoción que captura mi atención es un
diminuto fragmento de conciencia; todas las metas y expectativas que me fijo
están organizadas en la conciencia. Lo que los antiguos sabios llamaban Ser se
puede definir, según los términos de la psicología moderna, como un continuo de
conciencia, y el estado conocido como conciencia de unidad es el estado en que
la conciencia es completa: la persona conoce todo el continuo de sí misma sin
máscaras, ilusiones, vacíos ni fragmentos quebrados.
Como no mantenemos la
continuidad de nuestra conciencia, todos caemos en vacíos de un tipo u otro.
Vastas zonas de nuestra existencia corporal escapan al control, llevando a la
enfermedad, la vejez y la muerte. Pero eso es de esperar cuando la conciencia
se ha fragmentado. En una famosa serie de experimentos realizados a principios
de la década de los setenta en la clínica Menninger, Swami Rama, un célebre
adepto espiritual de la India, demostró su capacidad de elevar su ritmo
cardiaco de 70 a 300 pulsaciones por minuto, lo cual está muy por encima del
alcance normal. Esencialmente los latidos de su corazón se convirtieron en una
palpitación que ya no bombeaba sangre de la manera rítmica normal. En una
persona común, las palpitaciones pueden provocar un paro cardiaco y otros
problemas graves y hasta fatales; es algo que todos los años ataca a miles de
personas desprevenidas.
Sin embargo, Swami Rama
no se vio afectado por ese hecho cardiaco, que estaba bajo el dominio directo
de su conciencia. Esto implica que, si una persona muere en cuestión de minutos
por una interrupción súbita de su ritmo cardiaco normal (esta categoría cubre
todo tipo de arritmias, fibrilación y taquicardia), en realidad ha sufrido una
pérdida de conciencia. En nuestra materialista visión del mundo, localizamos
esta pérdida en el músculo cardiaco, diciendo que las señales electroquímicas
que coordinan un latir saludable del corazón se han desordenado. En vez de
orquestar sus contracciones individuales en una pulsación pareja y unificada en
todo el corazón, muchos millones de células cardiacas caen en contracciones
aisladas y caóticas, haciendo que el órgano parezca un saco de serpientes
retorcidas.
Sin embargo, este
horrendo espectáculo, temido por todos los cardiólogos, es secundario; lo
primario es la pérdida de conciencia entre las células del corazón. Esta
pérdida de conciencia no es local, sino general. La persona misma ha perdido
contacto con los planos profundos de inteligencia que gobiernan y controlan sus
células; en verdad, cada célula no es sino inteligencia organizada en diversas
capas de patrones visibles e invisibles. Un adepto como Swami Rama nos
demuestra que nuestra conciencia no debe ser así fragmentada y reducida. Si uno
se conociera tal como es, comprendería que es la fuente, el curso y la meta de
toda esa inteligencia fluyente. Lo que las tradiciones religiosas del mundo
llaman Espíritu es la totalidad, la continuidad de la conciencia que supervisa
todos los fragmentos y las piezas de la conciencia.
Son los vacíos en el
conocimiento de nosotros mismos los que nos hacen víctimas de la enfermedad, el
envejecimiento y la muerte. Perder la conciencia es perder inteligencia; perder
inteligencia es perder el dominio sobre el producto final de la inteligencia:
el cuerpo humano. Por lo tanto, la lección más valiosa que puede enseñarnos el
nuevo paradigma es ésta: si quieres cambiar tu cuerpo, cambia primero tu
conciencia.
LA ESPERANZA DE VIDA
La esperanza unifica la
conciencia.
Todo lo que te ocurre
es resultado de cómo te ves a ti mismo, hasta un punto que podría parecerte muy
extraño. En las batallas marítimas de la Primera Guerra Mundial, los marineros
alemanes se encontraban a veces inmovilizados en botes salvavidas durante días
y semanas enteras tras haberse hundido su barco. Invariablemente los primeros
en morir eran los más jóvenes. Este fenómeno fue un misterio hasta que se
comprendió que los marineros mayores, por haber sobrevivido a otros naufragios,
tenían esperanza y sabían que la crisis se podía superar; los jóvenes, que
carecían de esa experiencia, perecían por verse atrapados en una situación sin
esperanzas.
Guiándose por esos
incidentes, los investigadores observaron a ciertos animales que han sufrido
envejecimiento rápido, enfermedad y muerte por encontrarse en situaciones de
gran estrés; por ejemplo, animales que han quedado atrapados en el agua sin
ninguna posibilidad de escapar. Los animales que nunca se han encontrado en una
situación semejante la perciben como desesperada; pronto se dan por vencidos y
mueren. Los animales que gradualmente se adaptan al medio perseveran y
sobreviven, nadando largas horas sin que sus tejidos presenten señales de
deterioro producido por el estrés.
El envejecimiento
humano se caracteriza por la desesperanza.
Nuestras temibles
imágenes del envejecer, acompañadas de las elevadas tasas de enfermedad y
senilidad entre los ancianos, daban como resultado sombrías expectativas que se
cumplían por sí solas. La ancianidad era una época de inevitable declinación y
pérdida, de creciente debilidad física y mental. Ahora toda nuestra sociedad
despierta a una nueva percepción del envejecimiento; personas de 60 y 70 años
esperan normalmente verse tan vigorosos y saludables como a los 40 y a los 50.
Pero hay un supuesto
subyacente que no ha sufrido un desafío radical: que los humanos deben
envejecer. Tener que envejecer es un hecho que heredamos del viejo paradigma,
tercamente fijado en nuestra visión del mundo hasta que un cambio de conciencia
pueda traer nuevos hechos a la luz. Una visión del mundo es solo un modo de
ordenar la infinita energía del universo en un sistema que tenga sentido. El
envejecimiento tenía sentido en un esquema de la Naturaleza donde todas las
cosas cambiaban, se marchitaban y morían. Tiene mucho menos sentido en un mundo
donde nos rodea por doquier un interminable flujo de inteligencia en constante
renovación. A ti te corresponde elegir qué punto de vista adoptar. Puedes optar
por ver que la rosa florece y muere; puedes optar por ver la rosa como una ola
de vida que nunca acaba, pues el año próximo surgirán nuevas rosas de las
semillas de ésta.
EL RIO DE LA VIDA
La materia es un
momento cautivo en el espacio y en el tiempo
Con una visión
materialista del mundo y de nosotros mismos, hacemos que los aspectos cautivos
del universo asuman demasiada importancia. Vaya desplegándose, quiero que
experimentes fluyendo libremente y sin esfuerzo que la misma existencia
cambiara tu visión del mundo. Pese a su sólido aspecto físico, tu cuerpo se
parece mucho a un río, semejante al río sagrado que tan bellamente describió
Hermann Hesse en su espiritual novela Siddhartha.
En el libro de Hermann
Hesse, llega un momento en que Siddhartha, el buscador de la iluminación, halla
finalmente la paz. Tras años de vagar, termina junto a un gran río de la India,
donde una voz interior le susurra: Ama este río, quédate junto a él, aprende de
él. Para mi, este susurro dice algo sobre mi cuerpo, que fluye y fluye en los
procesos de su vida. Como los ríos, mi cuerpo cambia cuando cambia el momento;
si yo pudiera hacer lo mismo, no habría vacíos en mi vida, ni recuerdos de
traumas pasados que activaran nuevo dolor, ni expectativa de dolores futuros
que me hicieran contraer de miedo.
Tu cuerpo es el río de
vida que te sustenta, pero lo hace humildemente, sin pretender reconocimiento.
Si te sientas y lo
escuchas, descubrirás que en ti y dentro de ti mora una profunda inteligencia.
No se trata de una inteligencia de palabras, pues el conocimiento de las
palabras, comparado con los millones de años de sabiduría entretejidos en una
sola célula, no parece tan grande. Siddhartha quería aprender del río y
escuchar, que tiene una tremenda importancia. Hace falta desear la reunión con
el flujo del cuerpo para poder aprender de él, y eso significa que debes estar
dispuesto a abrirte al conocimiento que fue pasado por alto en tu antigua
manera de ver.
Hesse proseguía: Le
pareció que quien comprendiera a ese río y a sus secretos comprendería mucho
más, muchos secretos, todos los secretos. Todo lo que te haya ocurrido está
registrado en tu cuerpo, pero lo más importante es que allí hay también nuevas
posibilidades. El envejecimiento parece ser algo que te está pasando, cuando en
realidad es en gran parte algo que tu cuerpo ha aprendido a hacer. Ha aprendido
a cumplir con la programación que tú, el programador, le suministraste. Como
mucha de esta programación fue inconsciente, dictada por creencias y supuestos
de los que difícilmente tenías conciencia, es importante derruir todo el
edificio de ideas que te dio el mundo material tal como lo conoces.
Ahora necesitamos
regresar al cuerpo, pues la experiencia íntima que tenemos de nuestro yo físico
contiene la verdad más personal. El estar a gusto con sus sensaciones de este
momento te permite escapar a la sombra de amenaza que pende, sobre todo cuando
el orden va perdiendo la batalla contra la entropía. Ése es el mundo en el que
se nos ha enseñado a creer. Pero hay otro modo y otro mundo. Tal fue la mayor
lección que Siddhartha aprendió del río. Al final de la novela conversa sobre
eso con su más antiguo amigo y compañero, Vasudeva:
—¿Has aprendido tú
también el secreto del río, que no existe el tiempo ni cosa parecida?
Una luminosa sonrisa se
extendió en el rostro de Vasudeva.
—Sí, Siddhartha. ¿Es
esto lo que quieres decir? ¿Que el río está en todas partes al mismo tiempo: en
la fuente y en la desembocadura en la cascada, en la barcaza, en la corriente,
en el océano y en las montañas, dondequiera, y que para él solo existe el
presente, sin la sombra del pasado ni la sombra del futuro?
—Eso es —dijo
Siddhartha—, y cuando aprendí eso, revisé mi vida y era también un río, y
Siddhartha el niño, Siddhartha el hombre maduro y Siddhartha el anciano estaban
separados solo por sombras, no por la realidad.
Habló con deleite, pero
Vasudeva se limitó a sonreírle radiante, y a señalar su acuerdo con un
movimiento de cabeza.
APRENDIZAJE
El autoengaño fomentado
por siglos de materialismo es que podemos conquistar el río y dominar su flujo;
si lo hiciéramos, nuestro único logro sería morir. La verdad sobre cada uno de
nosotros es que nuestra vida se extiende en campos de experiencia más y más
grandes. No hay límites para la energía, la información y la inteligencia
concentradas en la existencia de una persona.
En forma física, esta
infinita creatividad ha sido encarnada en tus células; de forma no manifiesta
se expresa en el silencio de la mente, en el vacío que, en realidad, es una
plenitud de ignotos significados posibles, posibles verdades, posibles
creaciones. El vacío que hay en el centro de cada átomo es el vientre del
universo; en el destello de un pensamiento, cuando interactúan dos neuronas,
hay una oportunidad para que nazca un nuevo mundo. Explora ese silencio en que
el aliento del tiempo no marchita, sino que renueva. Mira hacia la tierra donde
nadie es viejo; no está en ninguna parte, sino en ti.
Deepak Chopra
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